Ya era hora
Por fin me tocó. Me pilló el maldito bicho. Dios (o alguien) respondió a mis plegarias. La verdad es que llevaba semanas viendo a compañeras del trabajo y amigos caer y me daba envidia. Cada vez que me hacía un test de antígenos rezaba para ver las dos rayitas rojas.
Loca me llamarán algunos. Pero es que no hay nada que me guste más que estar en casa viendo Netflix todo el día. Y si encima puedo hacerlo no solo sin sentimiento de culpa, sino sintiéndome como una heroína moderna y buena ciudadana… increíble.
Al ver una fina raya aparecer junto a la letra T mi corazón se acelera. Resulta que el dolor de garganta va a ser la variante Ómicron y no el karaoke del viernes por la noche. Me vienen a la cabeza la cantidad de cosas que voy a hacer durante mi semana confinada sin tener que ir al trabajo. Podré ver la segunda temporada de The L Word, acabar el libro que tengo olvidado, ver todas las películas de mi lista, trabajar mi colección de cuentos, dibujar, pintar.
Miro el termómetro: 38º de fiebre y un diagnóstico de “nadaísmo”. Que ¿qué es eso? Las ganas de no hacer nada, pero nada de nada.
PAULA
Ah… con esa variante «ómicabr…» muchos queríamos pillarla y pasar tranquilamente unos días en casita, pero la muy puñetera te deja tirado. Muy oportuna esta historia, más de uno se habrá sentido identificado.
Me encanta el nadaismo una palabra muy bonita. En todo caso unos días entre cama y sofá con unas décimas (sin pasarse), son una maravilla. Sin llegar a estar como esa pobre chica de la viñeta, claro!