De la condena del flamenco al cierre de los tablaos
Ya hemos hablado aquí de cómo el café cantante, fundado en la segunda mitad del XIX, permitió la difusión del cante y baile flamenco entre públicos amplios. Cafés como el de Silverio o el Café del Burrero, en Sevilla, catapultaron a artistas, desde el propio Silverio a Curro Dulce, y más tarde a don Antonio Chacón o Manuel Torre. Gracias a ellos, en las capitales andaluzas, pero también en Madrid, empezaron a popularizarse las actuaciones de aquellos artistas pioneros que habían sacado de la intimidad de las casas, las fraguas y las fiestas privadas esa música “nueva”, mientras se iban fijando a la vez sus estructuras musicales. Este éxito de público consiguió que del límite de la venta, la fiesta privada pagada por algún pudiente, y los cafés cantantes, el espectáculo flamenco diera un nuevo paso en su consolidación: el salto a los teatros. Pero este ascenso no sería fácil pues provocó toda una declaración de guerra por parte de las burguesías locales, de los biempensantes, que consideraban un agravio que se programasen esos espectáculos flamencos, que identificaban con el hampa, la prostitución y la chusma, en los teatros.
La prensa de la época con sus crónicas denigratorias tuvo un papel decisivo en la conformación y difusión de un movimiento que se dio en llamar el antiflamenquismo. Es cierto que en ocasiones se montaban algunas trifulcas o algún espectador “perdía” el reloj a manos de rateros en aquellos cafés, o alguna prostituta buscaba ganarse el jornal, pero en general el público era variopinto y de distinta condición. La tesis central de aquellas crónicas venía a decir que lo que quedaba bien para una venta o una taberna, no era admisible en un teatro. Cientos de crónicas de la época alimentaron esa campaña contra el flamenco. Una de las más citadas por los investigadores se publicó en Jerez de la Frontera, localidad emblemática en la historia del flamenco. Apareció el 2 de febrero de 1880 en la revista Asta Regia, y expresaba de manera nítida su oposición de que el teatro abriera su escenario al flamenco:
“Comprendemos que el preciado territorio de la Bética conserve hasta en su más mínimos detalles todo aquello que le da sabor esencialmente clásico, y por lo mismo que el canto y baile flamenco figuren siempre como una más de las diversiones de este pueblo, pero lo que no puede tolerarse, y merece a no dudar la agria censura de todos los amantes de lo bello es que este, que puede llamarse espectáculo popular, se entronice en los templos dedicados exclusivamente a rendir culto a las más bellas y variadas manifestaciones del pensamiento.”
La misma revista, unos meses después, volvía a la carga, subiendo el tono descalificatorio:
“Poseídos de verdadera aflicción, no podemos por menos que mirar con horror esos espectáculos que según parece se han posesionado ‘ad perpetuam’ de nuestra bella población, convirtiéndola en un inmundo lupanar, haciendo a la par befa y escarnio de los sentimientos más nobles (…). Fácil es deducir que nos referimos al teatro de Eguilaz, en donde se suceden sin interrupción esas vistas y audiciones del canto que llaman del género flamenco; espectáculos que, al presentarlos al público con el carácter que se les vienen dando, marcan una senda de retroceso y depravación de gustos y costumbres, que a todas luces es necesario contrarrestar si queremos pasar siquiera por medianamente civilizados, ante las naciones que nos observan”.
¡Las naciones que nos observan! ¡Qué iban a pensar en Europa de nosotros! Era uno de los principales argumentos. Para justificarlos, echaban mano de los elogiosos y pintorescos relatos de viajes de los escritores románticos, Mérimée, Byron, Gautier, que dibujaban escenas, muchas veces distorsionadas, de espectáculos flamencos. Textos en los que apreciaban muchos intelectuales, en un exceso de celo, la imagen que de España se harían en Europa.
La guerra contra el flamenco, y también contra las corridas de toros, que asimilaban indefectiblemente con el primero, la emprendieron con gran ahínco los escritores del 98, con la excepción de los hermanos Machado, pues su origen sevillano les permitió tener una concepción más certera y compleja de este incipiente fenómeno cultural. Además de por ser hijos de Antonio Machado Álvarez “Demófilo”, el primer recopilador de cantes flamencos y considerado el primer flamencólogo. De los críticos, un escritor menor que suele ligarse a esa generación, Eugenio Noel, fue el más activo de todos e hizo del antiflamenquismo profesión, pues dedicó buena parte de su actividad a dar conferencias por todo el país sobre el asunto. En un libro recopilatorio de sus artículos titulado República y Flamenquismo, publicado en 1912, deja perlas como esta:
El pueblo perece. España se pudre; ahora bien, entreteneos en cantar. Los siete pecados capitales tendieron las cuerdas de la guitarra árabe; tañedla, mezclaos en voluptuosa y lóbrega orgía, llorad de emoción, como buenos imbéciles, id a una casa de lenocinio y preguntad por la cerda más gorda; no encontraréis una Salomé; pero os saldrá al encuentro una mujer preñada por un picador y en la cama os contará cómo fue eso.
El casticismo ligado a Castilla podría devolver a España su espíritu esencial, recuperarla de su decadencia causada por la pérdida de las colonias, soñaban los noventayochistas (los vascos Unamuno y Baroja o el levantino Azorín), mientras que el flamenquismo que exportaba Andalucía era la lacra, una “quincalla meridional” que debía combatirse.
Se puede aducir como atenuante, para comprender tal ceguera, que una buena parte de los espectáculos que se ofrecían al público caían a menudo en la trivialización y mostraban poco su verdadera esencia de lamento y cultura de un pueblo marginado, el pueblo gitano y los jornaleros andaluces. Es cierto, así mismo, que también se decía «flamenco» a aquel que gustaba de los toros y la juerga. Todo se confundía. Pero como nos estamos refiriendo a intelectuales, nos es difícil comprender “la sordera que mostraron”, en feliz expresión de Félix Grande, ante esa queja ancestral del cante flamenco; que no prestaran atención a sus formas más puras, lo que les hubiera permitido comprenderlo mejor.
Habría que esperar a 1922 para que una parte de la intelectualidad se acercase al flamenco, el año en el que Manuel de Falla y Federico García Lorca organizaron el I Concurso de Cante Jondo en Granada con la intención de salvar su esencia, amenazada por los estereotipos, y reivindicar su altura artística frente a los furibundos ataques de los antiflamenquistas. De los entresijos del Concurso y la importancia de su realización nos ocuparemos en posteriores artículos.
Tablaos en peligro
Lo que no consiguió el antiflamenquismo en su momento, cerrar los cafés cantantes y reducir la presencia del flamenco en el panorama de las artes nacionales, está cerca de provocarlo en el presente una amalgama de circunstancias como son la pandemia, que cierra locales por seguridad sanitaria o reduce aforos, la indiferencia del público autóctono que se viene observando en las últimas décadas, la ausencia de turistas y la falta de ayudas al sector. Durante estos largos meses de restricciones debidas a la pandemia hemos leído informaciones que alertaban del desastre que estaba suponiendo para los artistas la cancelación de actuaciones; y de cómo estaba gravemente amenazada la continuidad de los tablaos, versión actualizada de aquellos cafés cantantes que tan buen servicio hicieron para la difusión de este arte.
Hace unos pocos meses, el sector lanzaba un grito de socorro. El presidente de la asociación madrileña, Manuel del Rey informaba que 6 salas, de un total de 21 donde se programa flamenco, ya habían anunciado el cierre de sus puertas de manera definitiva, entre ellos los históricos tablaos Casa Patas, el Café de Chinitas o la sala Cardamomo. Del Rey advertía de la gravedad de la situación dado que el 95% de los artistas flamencos viven de los tablaos, que les dan trabajo 365 días al año y no sólo 20 o 30 como las compañías que hacen giras. Si desaparecen los tablaos desaparece el flamenco, añadía, y el diagnóstico vale lo mismo para Madrid que para el resto del país. Se calcula que hay unos 100 locales en toda España que generan alrededor de 3.400 empleos directos, y reciben al año unos 6 millones de espectadores (como decíamos, la mayoría extranjeros). Si le añadimos su valor cultural y fuente de atracción de turistas, los empresarios del sector estiman que bien merecen que se ponga en marcha un Plan Nacional de Ayuda al Flamenco.
Por su parte, el presidente de la Asociación Nacional de Tablaos Flamencos, Federico Escudero, se lamentaba de que “parece que nos hemos olvidado de lo que supone este arte para España, no solo como atractivo turístico, sino como parte de la identidad de un país que tiene en él la base de gran parte de su cultura. El flamenco hace que nuestra identidad sea reconocida fuera de nuestras fronteras a través de nuestra cultura”.
Artistas de reconocimiento internacional como Blanca del Rey, Cristina Hoyos y Luis Adame apoyan esta petición. Blanca del Rey recordaba que “el arte flamenco es parte de lo que hace que España sea reconocida mundialmente. Es nuestra historia, es pasión, es orgullo de pertenencia, es nuestro lenguaje artístico más internacional…”
Y, además, subrayamos nosotros para poner un grano de arena por la causa, hay que recordar que el flamenco es, desde 2010, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad según declaración de la UNESCO. ¿Qué pensarían de este reconocimiento y consideración universal hoy Unamuno, Baroja o Azorín, y qué los biempensantes lectores jerezanos de Asta Regia? Nunca lo sabremos, pero sí que nos alegramos de que perdieran aquella batalla.
ALFONSO SÁNCHEZ
Muy buena esta historia de los comienzos del flamenco con la oposición de la clase burguesa, conservadora, clasista, que como siempre está en contra de todo lo nuevo o lo diferente.
En estos meses pasé por Casa Patas, y sí, da cosa verlo así de cerrado. Era un sitio muy acogedor. Ojalá se recuperen estas salas.
Estimado Alfonso: Alienta ver artículos como los tuyos, en donde se pone de manifiesto la grandeza de este arte, ante la miopía de tantos intelectuales españoles que, aún al día de hoy, valoran más el Jazz o el Rock, que siendo como son, géneros musicales fabulosos, tienen más que ver con New Orleans o Londres que con España. No se trata de nacionalismos trasnochados, sino de dar valor a lo nuestro, de valorar un Arte con mayúsculas, primo hermano de la ópera y el teatro: dos princesas y una cenicienta. Quién esto escribe proviene del teatro, amante de la ópera… y un día se encontró esa misma emoción en el flamenco; y que se sorprende cómo es posible que aún siga siendo entre la intelectualidad española una música desconocida. Como dijo Paco de Lucía cuando le entregaron el Príncipe de Asturias: El flamenco es una música maltratada.
Tanto me encandiló este arte, que abrimos, junto con El Mistela, un tablao en Madrid, donde estamos tratando de recuperar y dignificar este arte maravilloso. Un fuerte abrazo flamenco.