La cupletista y el marajá: Una historia real

Parece un cuento de esos que aparecen ilustrados en las publicaciones para niños y que sirven para dormir a los pequeños antes de apagar la luz. Parece un sueño, imaginado en las noches de insomnio por jovencitas casaderas, en el que se les aparece un príncipe –sea de sangre azul o no, eso qué más da- que va a ser el garante de sus dichas. Incluso, si me apuran, podría ser, incluso, el argumento de una ópera, pero de esas que acaban bien, no en tragedia. Pero no. La historia es real. Y ocurrió aquí, en España y tuvo como protagonista a una tonadillera, una cupletista, una cantante de cabaret cutre. Esta es la historia.
Madrid, 28 de mayo de 1906. El gentío se arremolina en la calle de Carretas. Un cortejo, formado por dos carrozas, palafreneros y guardias a pie, todos ellos perfectamente uniformados, con vistosos y coloridos turbantes, se dirige hacia la Puerta del Sol. No se puede dar un paso y menos atravesar la calle por donde tiene previsto pasar la comitiva. A la altura de la carroza principal, una joven de 16 años, trenzas largas color azabache, vestida rigurosamente de luto, intenta cruzar y se abre paso entre la multitud. Un escolta fornido que va custodiando la carroza principal se lo impide, dándole un codazo en el estómago para sacarla de la calzada. La muchacha, respondona, le increpa. Ni se calla ni se amilana ante la maniobra persuasiva. La algarada despierta la curiosidad del paseante que va dentro del carruaje. Asoma la cabeza por la ventanilla y la ve. Al momento, se queda prendado de la joven de luto: la boca fina, los labios perfectamente definidos, los ojos negros como el color de su pelo, su cuerpo menudo pero bien proporcionado aunque el sayón que indica duelo no le permite conocer más detalles de su anatomía. Pide a sus edecanes que se interesen por la joven. Quiere conocer todos los detalles: quién es, dónde vive, a qué se dedica…. Parece que acaba de enamorarse. Pero, ¿quién era aquella joven respondona que había encandilado al instante a tan regio personaje que se paseaba en carroza por el centro de Madrid? ¿Quién era aquel curioso que se había quedado prendado de la muchacha nada más verla?

Ella era Anita Delgado, malagueña, nacida en 1890 e hija de un tabernero. En la capital andaluza, el padre regentaba un tugurio llamado Las Castañas. La niña y su hermana Victoria tenían vocación artística y hacían sus pinitos en el escenario de la taberna. Tanto era el interés de las dos jóvenes por el arte, que el padre les pagaba clases de canto, baile y declamación. Pero la bonanza duró poco: el local fue cerrado por la autoridad porque se descubrió que, tras las cortinas del mostrador, se jugaba. Y eso, en aquella época, no estaba permitido. Sin local, el padre intentó poner en marcha otros negocios, todos ellos relacionados con la hostelería. Pero fue de fracaso en fracaso y, al final, toda la familia emigró a Madrid.
En la capital, las dos muchachas siguieron asistiendo a clases de cante y baile, y todas las noches demostraban sus dotes artísticas en el Royal Kursaal, un café concierto frecuentado por la bohemia madrileña, situado cerca de la Puerta del Sol, concretamente donde hoy se ubica el mercado de San Miguel. Aparecían en el escenario bajo el nombre de Las Camelias. No eran grandes artistas, todo hay que decirlo. Las carencias artísticas las suplantaban con gracia, buen humor, cuerpo y garbo.

Él era nada más y nada menos que el marajá de Kapurthala, en la India, Jagatjit Singh. Estaba en Madrid como invitado para asistir a la boda del Rey Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg, que iba a celebrarse el día 31 de mayo.
Aquella misma noche, el marajá acudió al Kursaal y vio en el escenario a la joven Anita. Ya, sin el luto con el que la había conocido, le pareció aún más deslumbrante y allí mismo se arrancó: en el camerino, donde sus padres esperaban a que finalizara la actuación de sus hijas, pidió al tabernero malagueño la mano de Anita. Y para compensarles, les ofreció el peso en oro de la niña. ¡Y qué vamos a hacer con tanto dinero!, pensó el padre. La joven Anita, en principio, se negó a la petición.
El día 31 de mayo, el marajá se fue a París, la ciudad donde había fijado su residencia en Europa. El atentado de Mateo Morral contra la comitiva real después de la ceremonia de casamiento de los Reyes, ensombreció los fastos que estaban previstos en Madrid para conmemorar tan solemne acontecimiento y los invitados, que quedaron compuestos y sin novios.
Desde Paris, el marajá se carteó en varias ocasiones con Anita e insistía en su petición de matrimonio. Las cartas, en francés, eran traducidas en una mesa del Kursaal por Juan Jesús Inciarte, un estudiante que iba para ingeniero de minas y que formaba parte de la tertulia que en el café formaban, nada menos que Ricardo Baroja, hermano de Pío, Julio Romero de Torres, el que pintó a la mujer morena y Don Ramón María del Valle-Inclán, ya manco aquel año, personaje fundamental en esta historia.
VALLE, EL ALCAHUETE

La correspondencia viajaba entre Madrid y París con frecuencia. El marajá insistía y la cupletista no se atrevía a dar el paso definitivo. La idea le hacía tilín, pero le costaba decidirse. Todo su entorno la animaba, pues la vida que se presumía al lado de uno de los hombres más ricos del mundo, no era nada desdeñable. Un día, Anita le pidió al novio de su hermana, el pintor Leandro Oroz, que le llevara una carta a Correos. El destinatario, por supuesto, era el marajá que seguía residiendo en París. Antes de pasar por la plaza de Cibeles, el pintor recaló en el Kursaal y comentó el encargo que había recibido. Mostró la carta y Valle-Inclán la abrió. ¡Qué disparate! La misiva estaba llena de faltas de ortografía, sin ninguna frase hermosa que encandilara al indio… Ni corto ni perezoso, pidió pluma y papel y escribió la carta de amor más bella que Anita jamás pudiera imaginar. Un auténtico poemario de amor. Los que conocieron el texto coinciden en señalar que estaba lleno de metáforas preciosas, compromisos sinceros de amor, entrega absoluta. En la carta redactada por el alcahuete Valle-Inclán y firmada falsamente por Anita, la muchacha daba el sí definitivo al marajá. El gallego manco parece que justificó su bellaquería diciendo: “¡Hay que hacer algo! ¡Que Anita llegue a casarse con el marajá es cuestión de patriotismo, señores míos, sólo patriotismo! ¿Somos o no somos patriotas? Y de paso nos vengamos de los ingleses por habernos robado Gibraltar”.
Y ya no hubo vuelta atrás. Anita viajó a París y allí se casó en una ceremonia civil con Jagatit Singh. Días después viajaron hasta Kapurthala, y en suelo indio se celebró el matrimonio por el rito sij. Anita apreció en el escenario de la boda a lomos de un elefante engalanado con mantos y piedras preciosas, digno de tal ocasión. Los festejos para conmemorar el enlace entre el marajá y su nueva esposa duraron 10 días.

Anita nunca perteneció al harén de Singh, formado por 500 mujeres. Ella tenía trato especial por ser “la europea”. En sus memorias, publicadas en 1915, contó su vida en tierras tan lejanas. Hacía lo que un hombre, escribió: viajaba, cazaba, vestía a la europea y, cuando me aburría, me ponía a cantar flamenco, algo que entusiasmaba a los indios. Viajó por toda India, el palacio que el marajá tenía al pie de la cordillera del Himalaya, el desierto de Thar, Vodhpur, Udaipur y la ciudad rosa de los elefantes de Jaupur. También recorrió, junto a su esposo, los Estados Unidos, Sudamérica y buena parte de Europa. Tuvieron un hijo, Ajit Bahadur, que aprendió español y las costumbres del país de su madre, entre ellas, su afición a los toros y a la comida, sobre todo, los huevos fritos con chorizo.
Pero el amor, materializado en esa pluma a modo de flecha que Valle Inclán envió a París para unir los dos corazones, se marchitó en 1915 y el matrimonio se disolvió.
Anita regresó a Madrid con una más que jugosa pensión que el marajá le enviaba todos los meses y que le permitía vivir con gran desahogo. Compró un piso en la calle del Marqués de Urquijo y lo decoró con alfombras orientales, muebles estilo Luis XIV, esculturas, pinturas y ornamentos traídos desde la India, donde pasó sus últimos años y donde recibía a sus amantes españoles, entre ellos, el torero Juan Belmonte.
Murió de una afección cardiaca en 1962.
A MODO DE EPÍLOGO
Un rastro de la vida de Anita Delgado y su vida en la India se puede ver en la basílica de la Victoria, en Málaga. La cupletista, devota de la virgen de su ciudad natal, mandó tejer un manto suntuoso, repleto de hilos de oro, piedras preciosas y otros ornamentos propios de la riqueza en la que vivía, para que la virgen lo luciera, en agradecimiento por el nacimiento de su hijo, un parto difícil en tierras extrañas y que, sin duda, se había resuelto con satisfacción, gracias a la intermediación de Nuestra Señora de la Victoria. Pero las camareras de la virgen nunca se lo pusieron. No podían aceptar el regalo de quien había renunciado a la religión católica y que había llevado una vida tan poco ejemplar para una mujer española, por muy princesa que fuera. La patrona de Málaga nunca vistió el opulento manto. No obstante, se encuentra expuesto en una urna de cristal para maravilla de los visitantes.
La riqueza, la ostentación, el lujo y la vida disoluta no son siempre del agrado de todos.
Gabriel Sánchez
Anita Delgado canta en esta grabación La vendedora y Tango de la pipa (1908):
