Semanario Cultural

Ring, ring… Stalin al aparato

Para llevar a cabo la revolución rusa de 1917, y ante una población mayoritariamente campesina, Lenin comprendió que necesitaba el apoyo de los intelectuales y artistas para poner en marcha una convincente maquinaria de propaganda que la hiciera atractiva a las masas. Numerosos escritores se prestaron a ello, uniéndose a una causa que sentían propia, aunque la alianza iba a durar poco a causa del desencanto, primero, y la deriva autoritaria y sangrienta de la dictadura. Stalin devino en implacable crítico decidido a silenciar cualquier veleidad creativa que considerara “errónea” y, por ello, contrarrevolucionaria. E inauguró la época del terror. Numerosos escritores serían ejecutados. Figuras destacadas de las letras como Bulgákov, Ajmátova, Pasternak o Mandelstam, fueron perseguidas por «el montañés del Kremlin, con ojos de cucaracha», según la descripción que hizo este último del dictador en un poema. Una osadía que le costaría ser detenido en mayo de 1934, en Moscú, acusado de actividades contrarrevolucionarias: se abría así para el gran poeta ruso un periodo de cárceles y confinamientos que terminó con su muerte, cuatro años después, en un campo de trabajo siberiano.

En junio de 1934, a los pocos días de esta detención, Stalin hizo una llamada telefónica a Borís Pasternak de apenas tres minutos. Se sabe la duración, pero a partir de ahí comienza la oscuridad y surgen distintas versiones sobre los términos exactos de esa breve conversación en la que Stalin le habría pedido a Pasternak, el futuro premio Nobel de Literatura, su opinión sobre el poeta encarcelado. Sobre esa conversación de tres minutos ha escrito el albanés, premio Príncipe de Asturias, Ismaíl Kadaré, que recoge hasta 13 versiones del breve diálogo telefónico, y del papel desempeñado por Pasternak en tan delicado momento. Según cuenta Moisés Mori en ABRIL, Kadaré “acude a datos aportados por los historiadores, a testimonios de gentes cercanas al círculo familiar e intelectual de ambos poetas; así que, por un motivo u otro, y con muy diferente relevancia, acaban compareciendo en estas páginas desde las esposas de los dos autores, Nadiezhda Mandelstam y Zinaida Pasternak, hasta otros muchos personajes de la vida rusa, principalmente autores de aquellos días como Anna Ajmátova o Mijaíl Shólojov”. La imaginación de Kadaré acaba por convocar asimismo a algunos fantasmas habituales de su mundo narrativo (Macbeth, los clásicos griegos, el Infierno de Dante Alighieri) –comenta en su reseña Mori– “y, por supuesto, no se olvida de Albania ni de su propia historia bajo un régimen totalitario. De modo que este libro es algo más que un mero informe sobre un hecho específico; no carece de encrucijadas, de tormentas, de bifurcaciones, de pesadillas. Podría decirse que su género es indeterminado, pero su autor es un excepcional novelista”.

La versión oficial de aquella conversación es la que consta en los archivos del KGB. El camarada Stalin le pregunta al camarada Pasternak qué puede decirle de Mandelstam, y su atemorizado interlocutor contesta con evasivas: “Lo conozco poco. Él es acmeísta, yo pertenezco a otra corriente. De modo que no puedo decir nada de Mandelstam”. Según dicha versión, Stalin le colgó el teléfono, pero no sin antes añadir: “pues yo sí que puedo decir que es usted un pésimo camarada, camarada Pasternak”, contestación que le debió parecer muy poco tranquilizadora a su interlocutor. La actitud de Pasternak, esa falta de compromiso, el que no intentara mediar, al menos algún gesto en favor de un poeta que era su amigo, no lo dejan en el mejor lugar. “No obstante, –escribe Mori– lo sustancial del caso no estaría tanto en la reacción concreta de Pasternak durante esa llamada como en la llamada misma, en el hecho de que el escritor se viera en ese trance, desnudo e inerme ante la omnipotente e impenetrable voluntad del tirano. Es decir, más que el caso Pasternak, lo más negro y escalofriante de todo es justamente la oscuridad, la proliferación de suposiciones, el general espanto que pone de manifiesto esa maldita conversación y, en particular, el temblor de un artista ante los arbitrarios rayos del poder”. A la versión oficial, el escritor albanés añade mediante los citados testimonios de los que escucharon o recibieron noticia de la llamada, otras doce.

En EL CULTURAL, Lourdes Ventura incide en su reseña de Tres minutos. Sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak en que “Kadaré no resuelve el misterio, pero nos desvela un mundo de traiciones, terror político y arenas movedizas”. Y contextualiza su estrategia narrativa asimismo en su propia experiencia moscovita, pues estudió en el Instituto de Literatura Gorki de Moscú, lo que le permite introducir sus propias reflexiones sobre las relaciones de los intelectuales con el poder comunista: “Como es bien sabido, Kadaré ha pasado buena parte de su vida bajo la dictadura de Enver Hoxha y pidió asilo político en Francia, en 1990, ya en la etapa presidencial de Ramiz Alia, el heredero del déspota. Su trayectoria en esos años, y más concretamente su relación con el régimen de Hoxha, ha sido objeto de no pocas y contrapuestas versiones”. En un régimen dictatorial todo artista puede ser interrogado sobre su relación con el poder, parece decirnos.

El particular interés por la figura de Pasternak, este “homenaje, siquiera sesgado”, va poco a poco perfilándose en las 150 páginas del libro. Un interés que se suscitó ya en los años 1957-1960, cuando un joven y prometedor Kadaré fue becado para ampliar su formación en el Instituto Gorki de Moscú. Coincidió esta estancia precisamente con la prohibición en la URSS de la novela de Pasternak El doctor Zhivago, por lo que la tuvo que publicar en Italia. Luego se le concedería el Premio Nobel, pero fue obligado finalmente a renunciar a él; cuando murió Pasternak, en 1960, el estudiante Kadaré aún permanecía en Moscú. 

Otro disidente, el checo Bohumil Hrabal

Cuenta en BABELIA José María Guelbenzu que la vida del escritor Bohumil Hrabal es una sucesión ordenada de catástrofes: dos guerras mundiales, la sovietización de Checoslovaquia, la esperanzadora Primavera de Praga, su aplastamiento por las tropas rusas, el fin del yugo soviético y la posterior división del país, cuatro años antes de su muerte, en República Checa y República Eslovaca. Todo esto sólo se puede contemplar desde el horror o el humor, “y este último es el camino que el resistente Bohumil Hrabal eligió para su literatura”. En España se han publicado sus novelas más conocidas como Trenes rigurosamente vigilados, Yo que he servido al rey de Inglaterra y Una soledad demasiado ruidosa. Ahora llega a las librerías un libro de relatos bajo el título de Señor Kafka. “Son siete cuentos que hunden sus raíces en el surrealismo (…) y desconcertarán al lector por su dificultad y su fuerza satírica. En una sociedad regida por los experimentos del comunismo soviético en busca de la creación del `hombre nuevo socialista´, solo el humor y la sátira es el oxígeno que se necesita para sobrevivir”, escribe Guelbenzu. 

Hrabal padeció la prohibición de sus libros tras el aplastamiento por los tanques rusos de la Primavera de Praga, aunque se pudieron leer a través de copias clandestinas, los conocidos samizdat. Solo después de que cayera el muro de Berlín pudo ser publicada de nuevo su obra.  

Y un espía: John le Carré 

La guerra fría que la Unión Soviética y Occidente, bajo liderazgo de los Estados Unidos, mantuvieron durante décadas nos dejó para la literatura contemporánea un héroe moderno, de ambiguo atractivo, moviéndose en un mundo de sombras y complejidad moral: el espía.  

Le debemos al escritor británico John le Carré en gran medida la creación de ese personaje novelesco, el espía que surgió del frío, que también fue topo, un honorable colegial que se alistó en el servicio secreto inglés para luchar contra el fascismo y que bien pudo trabajar a las órdenes del legendario Smiley. 

Dice José María Lasalle en BABELIA, en la reseña dedicada a Un espía privado, una recopilación de cartas del escritor llevada a cabo por uno de sus hijos, que “hay algo que los británicos saben hacer a la perfección: serlo rematadamente cuando se lo proponen. Esto es lo que John le Carré refleja en su correspondencia al hablar de sí mismo en Un espía privado. Hasta el punto de ofrecer un suculento bocado a los lectores de quien dominó el género literario del espionaje durante seis décadas. Lo hizo con tanta habilidad y éxito que extendió su reinado sin discusión”.

El libro recoge 309 cartas, introducidas, anotadas y glosadas en un esfuerzo de recopilación biográfica tan preciso y exhaustivo que, “no siendo una tesis doctoral, solo un hijo podría abordar desde la devoción filial”. El trabajo, informa Lasalle, lo llevó a cabo Tim Cornwell, que fue el tercero de los hijos que Le Carré tuvo con su primera esposa. Cornwell, fallecido en 2022, fue periodista, especializado en arte, que, con su selección de las cartas, supo sacar tanto partido a la vida de John le Carré “que hacen de él un personaje más de sus novelas. De hecho, la correspondencia lo desnuda moviéndose con libertad por las habitaciones de su biografía, aunque siempre cubierto con un albornoz bastante pudoroso. Como cuando entra en sus infidelidades, que pasa de puntillas en extensión y profundidad, aunque se incluyen algunas cartas”.

En todo caso, desvelan sinceridad, “tanto que parece avalado por la distancia elegante de quien sospecha que está siendo observado por un tercero y que, por eso, se empeña en decir la verdad para no ser acusado de encubrirla”.  A través de la lectura de su correspondencia se van descubriendo los hilos que van del inconsciente del autor y su propia biografía a las tramas y los personajes que habitan las historias de espías que le hicieron famoso y rico: “Un magma biográfico e imaginativo del que salió un personaje tan excepcionalmente literario como George Smiley, a quien dedicó un libro antes de fallecer en 2020 y que encarnó la tragedia del espía que supo entender la complejidad emocional del topo que perseguía como una posibilidad de sí mismo”.

La lectura de las cartas nos pasea por la frustración de quien tuvo que dejar Oxford por culpa de un padre malversador, leemos en la reseña, las ideas de un tory compasivo y civilizado, la mirada geopolítica de un mediocre diplomático que ocultaba un espía perfecto del MI5 y el MI6 y la erudición académica del profesor de Eton que era devoto de los clásicos y de la literatura alemana. “Alguien que no creía en el espléndido aislamiento británico, y menos en su versión populista que se tradujo en el Brexit”. Veía a Inglaterra como una parte sustancial de la vieja y querida Europa. Tanto que se hizo irlandés para no romper con ella: En fin, alguien tan británico que poco antes de morir en noviembre de 2020 dedica en su última carta una pulla que solo un exprofesor de Eton podría propinar a un alumno de este colegio que se llamara Boris Johnson: “El hecho de que haya estudiado Clásicas en Eton es extraordinariamente irrelevante. Es un oik (sin la clase necesaria) de Eton”. 

Además, nos llamó la atención

Una entrevista en ABC CULTURAL con el escritor Rodrigo Fresán, en la que habla de su última novela El estilo de los elementos, “una historia monumental sobre la niñez y la vocación literaria en la que los hijos se salvan leyendo y los escritores fantasmas reescriben el pasado para no dejar de recordar”, según la definición que hace de ella Karina Sainz Borgo, autora de la entrevista. Dice Fresán, que “cuando tienes una cierta cantidad de libros, surge algo más o menos parecido a certezas. No devienen de la seguridad, sino de la resignación. Todos mis libros tratan de leer y escribir, sobre la paternidad y ¿la `hijitud´? Sí, los hijos, la `hijitud´. Es eso que Proust llama los trastornos de la memoria y las intermitencias del corazón”.

MacInnes

Y en LA LECTURA, Andrés Seoane entrevista al escritor escocés Martin MacInnes, autor de Ascensión, “una potente mezcla de ciencia ficción, novela intimista, filosófica, de aventuras y científica que reflexiona sobre algunas de las cuestiones filosóficas más profundas de nuestro tiempo”, que fue finalista del Premio Booker. De la entrevista, se destacan algunas frases contundentes: “Naturaleza: Somos muy arrogantes. Sólo llevamos aquí 200.000 años y nos portamos como si fuéramos el origen del universo”.

Y sobre el cambio climático concluye en la ironía que supone en el mundo actual el que las generaciones nacidas en la era digital sean las más activistas. 

Y de cierre, un libro de E.M Forster, Aspectos de la novela, “una suerte de recetario de composición de novelas para un público interesado”, resume Gonzalo Torné en LA LECTURA, pero advierte de que este “no es un libro sólo para aspirantes a escritores de ficción, sino, y sobre todo, para lectores”, y, por tanto, su objetivo sería “que leamos con más interés, exigencia y detalle, con más provecho. Que leamos, en definitiva, mejor”.

Y si, mientras leemos así, llama Stalin, ¡que espere!

                                                                                                         E. Huilson

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