Semanario Cultural

Modernas inquisiciones y sus herejes actuales

UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS

Cada año, desde hace ya algún tiempo, es un fijo en las quinielas del Nobel de Literatura, pero cada año vuelve a quedar aparcado para la edición siguiente. Nos referimos al escritor rumano Mircea Cartarescu, al que citan en LA LECTURA, no para hablar del Nobel (del premio al noruego se ocuparán los suplementos la semana próxima, que esta les ha pillado con las galeradas en imprenta), sino para recoger su extrañeza por la incomprensión de sus alumnos frente a la ironía: “No he impartido nunca una clase sin sentir la necesidad de bromear con los que tenía frente a mí. Y siempre, indiferentemente de su grado de preparación, me he llevado la misma sorpresa desalentadora. Mis mejores bromas (las que exigían también un sentido del humor más sutil) no le hacían gracia a nadie, mientras que cuando, asombrado, bajaba el nivel y decía algo propio del folklore infantil, me recompensaban unas inesperadas carcajadas.”

En el suplemento citado, Darío Prieto cuenta que vivimos tiempos de “literalidad”, un fenómeno que condensa en el título de su artículo: “Tiempos estúpidos: tomarse todo al pie de la letra”, que es todo un lamento por aquello que estamos poco a poco perdiendo: el aprecio al valor de las metáforas, las enseñanza que nos ofrece la ironía o la luz del sentido figurado. O sea, que nos estamos volviendo “literales”, lo que terminará matando la obra artística. 

De esta plaga, escribe el periodista, además del siempre citado para estos casos, el Nabokov de Lolita, no se libran ni Platón ni Picasso, “por machistas”, ni Angélica Liddell, “acostumbrada a que la fundan –y confundan– con el contenido de sus obras”. Y vuelve el periodista a citar a Cartarescu cuando habla de Nabokov y se pregunta sobre cuántos lectores actuales son sensibles a las conexiones sofisticadas que plantean en sus obras autores como el ruso: “Me pregunto cuántos tienen la cultura necesaria para aprehender las alusiones, las referencias y la intertextualidad de cualquier fragmento de buena literatura”.

Si la semana pasada hablábamos de la proliferación del yo en la novela actual, de la autoficción como tema recurrente de la discusión literaria actual, no lo es menos el debate sobre la cancelación, sobre su “hermana”,  la corrección política, desde esa lectura “literal” de las obras literarias a las que alude ABC CULTURAL. Es el tema central de esta semana, cuando se pregunta por los herejes de este tiempo al hilo de los 25 años de la publicación de la novela de Miguel Delibes El hereje. Publica artículos de José F. Peláez (“la tan cacareada guerra cultural esconde, de fondo, una profunda falla espiritual, la de ser incapaces de convivir sin imponerse, la del desprecio profundo al otro, la incomprensión dogmática…”) y de la escritora Ariana Harwicz: “La primera víctima del totalitarismo es el lenguaje, la única diferencia con el siglo XX ahora es que los artistas la aceptan”, sostiene. Y cita como ejemplo de estos tiempos de corrección a editoriales que se llaman independientes (no nombra ninguna) que piden textos “correctos” a los autores que empiezan, “aunque no a los consagrados” (y en este punto cita a Cercas y Despentes, sin que entendamos muy bien la conexión). Karina Sainz Borgo cierra el dossier hablando de “alambradas y cruces contra los que piensan por sí mismos”, con menciones a Rushdie, víctima del integrismo religioso, y Mandelstan, perseguido por el comunismo; intento de cancelación estos de una transcendencia diferente, más dramática, aunque se los siga leyendo. Como le ocurrió a Lorca, aunque no aparece mencionado.

Que el fenómeno de la cancelación no es nuevo lo ejemplifican las palabras que dejó escritas Milan Kundera cuando, alarmado, y visionario, observó cómo se encoge, “vigilada como está por el tribunal del conformismo general, la libertad de pensamiento, la libertad de las palabras, de las actitudes, de los chistes, de las reflexiones, de las ideas peligrosas, de las provocaciones intelectuales”. La cita la recogemos del artículo que firma Ignacio Echevarría en EL CULTURAL, donde recuerda que Kundera sostenía que Kafka nos legó dos palabras-concepto “indispensables hoy para la comprensión del mundo moderno”: tribunal y proceso. El tribunal sería la fuerza de una opinión pública constituida, a través de los medios de comunicación – y en la actualidad a través de las redes, añade Echevarría– en un dispositivo siempre dispuesto a juzgar al acusado en cuestión no en atención a `un acto aislado, a un crimen determinado (un robo, un fraude, una violación), sino al conjunto de su personalidad´. Y concluye: el proceso incoado por el tribunal es siempre absoluto. ¿Les suena?

El magisterio de Italo Calvino 

Llegados a este punto viene bien recordar lo que defendía Italo Calvino, que en la vida hay grandes líneas rojas que toca defender con noes extremos si hace falta, pero a partir de ahí es sabio considerar argumentos y virtudes de distintos puntos de vista. La posición moral del escritor italiano la trae a colación en BABELIA Andrea Rizzi, que firma un extenso perfil del escritor italiano con motivo de los cien años de su nacimiento. 

Uno de esos noes – y uno de los más fantásticos que pueden hallarse en la literatura mundial, escribe Rizzi– lo pronuncia Cosimo Piovasco, protagonista de El barón rampante, cuando con doce años se niega a comerse unos caracoles y, ante la insistencia paterna, decide subirse a una encina de la villa familiar. “¡Ya verás cuando bajes!”, le grita el padre. “¡no bajaré nunca!”, replicó el joven barón… y mantuvo la palabra. 

Rizzi aborda el perfil de Calvino desde lo que habrían sido sus noes: “Tal vez sean algunos grandes noes (…) los faros que mejor definan la geografía de nuestras vidas, el perfil de nuestras almas. Desde luego así fue para Cosimo, y hay motivos para pensar que para Italo también. Como su personaje, el autor (…) también pronunció grandes noes y exhibió una indomable independencia. De esos noes brota la estatura literaria e intelectual por la que hoy sigue siendo esencial leer a Calvino”. Dijo no al fascismo, contra el que luchó en una brigada partisana comunista, que inspiraría su primera novela, El sendero de los nidos de araña (“la Resistencia me trajo al mundo, incluso como autor”). Y también dijo no al comunismo filosoviético, abandonando el PCI en 1957, después de enfrentarse a la dirección, y de la que El barón rampante es reflejo, recuerda Rizzi. Y a los noes políticos sumó los literarios, “sobre todo, un rechazo a permanecer en territorios conocidos”. Calvino escribió desde el neorrealismo El sendero de los nidos de araña; transitó la fábula fantástica con la trilogía Nuestros antepasados, de la que forman parte El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente, y la narrativa reflexiva, “en la que relato y ensayo se funden en uno”, y entre la que destaca Las ciudades invisibles, cuyo relato final es citado para definir su pensamiento: “El infierno de los vivos no es algo que será; si hay uno, es aquel que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.

La cita del final de Las ciudades invisibles es muy mencionada, pero el propio autor invitó después a no desligarla del pasaje que la precede, advierte Rizzi. “Citan las últimas líneas, aquellas referidas al infierno, mientras que poco antes está el pasaje de la utopía discontinua que le da sentido a todo el discurso”, diría Calvino en 1973. Se refiere a cuando Marco Polo comenta al Kublai algo iluminador: primero menciona destellos de belleza captados aquí y allá y después sugiere que la ciudad perfecta está “hecha de fragmentos mezclados con el resto, de instantes separados de intervalos”. Hallamos aquí una invitación a buscar la verdad y la belleza por doquier, en el espacio y en el tiempo, sin dogmatismos ni rigideces, con la apertura mental que le distinguió. Con levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, utilizando los valores para el nuevo milenio que fijó en el ciclo de conferencias que tendría que haber pronunciado en Harvard en 1985 y no pudo, al fallecer repentinamente semanas antes de la fecha prevista. Gran ensayista, su libro ¿Por qué leer a los clásicos? es un destello de lucidez literaria del que aprendemos a leer aquellos libros que así son considerados, a los que definió tan certeramente: “un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. 

En LA LECTURA, Jordi Corominas señala como uno de los principlaes hitos en su carrera literaria el traslado a París en 1967: “La literatura italiana tenía una serie de nombres imprescindibles como Moravia, Gadda, Pasolini, Montale, Morante. Calvino iba por libre, como simboliza su mudanza a París el año previo al mayo francés (…) donde contactó con el grupo de vanguardia OuLipo, entablando una amistad muy provechosa con Raymond Queneau y Georges Perec. Este estímulo fue la guinda para la concepción de su Obra, que mezclaría, siguiendo el tono de la época, la semiótica y el estructuralismo con la devoción borgiana…

Efectivamente, entre los autores que admiró estaba este ya clásico del siglo XX, como lo es el propio Calvino, Jorge Luis Borges, admirado en Italia lo que le lleva a preguntarse en un texto publicado en ¿Por qué leer a los clásicos?: “¿qué es lo que ha determinado el encuentro entre la cultura italiana y una obra (la de Borges) que encierra en sí un conjunto de patrimonios literarios y filosóficos en parte familiares para nosotros, en parte insólitos, y los traduce en una clave que desde luego estaba muy alejada de las nuestras?” Y la respuesta del Calvino, finísimo observador, es que se ha reconocido en Borges “una idea de la literatura como mundo construido y gobernado por el intelecto. Esta idea va contra la corriente principal de la literatura mundial en nuestro siglo, que toma en cambio una dirección opuesta, es decir, quiere darnos el equivalente de la acumulación magmática de la existencia en el lenguaje, en el tejido de los acontecimientos, en la exploración del inconsciente”.

De la historia literaria a la actualidad de la historia

Siguen los suplementos reseñando las principales novedades editoriales del otoño. Esta semana nos fijamos en Cartas a Camondo, de Edmund de Waal, en la que se relata la peripecia del coleccionista parisino Moïse de Camondo y su familia judía sefardí, durante la ocupación alemana de Francia. “Combina el drama con los detalles, dentro de una amalgama de historia y reflexión personal que absorbe desde el principio hasta el fin. Todos los que leyeron con placer el primer libro de De Waal, La liebre con ojos de ámbar. Una herencia oculta (…) no tendrán ni un solo motivo de queja”, escribe Luis M. Alonso en ABRIL, que nos recuerda que la Revolución francesa había liberado a los judíos, dándoles la ciudadanía por lo que los más emprendedores acudieron masivamente a París; los Camondo lo hicieron desde Constantinopla y progresaron, haciéndose inmensamente ricos con la banca y el comercio, a la vez que practicaban el mecenazgo. Construyeron magníficas casas alrededor del parque de Monceau, donde el narrador de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido jugaba con Gilberte, la hija de Charles Swann, y las poblaron de obras de arte. 

En BABELIA, Sergio del Molino recomienda encarecidamente que antes de leer este Cartas a Camondo, que “empieza en los salones de En busca del tiempo perdido y termina en Auschwitz”, conviene leer La liebre con ojos de ámbar, la obra maestra de su autor, “pues muchas alusiones pueden sonar desconcertantes u oscuras al lector lego. Pero incluso quienes, contra mi consejo (pocos libros he recomendado más que La liebre…, y pocas veces he recibido tantos agradecimientos por la recomendación), decidan lanzarse al palacio de Camondo sin conocer antes los netsukes de Charles Ephrussi (la persona real que inspiró el Swann de Proust), encontrarán en esta pieza de literatura de cámara, de retórica esquiva y minimalismo elegante, una emocionantísima inmersión en ese mundo que quizá no esté perdido, pero sí roto y diseminado en pedazos”. Hay, nos cuenta, ecos de Sebald, citas de Proust, brindis a Roth e invocaciones a Benjamin: “De Waal se reconfirma como un maestro de ese género con el que los escritores europeos se palpan los traumas del mundo de ayer y demuestra que la mejor literatura es la inesperada e involuntaria, la que escribe un ceramista mientras visita un museo”.

Y una coda periodística

Desde que leímos su fascinante No digas nada, un libro de periodismo narrativo dedicado al conflicto norirlandés a partir de un secuestro llevado a cabo por el IRA, Patrick Radden Keefe figura entre nuestros favoritos del género. Ahora publica Maleantes, “12 historias reales de estafadores, asesinos, rebeldes e impostores hilvanadas con las mejores técnicas narrativas del suspense creando la tensión necesaria para no querer dejar de leer este libro”, según escribe Quim Barnola en ABRIL, de las que destaca su virtuosismo en el control y estructura del relato con golpes de efecto y giros de guion que atrapan al lector. Además, Keefe trata de comprender las causas que motivaron los crímenes a través de entrevistas en profundidad con el entorno, “y en este camino topa una y otra vez con la gran pregunta: ¿es la maldad intrínseca al hombre? (…) La maldad es quizá el último grado del ser o el no ser. A pesar de ello, en los casos expuestos, salvo alguna excepción, no hay una voluntad gratuita de ejercer el mal. Suele haber un motivo mucho más prosaico, el dinero”.

Muy alejado del punto de vista objetivo que utiliza Keefe en sus libros está el de Gregorio Morán a la hora de retratar personajes de la vida política española o periodos como la Transición. Ahora le ha llegado el turno a Felipe González, y no estamos ante una biografía convencional, según escribe en su reseña Rafael Núñez Florencio en ABRIL, que menciona tres razones para argumentarlo: “a Morán no le importa lo más mínimo el personaje en todas sus facetas, sino solo el político; tampoco le interesa su trayectoria global sino el periodo escueto –catorce años– en que desempeñó la presidencia del Gobierno, y, por último, pero lo más importante, pues da el tono y sentido al libro, porque el enfoque de Morán no solo huye de la asepsia o la neutralidad sino que se sitúa en el extremo opuesto, hasta el punto de que el autor hace de fiscal y juez y convierte su análisis del dirigente y de la época en un alegato inmisericorde del felipismo. En este «Felipe González. El jugador de billar» estamos, por tanto, ante un foco centrado casi exclusivamente en la corrupción felipista, según explica Núñez Florencio. A Morán no le ha sido fácil encontrar editor para la publicación de su libro, puede que debido a su afán iconoclasta, pero el destino, gran escultor, ha dispuesto situarlo en la actualidad política, abanderado ahora Felipe González de los antaño sus rivales políticos por una causa común.

Y, para terminar, una referencia al libro que acaba de publicar Alfonso Guerra, La rosa y las espinas, del que, en EL CULTURAL, Luis María Anson escribe con su acostumbrada admiración. Dice el antaño miembro del sindicato del crimen (el que quería acabar con el felipismo, ¿recuerdan?) e informador de su existencia, que Guerra “ha publicado un libro equilibrado, con grave acento de verdad”. Coincidió con Guerra en el jurado de un premio y advirtió enseguida un “conocimiento literario de lo que decía, objetividad en el juicio y sagacidad en el análisis”. Y desde este conocimiento que advierte deduce: “Tal vez lo suyo sea la política, pero hubiera triunfado en el teatro de haber continuado los escarceos iniciales que tan vivamente interesaron al exigente público literario de Sevilla” (sic). Nadie como Anson para el elogio, de mismo modo que puede elevar a Isabel San Sebastián a la altura de Marguerite Youcenar, se lamenta ahora por haber perdido ese Ibsen (o Calderón) que apuntaba a ser Alfonso Guerra.

                                                                                                 E. Huilson

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