Semanario Cultural

‘Cuéntamelo todo’ de la gente de ese pueblo, Strout

No sé ustedes, pero yo no tenía noticia de ese pueblo llamado Crosby, en el estado de Maine. Tampoco he leído nada de la escritora Elizabeth Strout por lo que nada sabía de la existencia de esos peculiares personajes de sus novelas que habitan en dicho pueblo; y nada de la tal Lucy Barton, la “reina de las pasivo-agresivas”, según la define el crítico de Abc Cultural Rodrigo Fresán, quien no ahorra elogios de la prosa de esta escritora norteamericana: “parece nutrirse de lo mejor de John Cheever y de James Salter”. La ignorancia me llevó a Wikipedia donde leo que Strout, que acaba de cumplir los 69, ganó el Premio Pulitzer en 2009 por su novela Olive Kitteridge, una colección de relatos sobre “una profesora jubilada de lo más borde” (esto no lo dice la wiki, sino la reseñista Lourdes Ventura), y su familia inmediata y amigos. HBO adaptó la novela para una miniserie que se alzó con seis premios Emmy en 2015. Puede que la hayan visto. Pero en los tiempos que corren nada hay mejor que una serie para promocionar una obra de ficción. 

Elizabeth Strout en 2015 (F: Larry D. Moore, CC BY 4.0, Wikimedia Commons)

Pues bien, acaba de llegar a las librerías su última novela, Cuéntamelo todo, para saciar la sed de sus muchos seguidores que, como dice Fresán, estaban esperando que Strout lo cuente ya todo acerca de Lucy, “de sus problemas con su ex microbiólogo William con el que ahora convive más o menos platónicamente, de la viudez de su segundo marido, de sus desencuentros con sus hijas, y de sus vaivenes creativos a la hora de escribir algo nuevo que, inevitablemente, tendrá que ver/ leer con sus traumas infantiles-provincianos-familiares nunca del todo resueltos y con su presente como nunca del todo satisfecha novelista prestigiosa siempre pidiendo disculpas y perdonándose y comprendiéndose y agradeciéndose y diciendo que no hay por qué entre constantes y exclamantes signos de admiración y autoadmiración mientras casi demanda un incuestionable ‘I Love Lucy’.” ¿Quién querría perderse un personaje así? Y hay más: “cabía la posibilidad de que, por fin (…) se produjese el encuentro anunciado con su otro gran personaje femenino que la valió el Pulitzer: la agresivo nada pasiva nonagenaria Olive Kitteredge”. La “borde” que antes citábamos.

Esto lo hace posible, dice Ventura en El Cultural, la astucia de Elizabeth Strout para crear una suerte de vasos comunicantes entre todos sus personajes, que cobran más o menos protagonismo según la novela, al modo de los dibujos del artista M.C Escher, que la lleva a comparar  “esos espacios unidos y desunidos de sus edificios, con escaleras que van de una casa imposible a otra”, con el abigarrado mundo narrativo de Strout: “Cada ser está solo y a la vez intercomunicado con muchos más. Strout observa esas soledades y rupturas terribles, lleva a los protagonistas al límite de la depresión o los relaja, gradúa los deseos no expresados y las culpas con las que carga cada uno de ellos». 

Aunque la novela comienza declarando que “es la historia de Bob Burgess, un hombre alto y robusto que vive en el pueblo de Crosby, Maine, y tiene sesenta y cinco años”, lo cierto es que vamos a encontrarnos con muchos de los habituales de Crosby: la señora Kitteridge ya nonagenaria, ahora viviendo en una urbanización de jubilados; Lucy Barton y su ex, William (…) el hermano de Bob, y así hasta un numeroso grupo de personajes de otras novelas anteriores que Strout ha juntado aquí y los ha mezclado con otros personajes, resume Ventura. “Son las personas de las historias que se cuentan, Lucy Barton y Olive Kitteridge, en unos encuentros para recordar hechos de gentes que han conocido y que llaman “vidas inéditas” o ”vidas no registradas”. 

El relato del encuentro entre ambas mujeres, según Fresán, “no decepciona y constituye lo mejor del libro con esos capítulos en los que una y otra se enfrentan/complementan en un delicado a la vez que didáctico minué de narradoras intercambiando tramas como en el más íntimo de los talleres literarios pero, a la vez, con una contundencia digna de King Kong versus Godzilla”.

El resto, concluye, es una bizarra subtrama de thriller legal/criminal y los padecimientos del pobre Bob a quien Lucy no tarda en confirmar como nueva perfecta víctima para su histeria apenas disfrazada de sufrida melancolía. Una novela donde hay acosos en la infancia, traiciones, suicidios, derrotas de la vida, viejas culpas, complicidades, casos de pobreza física y espiritual, heridas familiares, abandonos, solidaridad. 

Victoire o la dura historia colonial de la abuela de Condé

Maryse Condé

La escritora guadalupeña Maryse Condé aparecía últimamente en las listas de aspirantes al Nobel pero murió hace ahora casi un año sin conseguirlo. Con ese aire que tiene algo de póstumo llega ahora en España Victoire. La madre de mi madre, un relato basado en testimonios orales y escritos de la vida de Victoire Quidal, la abuela de Condé, a la que no llegó a conocer porque murió antes de que ella naciera. Contaba en Abc Cultural Andrés Ibáñez que en francés, la lengua en la que escribía Condé, el libro lleva por título Victoria, los sabores y las palabras y que los ‘sabores’ tenían que ver con la  profesión de Victoire, que fue durante toda su vida cocinera de una familia dueña de una fábrica de azúcar y llegó a convertirse en una chef legendaria, y las ‘palabras’, las de la autora, que pretendió con su libro rescatar del olvido la existencia de una mujer de vida dura que fue analfabeta hasta la muerte.

Íñigo Linaje, en Territorios, el suplemento cultural de El Correo, señala que Maryse Condé siempre tuvo presentes sus orígenes familiares y el pasado colonial de la isla antillana de Guadalupe, que arrastraba la lacra de la esclavitud y la servidumbre, que impregna todas las novelas que escribió, donde confluyen asuntos como la identidad, la cultura criolla y el feminismo, aunque “su vida nada tuvo que ver con la de sus antepasados”. Condé ya formó parte de una familia de la llamada “burguesía negra”, llegó a estudiar en la Sorbona y se doctoró con una tesis sobre los estereotipos de la población negra en las letras caribeñas.

Victoire…, originalmente publicada en 2010, responde a la intención declarada de Condé de “reivindicar el legado de una mujer que, aparentemente, no dejó ninguno. Establecer el nexo entre su creatividad y la mía. Conectar los sabores y aromas de sus carnes con los de mis palabras”. Y lo hace, según apunta Linaje en su reseña, “trazando el retrato desolador de una niña analfabeta criada por su abuela, que no tuvo la oportunidad –estamos a finales del siglo XIX– de darle la mínima educación que toda persona precisa”. Esa niña solitaria arrastrará siempre el peso de la orfandad y un fuerte complejo de inferioridad. Desde los diez años cumple jornadas de trabajo desde las seis de la mañana a las siete de la tarde. Se queda embarazada a los dieciséis de un hombre que la ignora y abandona; sufre un parto difícil y el escarnio por dar a luz a una criatura “nacida en pecado”. Padece insultos y humillaciones hasta que se marcha de la isla con su hija y una tía para ir a vivir a otra localidad donde se ocupará de cocinera para una poderosa familia local.

Como Condé no conoció a su abuela tuvo que partir del testimonio de la hija (la madre de la escritora) para luego hacer un trabajo de documentación y, con “ciertas dosis de imaginación, que conducen el relato de la vida de esta por caminos escabrosos”, recrear su peripecia. Victoire deviene en amante del señor de la casa para la que trabaja, se hace famosa como cocinera de modo que las familias ricas la reclaman, “pero como criada (o esclava) que es no recibe ninguna remuneración por ello”. A los 28 años viaja a Martinica para servir en una boda y se enamora de un hombre con el que se fuga y abandona a su hija, una aventura a la que pondrá fin un año después, cuando decide regresar a la casa de su dueño.

Ibáñez afirmaba no estar “convencido de que el libro esté a la altura de sus mejores obras por esa decisión (o indecisión) de no querer escribir una novela.” Al hilo de esta decisión, y a pesar de la cita de Pingaud que preside el libro: “Es indiferente si recuerdo o invento, si tomo prestado o imagino”, Condé no ha querido convertir la vida de su abuela en una novela, no ha querido apenas inventar. Solo quiso “reivindicar el legado de una mujer que aparentemente no dejó ninguno”, aunque los grandes temas, “el racismo y la condición de las mujeres negras antillanas, no son menos descarnados y terribles por el hecho de aparecer bajo el ropaje de palabras tan bellas y tan llenas de sabores, colores y aromas”, concluye Ibáñez su crítica.

Nueva biografía de Azorín… 

Francisco Fuster (Casa de América, 2016)

¿Quién fue realmente José Martínez Ruiz, conocido en las letras españolas como Azorín? Para responder a la pregunta (pregunta que precede a toda biografía), el valenciano Francisco Fuster ha indagado en la vida del autor de La voluntad, de este “moderno” que ya es un clásico, como dice Rafael Narbona, que reseña el libro en El Cultural: “Moderno porque Azorín se mueve en la misma línea que Proust o Virginia Woolf, priorizando lo psicológico y poético sobre la trama. Clásico porque su prosa posee la elegancia, limpieza y precisión de lo atemporal”. Y sostiene que Los pueblos, Castilla, La ruta de Don Quijote o sus estudios sobre los clásicos del Siglo de Oro ya forman parte del canon literario de la literatura española de la primera mitad del XX. Ya dejamos en estas páginas constancia de la importancia de Azorín en la moderna lectura de los clásicos al aportar un punto de vista nuevo revisando valores literarios bajo una luz moderna, reinterpretando a los autores del pasado desde la mirada actual, además de estudiar su recepción a lo largo del tiempo, pues son distintas las valoraciones del pasado que las que podemos hacer en la actualidad, apreciando a los clásicos como algo vivo y no una cosa muerta y sin alma, como simples objetos de estudio.

En Azorín. Clásico y moderno Fuster aborda el conflicto espiritual del escritor, dividido entre “su pulsión ética en favor del progreso social y su ideal estético conservador”. 

Agazapado bajo el discreto velo de la timidez, y aunque gozó de fama y reconocimiento a partir de 1902, cuando publicó La voluntad y, poco después, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo, germen de un vasto universo estético saturado de introspección y lirismo, la posteridad se ha mostrado muy desdeñosa con su obra, escribe Narbona en la reseña del libro. Defiende que su conservadurismo no puede servir de pretexto para borrar o desdibujar la excelencia de su obra. Ortega y Gasset alabó su estilo en el artículo Azorín o los primores de lo vulgar, señalando que su mirada no es la del historiador, sino la del miniaturista que se demora en lo aparentemente intrascendente. “Donde otro solo ve insignificancia, él advierte grandeza y profundidad”. Eso le permitió describir con maestría la vida de los insectos, pero también provocó que sus crónicas de la Gran Guerra prestaran más atención a los árboles que a las bombas, lo que le granjeó alguna que otra chanza de sus contemporáneos. 

Ese familiar halo oriental

Han Kang y su tienda de libros Onulbooks, en el centro de Seul

La Lectura publica en su último número una entrevista con la escritora surcoreana Han Kang, premio Nobel 2024. En respuesta a las preguntas de Andrés Seoane, Kang cuenta cómo supo lo que a sus 54 años la convertiría en héroe nacional de su país, al que tanto ha fustigado en sus novelas por su pasado violento: obtener el Nobel. Estaba con su hijo de 24 años en su casa de Seúl discutiendo qué té tomar, si de menta, bayas o manzanilla, cuando sonó el teléfono. Llamaban desde la Academia sueca para darle la noticia. Enseguida su móvil “estaba ardiendo” por las llamadas. Puso la tele, confirmó la noticia, apagó el móvil, y volvió al debate sobre qué té elegir. Un breve oasis antes del frenético devenir fruto del éxito. Dice Kang que “demasiada atención no es buena para los escritores, que necesitas el anonimato, poder pasear por la calle. Necesitas tu calma interior”.

Y cuenta que antes del Nobel, y tras dejar un trabajo como profesora de Escritura Creativa, regentó junto a su hijo una diminuta librería (no tenía más de 10 metros cuadrados) en un callejón del centro de Seúl. No ganaba mucho dinero, pero le encantaba ordenar los libros, recomendarlos, encender las luces al abrir por la mañana y apagarlas al cerrar. Un de esos lugares con el peculiar encanto que nos ha mostrado el cine oriental.

Tras ganar el premio, y debido a la presión constante de la presencia de los fans, decidió ceder la gestión diaria a un gerente. Los focos apagaron las pequeñas luces de la minúscula librería del callejón. Onulbooks se llama.

E. Huilson

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