Simplemente Antonio José
Hacía frío esa mañana en el páramo de Estépar, en Burgos. La noche había dejado heladas las cunetas de las carreteras y el sol se hacía el remolón, oculto entre nubes como ceniza hueca. El meteorólogo popular, ese campesino recio y llano que mira al cielo tanto como a su faltriquera, vaticinaba lluvia al caer la tarde. La camioneta, desvencijada, llena de parches descoloridos que intentaban maquillar con un ocre delator los estropicios causados por las descargas de fusilería, avanzaba con premonitoria parsimonia por un asfalto húmedo que se abría en canal casi a cada zancada, dejando baches largos como colas de cocodrilo, encharcados de agua y pena. Los viajeros, tristes, abstraídos, silenciosos, moribundos algunos.
Antonio José se había sentado en el tramo final del siniestro vehículo, junto a una ventanilla sucia, convertida en espejo de una triste realidad: un agujero de bala había horadado el cristal por el que intentaba abrirse paso la brisa reconfortante de la mañana. Y el viajero cerró por un momento los ojos, esos ojillos vivos, todavía, protegidos por el cristal concéntrico de sus gafas de miope. Y recordó su casa en el Burgos natal, bullanguero y feliz a principios de siglo; su padre, confitero, su madre, lavandera, sus estudios en Burgos y Madrid, su primera composición, con sólo 13 años, los amigos que había dejado atrás: Jacinto Guerrero, Regino Sainz de la Maza, Ernesto y Rodolfo Halffter, Joaquín Rodrigo, Pablo Solozábal, Eduardo Toldrá, Federico Mompou … Los había conocido en Madrid durante los años en los que estuvo becado para ampliar sus estudios de música. Antonio José formaba parte de esa “Generación de plata” de la cultura española, que fue bautizada con el año del centenario de la muerte de Góngora, el 27. Y vivió con intensidad la vida madrileña de la década de los 30, tal vez la más prolífica de cuantas ha soportado la capital de esa España que ahora contemplaba, desde la ventanilla herida de la camioneta, muerta de pena y de terror.
Y soñó: soñó entre lamentos y quejidos de los compañeros de viaje, que estrenaba por fin su ópera, El mozo de mulas. Basada en pasajes de El Quijote, la partitura –escrita con tinta roja, una costumbre que estaba pagando muy cara- no se había oído completa. Sólo en el Madrid republicano se había escuchado el preludio y la danza popular, dirigidos por Fernández Arbós, al frente de la Orquesta Nacional, el año de su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Y viajó después por Castilla, a los acordes de su Sinfonía Castellana, y de ahí saltó a Galicia a través de su Sonata Gallega…Todo se le revolvía en el estómago, todo se le subía a la cabeza, todo se le desvanecía en un momento, todo se escapaba por el agujero de la ventanilla.
Cuando el compositor comenzó a adquirir fama internacional -había defendido una ponencia sobre el folklore castellano en el Congreso Internacional de Musicología de Barcelona de 1936, eran frecuentes su viajes a París, la meca de la música del siglo XX, se estrenaban sus obras en prestigiosas salas de conciertos-, en el Casino de Burgos, situado en el Paseo del Espolón, se escucharon las campanas de la catedral que tocaban a misa de réquiem. Y alguien firmó allí su sentencia de muerte con guante negro, prolongación de la camisa azul, entre copas de ojén, triple seco y café amargo. Ese Antonio José, rojo como la tinta con la que escribía sus soflamas antipatrióticas en clave de sol, debía ser eliminado de la faz de la tierra; no tenía sitio en la España que comenzaba a amanecer, precisamente en Burgos.
Fue detenido el 8 de agosto de 1936, junto a su hermano Julio. Trasladado al penal de Burgos, conoció allí el asesinato de García Lorca, con quien había coincidido en alguna ocasión en la Residencia de Estudiantes. Pero a él, ¿a él qué le podían hacer? No pertenecía a partido político alguno, no se había distinguido por ningún afecto, tenía amigos en los dos bandos que le reconocían su trabajo y su talento como compositor. Es más: allá por los años veinte, había sido maestro en Málaga en un colegio de jesuitas, el San Estanislao de Kotska, el mismo en el que habían estudiado nada más y nada menos que don José Ortega y Gasset o Manuel Altolaguirre. ¿Qué le podían hacer? Sin duda, alguien que había emprendido ese camino irracional, iracundo y vengativo, no tendría más remedio que dar marcha atrás.
Marcha atrás. La camioneta reculó al llegar a un páramo medio oculto cerca de Estépar. Tardó más de la cuenta en hacer la maniobra, pues la puerta trasera tenía que quedar cerca de la zanja abierta para la ocasión. Uno a uno, los 23 ocupantes de la destartalada tartana fueron puestos en fila y atadas las manos a la espalda con cuerda de pita deshilachada. Unos minutos después, por la carretera subió un Citroën Traction negro. Sus cuatro ocupantes se apearon, fusil en mano, y se dirigieron resueltos hacía la hilera humana. Entonces, Antonio José Martínez Palacios recordó los acordes de una de sus últimas composiciones, la Marcha para soldados de plomo.
GABRIEL SÁNCHEZ
Aria de Don Luis del acto II. El mozo de mulas, ópera de Antonio José, basada en un episodio del Quijote. Grabación realizada en directo en el estreno de la obra en versión concierto en 2017. Pancho Corujo (Don Luis), Alicia Amo (Doña Clara). Coros de la Federación coral de Burgos. Orquesta Sinfónica de Burgos. Director: Javier Castro.
Que triste, pero me ha gustado conocer la historia, gracias.