Un soldado llama a la puerta
Había ajetreo aquella mañana soleada de mayo de 1940 en la casa situada en el número 28 de la rue Paul Valery, en el distrito 16 de Paris. Su inquilina lo había dispuesto todo para salir de viaje. Las doncellas iban de un lado a otro cubriendo muebles con grandes telas de color blanco, sacando vestidos y zapatos y depositándolos en un baúl que permanecía abierto en medio del salón, recogiendo y guardando en armarios recortes de periódicos, fotografías a color, revistas ilustradas, limpiando y ordenando en estanterías y vasares platos, vasos, fuentes… No había tiempo para el entretenimiento banal.
La señora, mientras tanto, observaba el ir y venir cotidiano de la calle a través del balcón del salón principal. En su mirada, que parecía perdida y lejana, se adivinaba una elevada dosis de nostalgia y tristeza, dos características de su fuerte personalidad desde hacía años, aguzadas en esta ocasión por el destino trágico que se cernía sobre la ciudad. El ejército alemán había pisado suelo francés y era cuestión de días ver desfilar a los soldados de la Wehrmacht por los Campos Elíseos. La casualidad, o tal vez no, había hecho coincidir el casi seguro armisticio de las autoridades francesas frente a la ocupación alemana, con una gira que la llevaría por algunas ciudades del sur del país. Toulouse sería su primera parada, a la espera de acontecimientos.
La sacó de su ensimismamiento la rápida llegada y la detención con un chirrido de un jeep del ejército que había parado frente a su portal. De la puerta lateral derecha vio salir a un soldado con unos papeles en la mano. Extraño comportamiento, pues, que ella supiera, en el edificio no había ningún militar que estuviera aguardando órdenes o documentos urgentes, dada la situación por la que atravesaba el país.
En medio del ir y venir que se respiraba en aquella casa, el timbre sacó a todos sus habitantes de la rutina. ¿Quién llamaba a la puerta? Una de las criadas entró en el salón. La señora, expectante:
-Madame, un joven soldado solicita con urgencia verla.
– ¿A mí? Dígale que pase.
Aquel soldado, no tan joven, entró en la sala con cierto aire marcial, seguramente adquirido durante la instrucción a la que había sido sometido semanas atrás. Casi, casi, ni se presentó.
– Señora Piaf, soy Michel Emer. Salgo para el frente dentro de unos minutos. Pero antes de partir no he podido resistirme a la tentación de traerle esta partitura que he compuesto para usted. Creo que es la cantante ideal para interpretarla. Quiero que la escuche ahora.
– Señor… (no recordaba el nombre que acababa de escuchar) me voy de gira esta misma mañana. Mi repertorio está completo, no necesito ninguna partitura nueva.
– Le pido por favor que me deje interpretarla, serán solo unos minutos. Abajo me esperan mis compañeros para partir. El fusil lo he dejado en el coche por no entrar en la casa de una dama tan distinguida armado.
Aquella respuesta casi emocionó a la cantante que vio en el sentir del soldado un rasgo de tesón y sinceridad. Pero insistió:
– Ahora no tengo tiempo. Tal vez a la vuelta…
La respuesta del militar fue contundente:
– Es que no sé si volveré. Y quiero que la escuche antes de que me vaya. Seguro que le gustará.
La cantante se vio obligada a pedir al visitante inesperado que se sentara al piano. Cuando escuchó los primeros acordes, ya se veía en el escenario interpretando con su gutural voz la melodía y gesticulando con sus pequeñas manos lo que la letra quería transmitir.
– Me la quedo. Ya hablaremos a la vuelta, porque volverá.
– Mi firma va en la partitura, por si no vuelvo.
Y el soldado volvió del frente. La canción que interpretó aquella mañana de mayo en la casa de Edith Piaf, minutos antes de salir para defender lo que quedaba de la Línea Maginot, era El Acordeonista, uno de los éxitos más célebres del Gorrión de Paris.
Michel Emer siguió colaborando con Edith Piaf a lo largo de la década de los 50 y le compuso éxitos como J’ m’ en fous mal, Bal dans ma rue, o A quoi ça sert l’ amour?, canción que Edith Piaf hizo famosa interpretándola junto a su segundo marido, el cantante Theo Sarapo.
Pero Emer no sólo compuso para la diva parisina. Sus creaciones se escucharon en las voces de Carlos Gardel, Luis Mariano, Yves Montand o Maurice Chevalier.
GABRIEL SÁNCHEZ
Edith Piaf canta L’accordéoniste en 1954 (imágenes del archivo del Institut National de l’Audiovisuel INA):
No tenía ni idea…me ha encantado esta historia!
Bonita historia y gran canción, en la voz de la Piaf.