Oración y fiesta en la plaza
La plaza de toros estaba de bote en bote. La gente se agolpaba ante la puerta más cercana a la calle Goya en demanda de una entrada o vislumbrando la posibilidad de colarse en el coso, aprovechando el despiste del portero. Vendedores de buñuelos, churros y tabaco hacían su particular agosto aquel cálido 31 de marzo. Dentro del recinto, la algarabía, el bullicio, la fiesta era una constante. Quedaban pocos minutos para que diera comienzo el festejo. Todo estaba preparado. Pero los toreros, ¿dónde estaban los toreros?
Joaquín esperaba el toque de clarín en el patio de caballos. Los monosabios, areneros, picadores y personal de la plaza iban y venían de un lado a otro, intentando que ningún detalle quedara fuera de su alcance. Los minutos previos al inicio del paseíllo eran los más tensos. Pero, ¿y los toreros?
Cerca de la puerta de chiqueros, entre el patio de caballos y el callejón, Joaquín reparó en una puerta tosca, hecha con tablones de escasa calidad pintados de verde. La entreabrió. Y se encontró con un cuadro completamente desconocido para él. Aficionado como era a los toros desde su juventud en su Sevilla natal, nunca había reparado en el sentimiento de un torero en los momentos previos a la hora de la verdad. Los matadores que aquella tarde saldrían al ruedo a dar espectáculo, a jugarse la vida frente al astado, a complacer a aquel público que festejaba desde los tendidos y las gradas el espectáculo que estaba a punto de dar comienzo, comparecían sumisos, silenciosos, devotos, ante un altar pobre, adornado con un ramo de flores ya medio caduco, a los pies de un crucifijo de metal. Los toreros, los héroes, aquellos que cultivaban a los aficionados y que soñaban con eternas tardes de gloria, se hacían pequeños, vulnerables, sumidos en un silencio sobrecogedor.
Un silencio que contrastaba con la alegría en el redondel donde todo era jolgorio, risas, aplausos, gritos, diálogos entrecortados inentendibles, chanzas. Incluso la banda amenizaba la fiesta con los eternos pasodobles de siempre.
Y, sin enbargo, en la capilla, como si a cientos de kilómetros se encontraran, los toreros pedían por su vida a Dios en silencio, con devoción y esperanza, pensando que, tal vez, ésa podría ser la última vez que se postraban ante el Cristo que les bendecía en la tarde madrileña llena de luz, alegría y música.
Aquel contraste sorprendió de tal forma a Joaquín que enseguida pensó que debía plasmarlo en una partitura. Ya en casa se puso frente al piano y comenzó a acariciar las teclas. Pero ¿cómo podía combinar las dos emociones –fiesta y silencio, algarabía y devoción, música y oración—en una sola pieza? Debía predisponer al oyente para que viera en las primeras notas el contorno insinuante de lo español y, después del tema principal, dar paso al camino que lleva a la oración contrita.
Joaquín Turina pensó en su Oración del Torero, escrita entre los meses de marzo y mayo de 1925, para ser interpretada por un cuarteto de laúdes. Pero el sonido le pareció pobre. Quería resaltar la españolidad de aquel contraste que se había encontrado en la plaza. Y pensó arreglar la partitura para un cuarteto de cuerda. Pero tampoco era lo suficientemente contundente. Maestros de Turina como Albeniz o Falla le habían aconsejado que reivindicara el espíritu español en general y el andaluz en particular en su obra, desprendiéndose de las influencias francesas que había adquirido al escuchar a Ravel, Debusy o Fauré durante su estancia de estudiante en París. Y entonces decidió instrumentalizar su Oración del Torero para orquesta de cuerda. Todo un éxito. La obra fue estrenada en el teatro de la Comedia de Madrid por la Orquesta Filarmónica de Madrid el 3 de enero de 1927, dirigida por Bartolomé Pérez Casas. Y fue un gran acierto, pues los instrumentos dan gran vitalidad a la obra, que ha sido reconocida como una de las mejores creaciones del compositor andaluz desde el mismo momento de su estreno.
Gabriel Sánchez
La Orquesta de Cámara de Valonia interpreta Oración del Torero, bajo la batuta de Jean-Pierre Wallez: