El Vals de las trincheras
¡Oh, el vals vienés! Tan elegante, majestuoso. A través de sus notas, su ritmo, su baile, podía apreciarse la grandeza del romanticismo, la felicidad de una sociedad que prosperaba en un Continente que había sido capaz de transformarse a la modernidad desde la historia. Bellos salones con tapices, cuadros, elegantes arañas que arrojaban luz que se reflejaba en los espejos que, instalados en las enteladas paredes, parecía que intentaban prolongar hasta el infinito las escenas más seductoras de la corte vienesa del siglo XIX. Viena, la capital del imperio que había sido capaz de exportar al mundo entero una forma de vivir, de actuar, de transmitir cultura. Y todo gracias a la magia de uno de los compositores más venerados de aquella época: Johann Strauss. Había quienes consideraban al más grande compositor de valses de todos los tiempos un músico anodino, carente de fuerza, de talento, de originalidad. Él no. Al igual que Brahms, Strauss representaba la esencia más pura de la música. De hecho, había introducido algunos valses en las obras más memorables que había escrito hasta el momento…
Así pensaba Maurice Ravel hacía 1900, cuando el siglo XX comenzaba a clarear y ya se había instalado en un lugar privilegiado en el olimpo de la composición europea. Tal era su admiración por el vals, que decidió componer una obra que significara un homenaje a este ritmo y a su más insigne representante. La obra se llamaría Wien (Viena) como reconocimiento a la capital del baile y se trataría de una coreografía.
El director de los ballets rusos, Serge Diaghilev le tomó la palabra y se comprometió a estrenar su ballet cuando estuviera terminada la partitura. Pero la obra hubo de esperar: la Primera Guerra Mundial estaba asolando Europa y las partes en conflicto luchaban a brazo partido. Ravel quiso formar parte del ejército francés, pero fue rechazado por su baja estatura. Frustrado por no poder empuñar un arma se las apañó a través de contactos de alto nivel para poder vestir el uniforme. Al final fue enviado como chofer de camiones al frente, cerca de Verdun. Lo que allí vio y vivió le marcó para siempre.
Y a su vuelta, ya no era el mismo Ravel. Retomó la partitura de Wien, pero le cambió el nombre. Seguía, eso sí, con la idea de homenajear al vals. Pero la fastuosidad del ritmo que había acariciado con tanto mimo antes de ir al frente, se tornó en un desgarro demoniaco y explosivo. La guerra suponía la aniquilación de la civilización, la muerte inútil de los hombres, la lucha encarnizada en un Continente que los propios seres humanos –aquellos que frecuentaban los salones de baile, que realizaban graciosas piruetas con sus parejas a ritmo de vals- habían aniquilado. Y con esta idea terminó la partitura de La Valse en 1919. Diaghilev escuchó la obra, tocada al piano por el propio Ravel. Su diagnóstico fue fulminante:
–Maestro, es una gran obra. Pero es indanzable. No es un ballet, es un retrato de un ballet, una pintura de un ballet.
Ravel había anotado en el pentagrama de su obra todo el horror, la mezquindad, la tragedia del ser humano. Había dibujado a través de sus notas las imágenes vividas en el frente, la violencia de la guerra, la miseria de los que matan, la aflicción de los que mueren.
Naturalmente, los ballets rusos nunca estrenaron la obra, que durmió en un cajón a la espera de ser rescatada por alguien que demostrara la suficiente sensibilidad como para reconocer una obra maestra, más allá del sentido que el autor haya querido dar a la partitura.
En 1925, Ravel y Serge Diaghilev se volvieron a encontrar en París. El músico francés se negó a estrechar la mano del director del ballet ruso. Éste, desairado por el gesto, le retó a un duelo. Pero los amigos de Diaghilev le persuadieron de la idea.
Al final, La Valse se entrenó en Amberes en 1926 por el Royal Flemish Opera Ballet, convertida en un poema coreográfico. El éxito llegó en 1928, cuando Ida Rubinstein, la misma bailarina que estrenara el famoso Bolero, llevó a los escenarios la obra de Ravel con una magnífica coreografía de Bronislava Nijinska. No consta en los anales de la historia que el duelista Diaghilev asistiera a ninguna de estas representaciones. Pero seguro que el éxito de la obra llegó a sus oídos. Todavía debe andar tirándose de los pelos.
Gabriel Sánchez
La Valse de Ravel con la Orquesta del Teatro de los Campos Elíseos bajo la dirección de Pedro de Freitas Branco. Con coreografía de Paulo Ribeiro para la Compañía Nacional Portuguesa de Ballet (CNB). Probablemente, la idea más cercana al sentimiento de Ravel al crear La Valse (parte I – filmado por João Botelho, 2012).