Crítica a la crítica `woke´
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS
El Oxford English Dictionary define el término “woke” como “Alerta ante la discriminación y la injusticia racial o social; frecuentemente en la construcción `stay woke´ (mantente despierto) a menudo empleada como una exhortación”. En LA LECTURA, Daniel Arjona firma un reportaje sobre este fenómeno que titula “El despertar de la izquierda contra el wokismo”. Sitúa su nacimiento en la segunda década de este siglo, momento en el que, según escribe Arjona, “un enorme iceberg se desprendió de la izquierda tradicional, una gran masa de ideología que cristalizaba en clave activista las ideas del postestructuralismo francés y los estudios culturales de los setenta y que se convertía en un verdadero peligro para las vías de navegación de los nuevos debates políticos por venir”. Los movimientos conocidos como “Black Lives Mater” y “#Me Too” hicieron del wokismo el fenómeno internacional al que asistimos, consistente en una defensa de lo políticamente correcto, del lenguaje inclusivo, de las minorías, de los derechos trans, etc. Se justifica este nuevo activismo identitario acusando a la izquierda tradicional de haberse olvidado de estos asuntos. Desde la derecha se acusa a dicho movimiento de establecer una nueva forma de censura (con la consiguiente cancelación de quien se salta el nuevo código de conducta), mientras que desde la izquierda clásica se sospecha que se trata, en realidad, de algo muy diferente: “Esa nueva izquierda identitaria lo que hacía en realidad era traicionar los ideales universales del liberalismo progresista original”.
En LA LECTURA, que es el tema principal de su último número, se citan algunos libros para quien quiera profundizar en este fenómeno cultural desde posiciones críticas. De 2019 es Woke, “una sátira salvaje”, escrito por Titania McGrath, que vendría a ser una especie de guía para el lector que se adentra en la “intrincada selva de la neolengua identitaria. Otro libro recomendado, “probablemente la confrontación más seria y sosegada”, se nos dice, es La transformación de la mente moderna, escrito por los teóricos estadounidenses Jonathan Haidt y Greg Lukianov, en el que analizan cómo se irradia este fenómeno desde los recintos universitarios, donde observan una cada vez mayor agresividad de los alumnos al boicotear a ciertos profesores y en qué modo está afectando a la función de la Academia de buscar la verdad y al propio “porvenir de la democracia liberal occidental.
Helen Pluckose y James Lindsay, en Teorías cínicas, señalan como principales peligros para el liberalismo y la modernidad a la izquierda postmoderna “woke” y una extrema derecha populista alimentada por la primera. Y advierten de que “nos enfrentamos al continuo desmantelamiento de categorías como conocimiento y creencia, razón y emoción, hombres y mujeres”, por causa de este “sucedáneo potente y peligroso de las viejas religiones”.
En Cancelados, su autor, Umut Özkirimli, se pregunta: “¿ha constituido el `wokismo´ un pasatiempo narcisista de las clases medias altas acomodadas de Occidente que pasará a un segundo plano ahora que el mundo se adentra en una nueva era impredecible sacudida por las guerras de Ucrania y Oriente Próximo?” Es una posibilidad, se responden, pero también el que provoque la ruptura de sociedades especialmente vulnerables al ser la política identitaria radical divisiva ya que carece de una visión basada en valores compartidos.
En cuanto a la producción en España de ensayos sobre el mismo asunto se señalan las obras del escritor y periodista Juan Soto Ivars, Arden las redes, La casa del ahorcado y Nadie se va a reír, así como La verdad de la tribu, de Ricardo Dudda, y La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé, en el que denuncia, “desde una perspectiva marxista clásica el abandono de la clase por la izquierda”.
La crítica cáustica
Nueva novela de José María Guelbenzu, Mediodía en el tiempo, con la cual, según escribe Ana Rodríguez Fischer en BABELIA, “ensancha y ahonda la radical indagación sobre la vida y la conciencia de uno mismo que abordaba en títulos inolvidables, protagonizados por personajes de su misma generación”. La novela está centrada en la trayectoria de cuatro jóvenes cuya amistad se forjó a mediados de los años sesenta, con Alberto Remolín como personaje eje de la narración. De familia humilde, “que bracea contra las circunstancias adversas y logra mandar a su hijo a la universidad, Alberto conseguirá en parte lo que se propone: satisfacer su `impaciencia sexual´ en aquel país mojigato e hipócrita y `salir de la pobreza´ ocupando un puesto directivo en un gran grupo editorial, experiencia que le lleva a desear la fama y el éxito, y a escribir una novela”. El resto de personajes, Pedro Casabuena, Ignacio Estepar, ambos de buena familia, Belarmino Álvarez, hijo de una familia ovetense de cierta prosapia, lector voraz y culto, siempre en busca de la manifestación de la belleza, que acabará siendo el más leal y fiable de los tres. Se trata de jóvenes convencidos por el mito del progreso y de la dialéctica, “sacudidos por el Mayo del 68 y sus esperanzadores ideales —por los que algunos lucharon como entusiastas pero otros como cínicos—, cooperadores necesarios en la Transición, que encaran la recta final de sus vidas ya sin espejismos ni telarañas ideológicas, con un moderado escepticismo y hasta descreimiento, revisando las sendas transitadas y muy especialmente sus relaciones con las mujeres, los deseos que les mueven hacia ellas. Tal indagación se articula desde la memoria —`la verdadera defensa contra el paso del tiempo´ —, y no desde la nostalgia —que todo lo tiñe de sentimentalismo—, en abundantes pasajes introspectivos que agregan densidad y profundidad a la novela y la convierten en una lúcida aventura interior —que también al lector lo obliga o lo ayuda a volverse sobre sí mismo— hasta horadar en su deriva última: la abulia y la degradación final de Pedro, la labilidad moral de Ignacio y su cobardía acomodaticia, el drástico cambio de Alberto al frente de una modesta librería, la persistencia de Belarmino en su búsqueda de la belleza porque ésta es la permanencia y lo que da sentido frente a la inseguridad en que vive el hombre moderno, aun siendo consciente del dilema de oponer acción y contemplación”, según resume Rodríguez Fischer en su reseña, que concluye en tono elogioso: “Una hermosa epifanía cuyo sentido sin duda pervivirá tras la lectura de Mediodía en el tiempo”.
Menos condescendiente con la novela se muestra en EL CULTURAL Santos Sanz Villanueva, que escribe de ella: “José María Guelbenzu ha acometido una novela ambiciosa, la más ambiciosa de las suyas, pero de resultado poco satisfactorio. Su diseño de relato testimonial colectivo se sustituye de modo gratuito por la enrevesada especulación filosófica, hace concesiones al costumbrismo, no evita trazas folletinescas y resulta, en conjunto, reiterativa y fatigosa”. Esto te lleva a pensar que con este párrafo final es suficiente para demoler una estructura de 427 páginas. Antes nos informa de que estamos ante un antiguo modelo narrativo, el de la `novela río´ que abarca la trayectoria de varias generaciones con morosidad expositiva (…) Este esquema decimonónico sirve para recrear un amplio arco cronológico que se dilata desde la guerra civil y hasta fechas cercanas a hoy mismo”. Comenta el crítico que tal armazón narrativo solo se vivifica con algunos recursos técnicos actuales: “el punto de vista del narrador omnisciente que todo lo sabe”, con lo denostado que está en la actualidad, añadimos por nuestra cuenta. Tampoco se salva la novela, para Sanz Villanueva, a la hora de contextualizar la historia, “que es el humus donde la ficción enraíza, y no es neutral”. Y pone como ejemplo que se menosprecia a Aznar y se celebra a Felipe González, pero ignorando de éste los GAL y “otras oscuridades”, asegura (pensamos que en relación con la corrupción de la época). Léase el perfil pues en la versión del expresidente que pinta en su libro reciente Gregorio Morán más que en la que hizo en el suyo Sergio del Molino. (Por cierto, que este último es portada en ABRIL con motivo de la publicación de su novela La hora violeta, con una entrevista realizada por Juan Cruz).
Volvamos a la crítica y sus variantes. Nos llamó la atención el artículo de esta semana en EL CULTURAL de Ignacio Echevarría, en el que, bajo el título “Leer con otros ojos”, comenta que “Toda lectura, o más bien comentario, entraña una cierta violencia respecto al juicio que el autor del texto se ha hecho del mismo. A la crítica le corresponde el dudoso privilegio de administrar públicamente esa violencia latente en toda lectura, de evaluar el grosor de ese inevitable desajuste entre lo que el autor se proponía decir con su texto y lo que uno es capaz de reconocer en él. Esa violencia se diluye cuando el comentario es elogioso, pero puede resultar dolorosa cuando es, por el contrario, negativo, y más aún cuando delata un malentendido sustancial de las propias intenciones”.
Llegados a este punto se pregunta uno de los asiduos del Patio si a Guelbenzu le ocurrirá lo que cuenta Echevarría cuando lea ambas, y tan dispares, críticas, y, también si los críticos se leerán entre ellos y, si así fuese, cambiará en algo su inicial apreciación con la lectura del otro.
Y en estas, leemos que nuestro autor de novelas de espías de cabecera, John Le Carré, dejó escrito en una de sus cartas que “no hay tipo más tonto que el escritor que se queja de sus críticos, y yo no puedo ser uno más”. Una selección de dichas cartas se publica ahora en España bajo el título Un espía privado. Las cartas de John Le Carré. Un máxima que él mismo rompía de vez en cuando, como cuando llamó “simio ignorante” a un crítico del Times Literary Supplement al que no había gustado su novela El espía que surgió del frío. Especial inquina tenía por Clive James, “que se ensañó con él en varias reseñas, incluida una de 1977 en The New York Review of Books que empezaba así: `La nueva novela de Le Carré es más o menos el doble de larga de lo que debería ser”. Precisamente, en ese mismo suplemento firma la reseña del libro de cartas de Le Carré Dwight Garner (la publica traducida al español EL CULTURAL) del que afirma el creador de Smiley: “Un espía privado no es –¿cómo decirlo suavemente?– un gran libro de cartas. Si Le Carré tenía amigos íntimos, aquí brillan por su ausencia. Su tono es campechano pero también cauteloso y diplomático. Mantiene a casi todo el mundo a una distancia prudente. Tiene el don epistolar de escribir mucho y decir poco”. Nos preguntamos si es necesario decir más para desaconsejar un libro de cartas de, no nos olvidemos, un escritor que además fue espía y, al parecer, no desvela secreto alguno.
En la piel del crítico
Para comprender su difícil función en el ámbito de la prescripción literaria no vendría mal hacer el esfuerzo de intentar meterse en la piel del crítico, aunque se recomienda no hacerlo en la de Nadal Suau, que suele firmar sus comentarios de libros en EL CULTURAL pues quizá duela (perdón por el chiste). En este suplemento lo vemos en portada con motivo de haber ganado el Premio Anagrama de Ensayo de este año con Curar la piel. Ensayo en torno al tatuaje, un libro que analiza el impacto de los tatuajes, también de los suyos. En la noticia del premio, en El Español leemos que el libro es «una suerte de ontología personal y literaria del tatuaje, al trasluz de las marcas grabadas en su propia piel», según Daniel Rico, miembro del jurado del galardón; y que «nos convoca a hablar de la vida a través de los tatuajes» (Pau Luque, también miembro del jurado). Con el pretexto de «ese jeroglífico gráfico» en torno al que «se explica buena parte de su vida», escribe otro miembro del jurado, Jordi Gracia, el escritor se inmiscuye en «las complejas relaciones paternofiliales, el amor, el desclasamiento, el significado de lo subversivo y la literatura», entre otras cuestiones. Pues queda dicho. Y recomendado para padres de hijos tatuados que, sin eludir la perplejidad, terminan justificando ante los demás esa escritura en la piel en términos de identidad, desclasamiento, subversión, memoria y tiempo. Habrá que leerlo.
E. Huilson