Richard Ford y el adiós al “periodista deportivo”
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS
“Me llamo Frank Bascombe y soy periodista deportivo.
Durante los últimos catorce años he vivido aquí, en el número 19 de Hoving Road, Haddam, Nueva Jersey, en una gran casa estilo Tudor que compré cuando le vendí un libro de relatos a un productor de cine por un montón de dinero, y parecía que mi mujer y yo, así como nuestros tres hijos –dos de los cuales aún no habían nacido–, podríamos empezar a vivir mejor”. Así se presentaba en la novela de su nacimiento Bascombe, el ya mítico personaje de Richard Ford, que les sonará a los que merodean por este Patio, un tipo del que tuvimos noticia aquí en España hacia 1990 (en 1986 en EEUU), conocido como El periodista deportivo, que había ganado una buena pasta como cuentista y luego vimos deambular por El día de la Independencia y en Acción de Gracias, y en quien la crítica vio enseguida un alter ego del propio Ford, creador de esta criatura que ya forma parte de la mejor ficción norteamericana, pues como escribe en CULTURA/S Mauricio Bach, Bascombe “juega en la misma liga que Harry Conejo Angstrom, cuyas peripecias nos contó John Updike (…) y que el Nathan Zuckerman de Philip Roth, otro cicerone que nos guio por la realidad estadounidense”.
Con El Día de la Independencia Ford se llevó el Pulitzer y el PEN/Faulkner; por entonces Bascombe aún tenía mucho recorrido por hacer. En Sé mía, la que parece la última aventura del personaje, nos encontramos con un Frank de setenta y cuatro años, que ve su pasado como “una sucesión gradual de acontecimientos, a veces inadvertida, a través del tiempo, en la que no ha ocurrido nada grandioso, pero tampoco nada insuperable, y en general todo ha ido bastante bien”; evoca la muerte de un hijo, dos divorcios y un cáncer, amén de un disparo en el pecho con un AR-15: “he estado a punto de morir, pero me salvé de milagro. He sobrevivido a huracanes y a lo que algunos llamarían una depresión (fue leve, si es que en realidad lo fue). Sin embargo, nada me ha hundido hasta el fondo, por lo que concederme un merecido retiro me pareció una buena idea”.
En Sé mía –según resume Bach– se ve de pronto convertido en el cuidador de su hijo Paul, de cuarenta y siete años y enfermo de ELA. Ambos deciden emprender un viaje, en una suerte de road movie en formato novelístico, con un recorrido por la América profunda y trumpista. Y entiende que “el personaje ha ido creciendo y ganando en matices. No solo eso, también ha evolucionado la prosa de Richard Ford. La austeridad inicial –recordemos que apareció junto con Raymond Carver como un representante de lo que se llamó realismo sucio o minimalismo– ha ido dando paso a un tono más introspectivo y armonioso”.
De este Bascombe en retirada también se habla en EL CULTURAL en la crítica que reproduce de Dwight Garner en The New York Times, titulada “La última aventura del deportista deportivo”, y en la que leemos: “Los hombres a los que mira boquiabiertos no son ogros o no del todo. A medida que Frank pasa de la literatura deportiva a la inmobiliaria (…) ha ido adoptando una visión cada vez más a largo plazo de la condición humana. Su Estados Unidos es una gran carpa. Los torpes y los viejos, bueno, tienen virtudes que los redimen, al igual que todos los demás. A la manera estadounidense, cada alma errante es un cliente en potencia.” Garner no tiene dudas del valor literario de Ford, al que ve como “parte de la élite de escritores estadounidenses del último medio siglo, y este libro es una prueba de sus dotes: los verbos resonantes, la visión nítida, el catálogo de despropósitos, el razonamiento rápido, su sentido del daño (casi siempre involuntario) que los seres humanos nos infligimos unos a otros y de cómo las mayoría de nuestras heridas internas no llegan a cicatrizar”. Pero sobre esta última entrega no ahorra tampoco críticas: “es la más floja y menos persuasiva” (…) Demasiados extraños irrumpen en soliloquios imprevistos, y a veces cursis”. Aun así, Garner termina la reseña esperando que Sé mía “no sea realmente su final. Dios no quiera que pierda su sentido del humor, pero parafraseando a Leonard Cohen, lo quiero más negro”.
Despedida en azul mediterráneo
Pasemos del negro humor que Garner pide a Ford al azul mediterráneo de uno de sus mejores pintores descriptivos: Manuel Vicent. El novelista, y reputado articulista, publica Una historia particular. Por tal motivo BABELIA lleva su retrato a portada y Paco Cerdá lo entrevista a su manera. Entre otras cosas, Cerdá le preguntó a Joan Manuel Serrat qué le había enseñado de ese mar el escritor valenciano, a lo que el cantante de Poble Sec le respondió con un poema que empieza así:
El mar Mediterráneo de Vicent desborda la paleta de Sorolla
y borracho de azahar en primavera
nos asalta y nos pega un revolcón.
Duerme la siesta, con moscas, a la sombra,
mecido en el temblor de los obenques.
Por allí Ulises naufragó cien veces
y otras cien veces volvió a levantarse.
A Manuel Vicent, la profesora Raquel Macciuci, que estudió su obra, lo definió como “un espíritu mediterráneo que habita en la meseta; un escritor lírico de periódicos; un hombre criado en valenciano que escribe en castellano; un autor que ilumina lo ordinario con una luz extraordinaria; que tiene una vocación urbana y a la vez exalta la naturaleza y lo más atávico; que empezó con un estilo abigarrado y evolucionó hacia un clasicismo cada vez más desnudo; que aúna lo grotesco y lo ilustrado; que habla de dioses como humanos y de humanos como dioses”.
En la entrevista de BABELIA Vicent deja reflexiones con esa hondura que le ha procurado una inteligente observación del paso del tiempo, momentos deslumbrantes y, también, los sucesos dolorosos: “Cuando navegas, bajo la quilla asoma el abismo. Tú peleas con la caña y la vela frente a la adversidad, buscando el límite contra el abismo. El mar te enseña que hay poderes superiores que no conviene desafiar”. Desde la muerte reciente de su hijo Mauricio se siente “tocado”: “Lloro más. Por las tardes me pongo música. Canciones que me recuerdan otros tiempos. Y ahora me siento flojo frente a los recuerdos (…) Eso es porque uno está llegando al final del río y, en su desembocadura, las aguas dejan de ser turbulentas y describen curvas suaves. Pero me gusta que en esa desembocadura haya muchos pájaros, gaviotas, patos. Y de pronto, todo ese enredo psicológico se cura con la llamada de un amigo”.
Escribir libros: de su publicación y venta
En el suplemento CULTURA. del periódico La Nueva España (sí, vamos a mirar desde el Patio también a la periferia, que ya está bien de centralismo), Olga Merino hace un repaso sobre las manías de algunos de los grandes escritores a la hora de ponerse a escribir. Y relata que Ernest Hemingway afilaba 20 lápices con el sacapuntas para empezar a escribir. Willa Cather leía un fragmento de la Biblia antes de meterse en harina (no por la fe, sino por la prosa), o que William Styron no podía prescindir de unos blocs de papel amarillo para volcar sus pensamientos. A Merino le parece “fascinante husmear en los métodos de los escritores –la brújula y el mapa, las fichas, los pósits y el galope desbocado–, escarbar en sus hábitos, horarios y extravagancias, fisgar entre los fetiches que suelen atesorar en sus espacios de trabajo”. Porque, como dice, es posible que “la mesa de un novelista explique más que su propia cama, pues es en la intimidad del escritorio donde se moldean personajes, se atornillan tramas y se ensayan saltos en el espacio y el tiempo. Tiene gracia que en inglés la sábana y la hoja de papel se designen con la misma palabra: sheet”. Al hilo de este asunto, da noticia de un libro que ha encontrado, The writer’s desk, con retratos de 110 escritores que “posan en sus santuarios, acompañados de comentarios breves acerca de sus ritos y disciplinas”. Y ahí ha visto que “el gran Saul Bellow escribe de pie,” o que “Joan Didion y Kurt Vonnegut trabajan descalzos”. Hay escritores que se muestran muy ordenados como “Joyce Carol Oates y Georges Simenon, quien alinea sus pipas, más de una veintena, como el instrumental quirúrgico de un sacamuelas”. Y ¿cuándo prefieren escribir? Pues en general “la mañana se prefiere a la noche para el trabajo, y el perro gana como animal de compañía”.
Manías de escritores a los que luego hay que traducir y editar. Y quienes lo hacen ven cómo su labor se precariza cada día. “Los autónomos del libro”, titula el reportaje que firma Andrés Seoane en LA LECTURA, en el que aborda el problema de la precariedad: “El gran problema del sector es que la mayoría de quienes trabajamos en el libro estamos externalizados, nos hemos convertido en falsos autónomos”. Quien así habla es Julia Osuna, reputada traductora que cuenta en su haber con el Premio Esther Benítez, “el más prestigioso en su oficio tras el Nacional”. Osuna lo deja, abandona la profesión a falta de mejoras de la situación precaria que padecen, como por ejemplo sería que fueran “fijos discontinuos con ciertas coberturas…”.
Mientras el negocio de la edición ganó un 4% el pasado año, se alcanzaron los 1.150 millones, un récord que este año se prevé superar, un lector editorial, el que aconseja sobre publicar o no un texto, cobra entre 60 y 100 euros por informe. “La tendencia actual es externalizar cada vez más todo y el problema es que vivir exclusivamente de esto es cada vez menos sostenible”, se lamenta Javier Calvo, con 30 años de oficio y traducciones de Foster Wallace, DeLillo, Coetzee o Lovecraft.
Parece que la precariedad es la realidad cotidiana de todos los que participan en el sector. Recoge Seoane en su reportaje la radiografía que hace de la situación Enrique Redel, editor de Impedimenta: “En la cadena del libro estamos todos mal pagados: los libreros, los traductores, los maquetadores, los editores y también los autores (…) el único nicho que está ahora bien es el de los impresores, pues el papel ha subido un 30% en los últimos tiempos”. Y Marta Rebón, traductora de Grossman, Gógol o Bulgakov, y a quien leemos como reseñista en LA LECTURA, además de colaborar en otros medios, explica que con estas colaboraciones obtiene un complemento que le ayuda a tirar hacia adelante, aunque no es optimista: “la precariedad lo impregna todo, desde el panadero al fontanero y tantos otros trabajos… Esa condición de inseguridad, fragilidad y vulnerabilidad la vive casi todo el mundo”.
También los libreros, los de viejo y de nuevo, un oficio donde la vocación ayuda a resistir. Como los que jalonan la Cuesta de Moyano, que el próximo año cumplirá 100 años. La nieta y bisnieta de uno de aquellos pioneros, Lara Sánchez, descubrió que su abuelo, Pepe Berchi, el mítico librero de la caseta número 26, tenía guardadas en un armario las cartas que se dirigieron entre sí Ortega y Ramiro de Maeztu –según cuenta en ABC CULTURAL, Carlos Aganzo–, y con el dinero de aquellas cartas, que hoy custodia la Biblioteca Nacional, “se dedicó al que hoy es el proyecto de su vida: relanzar la Cuesta de Moyano, esa colección de casetas que constituyen una referencia del Madrid literario, bohemio y costumbrista desde hace cien años”.
Además de su entrega a esa recuperación, Lara Sánchez ha puesto en marcha el proyecto del Book Friday, consistente en organizar encuentros entre escritores, libreros y lectores en librerías, tiendas, cafeterías, hoteles, centros culturales… por el centro de Madrid, y que quiere llevar este año a toda España, “en defensa de las librerías más pequeñas y frágiles, que luchan por salir adelante utilizando el ingenio y la innovación”.
También las ferias sirven a este fin. La Feria del Libro de Madrid está muy cerca, se abrirá un año más en el Retiro del 31 de este mes al 16 de junio. Y con una novedad, el 7 de junio en vez de cerrar las casetas a las nueve de la noche, como es habitual, permanecerán abiertas hasta las 23:30h. Cuenta en ABRIL Rigoberta Cabello que esta excepción no le ha gustado mucho a los libreros, acostumbrados a plegar a las nueve. Tampoco creemos que sea para tanto…
E. Huilson