Gertrude Bell, una británica en ‘Mesopotamia’

UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS
El genocidio, o crimen de guerra, o brutales matanzas, o como se quiera denominar a las masacres de palestinos por parte del ejército israelí en los dos últimos años como respuesta a los secuestros y asesinatos de israelíes del 7 de octubre de 2023 por parte de Hamás, ha puesto de nuevo en el centro de la atención del mundo una región que fue diseñada durante el siglo pasado por la política exterior británica, siempre ambigua para preservar sus intereses a costa de perpetuar un conflicto que parece no tener solución. Un documento del 5 de agosto de 1948 desclasificado por la CIA que publicó el periódico egipcio Al-Musawwar corroboraba esa doble estrategia británica de aparentar apoyo a los árabes mientras facilitaba la creación del Estado de Israel, generando desconfianza mutua y los consiguientes conflictos persistentes. Una política que desde la Declaración Balfour en 1917 Gran Bretaña impulsó favoreciendo la migración judía a Palestina e incumpliendo así las promesas hechas a los árabes tras su apoyo contra el Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial. Según el sionismo ganaba fuerza, el gobierno británico aprovechaba para mantener el control sobre la región, provocando tensiones irreversibles entre judíos y árabes.
Es en este marco colonial, cuando en 1921 se convoca la Conferencia del Cairo, en la que tuvo un especial protagonismo nuestro personaje literario de hoy: Gertrude Bell, participante destacada en dicha conferencia, en la que se establecieron las fronteras de Iraq y Jordania. Una reunión dirigida por Winston Churchill, y la participación, además de Gertrude Bell, de Percy Cox, y T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia) entre otros.

El escritor francés Olivier Guez ha novelado, bajo el título Mesopotamia, la vida de Bell, novela que reseña en Abc Cultural Mercedes Monmany, que se pregunta “¿cómo es posible que se borrara casi totalmente de la tormentosa historia y anales de Oriente Medio a esta mujer fabulosa que representó toda ella un inaudito y sin cesar sorprendente compendio de su tiempo?”.
Bell, cuenta Monmany, fue una aventurera incansable y exploradora, que sintió desde muy pronto “la llamada’ de Oriente”, y en concreto Oriente Medio, que, como dirá Guez en su libro, “vuelve a ser el ombligo del mundo, como lo fue en tiempos de Alejandro Magno y de César, de los primeros califatos árabes y de la Ruta de la Seda”-
“La reina del desierto” espiaba para Londres
Gertrude Bell fue arqueóloga, pero también una espía al servicio del Imperio Británico. Hablaba árabe y persa y ya de joven leía con fervor el Times “que propugnaba la expansión, convirtiéndose en una fogosa y convencida imperialista, como el joven Winston Churchill o Kipling” –recuerda Monmany– representando a la vez “la figura de una idealista trágica, al modo de su buen amigo Lawrence de Arabia, a quien sí le tocó gozar de la fama y la gloria, en los mismos territorios, que a ella se le negaría”.

Se la conocía por el apodo de “Reina del Desierto”. Era hija de un rico industrial, y nunca llegó a casarse, y jugó, según se cuenta en Mesopotamia, “un papel de primera importancia diseñando las fronteras de Oriente Medio durante la Primera Guerra Mundial (…) En una zona donde ya se empezaba a oler ávidamente el poder del petróleo por todas partes, Gertrude Bell, que no pecaba precisamente de modesta, como diría su colega, el espía Philby, decía sentirse como ‘la comadrona del país que va a nacer’, instalando la dinastía hachemita en el trono de Irak”.
Mesopotamia es también un repaso por la historia de la primera mitad del siglo XX. A mitad de la Primera Guerra Mundial, escribe la reseñista de Abc Cultural, los ingleses veían que el frente occidental no avanzaba, caían bombas sobre Londres y la invasión de la península turca de Galípoli había sido un desastre. Es la guerra total de los Imperios. Se trataba de descabezar el Imperio turco y obligarlo a rendirse, tomando la capital indefensa, para a continuación, desde el Mar Negro, remontar el Danubio hacia Austria y Alemania, y, como escribe Guez, “clavar el puñal muy cerca de los órganos vitales del monstruo y así acortar la guerra”. Esa sería la apuesta del primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill y en ese contexto escribió Bell: “Estos días estoy feliz, mi trabajo me apasiona y Bagdad me gusta. Mis colegas creían que iban a conocer a mujeres como Sherezade, como las sensuales cortesanas de los pintores orientalistas. Pobres… Más les valdría aprender árabe”.
Cuando en marzo de 1917, un cuerpo expedicionario británico entró en la capital de Mesopotamia, Bagdad, expulsando a los turcos, el general Stanley Maude proclamó ante los habitantes de la ciudad tomada, “un público formado por religiosos con turbante verde, notables suníes, jeques chiíes, mujeres con velo negro, caldeos, sabateos, judíos, cristianos ortodoxos, hablando árabe, turco, kurdo, persa, hebreo o armenio”, a ese público multilingüe de distintas religiones les dijo: “Nobles árabes, venimos como libertadores, no como conquistadores ni como enemigos. Vuestra ciudad y vuestro país han sufrido la tiranía de extranjeros, vuestros palacios están en ruinas y vuestros jardines abandonados. Gran Bretaña os promete que prosperaréis como cuando Bagdad era una de las maravillas del mundo”. Esa ciudad, Bagdad, que Bell consideraba británica, la vio morir y su funeral fue multitudinario. Era “profundamente conservadora y antisufragista”, según Monmany, y posteriormente, durante muchos años, una desconocida hasta que la descubrió el francés Guez “al contemplar por azar la foto de una mujer, entre cuarenta hombres, tras aquella Conferencia del Cairo que estableció el plan de control británico en Irán y en Transjordania”. Y se decidió a contar su historia en Mesopotamia.
Las Mil cosas de Tallón

Nos encandiló a un buen número de lectores el escritor Juan Tallón con su Obra maestra, que así tituló la novela en la que contaba la desaparición de una obra del escultor Richard Serra; y trata de volver a hacerlo con Mil cosas, una novela que leída la crítica de Santos Sanz Villanueva podríamos denominar como costumbrista, pero en el mejor sentido del término. Leamos lo que escribe el citado crítico en El Cultural: “Si la palabra costumbrismo no tuviera tan mala prensa, escribiría sin pensarlo dos veces que Mil cosas es una novela costumbrista. Eso sí, añadiría de inmediato que Juan Tallón ejecuta un costumbrismo sagaz e irónico, propio de alguien que aplica al mundo una mirada penetrante capaz de calar en el fondo que suele escamotear el aspecto más superficial de la realidad”. (¡Ufff! oímos exclamar a algunos de los seguidores de Tallón una vez hecha la aclaración).
Nos explica el reseñista que la obra tiene el mérito de ir contando anécdotas sabrosas “que por sí mismas nos atraen; jugosas peripecias que tienen, además, la virtud de ser bastante corrientes y de aparecer sin mayores complicaciones formales”. Estas peripecias, “menudencias” según el crítico, son las que conforman el día a día de una pareja sobre el trasfondo cargado de un más o menos convencional simbolismo de un tórrido día veraniego –justo vísperas de las vacaciones– en el que menudean los difuntos por la dichosa ola de calor.
Los protagonistas son Travis, un periodista al que nos muestra en los apuros del día de cierre de la revista donde trabaja, un tipo un tanto histérico, que “anda liado en equívocos, despistes y malentendidos que él mismo se procura”, y Anne, que se ocupa en labores administrativas en una despótica empresa comercial. Y completa la estampa familiar un bebé, Iván, de pocos meses, “a quien ninguno de ambos le dedica más estricta atención que los convencionales arrumacos consuetudinarios”.
A través de la pareja explora Tallón la cotidianeidad con sus “complicaciones familiares, rutinas domésticas, aseo expeditivo, sexo fugaz, precariedad alimentaria remediada con platos preparados en el supermercado, prisas a todas horas, hábitos oficinescos, malquerencias laborales, millones de mails, una absurda y desquiciante estafa digital o historietas peculiares en la confección de la prensa”. Consigue así una refutación total de las muy vanas congojas que nos traen a maltraer en estos tiempos que corren, a la vez que una crítica del mundanal ruido y reivindicación de la vida sosegada.
Sobre la creación de estos personajes, Sanz Villanueva opina que “no puede hablarse de caracteres con hondura psicológica, pues bordean la caricatura, pero funcionan como ideaciones imaginativas suficientemente individualizadas”, pero a la vez resalta que sí consigue la novela, con sus buenas dosis de humor que permita “pasarlo bien sin romperse la cabeza en buscarle tres pies al gato”.
Quince años. Las consecuencias de una guerra

El escritor vasco Ramiro Pinilla publicó en 1990 Quince años, novela que ahora se reedita, en la que se cuenta una historia ambientada en Getxo durante la guerra civil española que tiene como personajes principales a Manuel Goenaga, un maestro que ha sido excarcelado por orden del alcalde, Benito Muro, con la intención de que se reincorpore a su puesto. Los dos hombres, ya adultos, militan en bandos contrarios –el primero en el de los vencidos y el segundo en el de los vencedores–, pero de niños fueron amigos y en la adolescencia Manuel salvó a Benito de morir ahogado. A partir de esta excarcelación transcurre una historia a la que se suman una antigua novia del primero, la madre, y otros personajes con los que convivió en la adolescencia.
Destaca Ascensión Rivas, en la reseña de la obra en El Cultural, cómo Ramiro Pinilla muestra en esta novela la mala conciencia que asalta a los supervivientes de la guerra; el dolor seco de las madres cuyos hijos murieron fusilados; la realidad de los que permanecían ocultos hasta que alguien, envenenado por del odio y la venganza, los delataba… En definitiva, cómo en la guerra uno se acostumbra a todo, incluso aunque haya sido testigo del pecado más atroz a una edad incontaminada –por ejemplo, a los quince años– porque, como dice Manuel, `todos hemos sobrevivido a la pérdida de la inocencia”.
Pinilla cosecharía un gran éxito de lectores y críticas con la trilogía Verdes valles, colinas rojas, entre 2000 y 2004, aquella alegoría vasca de entre finales del siglo XIX y la llegada del franquismo, donde opone un mundo que se resiste a desaparecer y otro que llega para sustituirlo.
Y recuerda Rivas la definición de Fernando Aramburu sobre la narrativa de Pinilla, en la que dijo observar un predominio del fondo sobre la forma, lo que no significa que descuidara su estilo. “Al contrario; la escritura de Ramiro Pinilla es vigorosa, precisa, y resulta idónea para representar la conciencia interna de sus personajes”, concluye la reseña.
E. Huilson

Como siempre, buen resumen y especialmente atractivo el correspondiente al oriente medio.