Un cuento (bíblico) de cerdos y corderos
Aquellas tediosas clases de religión, en primaria, y de formación del espíritu nacional, después, en el instituto, apenas me dejaron rastro, que recuerde. Pensándolo bien, esas enseñanzas eran inútiles para los fines que perseguían: no ilustrar, sino conformar nuestro carácter, no enseñarnos a pensar, sino moldear nuestra conciencia. Para modelarnos ya era más que suficiente y efectivo el entorno asfixiante de beatería y autoritarismo en que nos movíamos los nacidos en la década de los 50 del siglo pasado. La Vida de Jesús y las Glorias Seculares del pueblo español poco refulgían en aquellas aulas de deslucido verde manzana y bombilla escasa. Tampoco ayudaba a ello la abulia de maestros y profesores, que solían delegar en unos pocos libros ilustrados sus enseñanzas. De hecho, si se hacían más soportables aquellas asignaturas, era por las ilustraciones de los libros, qué duda cabe. Sobre todo, las de Historia Sagrada. Las ilustraciones nos transportaban a mundos diferentes, exóticos, con sus relatos fantásticos. Eran años sin televisión en muchos hogares y poco cine, y la imagen al alcance del ojo infantil estaba en los tebeos y los libros ilustrados del colegio. Mundos con los que soñar, otra realidad, Numancia, Viriato, Jerusalén, Colón en América junto a un indio moreno con grandes plumas coronando … Que me fascinasen los dibujos de los Reyes Magos viniendo de Oriente, por ejemplo, creo que tenía más que ver con el sueño de viajar y contemplar desiertos que con los regalos que me traerían, pues bien pronto lo dejé a su elección en vista de mis fracasos.
¡Qué vería yo en aquellos desiertos que atravesaban los Magos, me pregunto ahora! Leí hace unos días que no hay referencia a los Reyes Magos en los Evangelios, ni en los considerados fetén por la Iglesia, ni en los apócrifos. Solo en el de Mateo se narra la historia de ciertos sabios astrónomos que siguiendo una estrella llegaron a Jerusalén y preguntaron por el “Rey de los judíos”, al que deseaban adorar. Nada se dice de que fueran reyes ni de que portaran regalos, y menos de que fueran sus nombres Melchor, Gaspar y Baltasar. Pero la fábula ha funcionado, es un cuento de éxito año tras año. El sueño de Netflix, HBO y demás industrias de la ficción.
La fábula nos alimenta y por eso la alimentamos. A pesar de que sabemos quién se oculta detrás de los Reyes Magos, y que de estos no hay prueba alguna de su existencia, uno sigue cumpliendo con el rito. A ese alimentar la fábula se debe que este año me haya “echado de reyes” una biblia, el Libro de libros en los que se basa, entre otras, la fábula de los Reyes Magos, pero de los que nada se dice en ellos. ¡Qué curioso! Y no cualquier biblia, no: “los reyes me han traído la Biblia del Oso”, la primera traducción al castellano común desde las fuentes originales en que fue escrita (hebreo y griego), una hazaña que, a su autor, Casiodoro de Reina, le costaría el exilio y persecuciones constantes por hereje, tanto de parte de la Inquisición como de los calvinistas. Nos explica Andreu Jaume en la presentación de la obra, reeditada por Alfaguara, que “en España no hemos tenido nunca verdadera conciencia de lo que supone poder leer la Biblia en nuestra propia lengua (…) hijos del catolicismo y la Contrarreforma, la censura de la Iglesia en los albores de la modernidad nos impidió acceder a la traducción de las Sagradas Escrituras y, a través de ella, a la experiencia problemática de la interpretación”. En la Historia de la Literatura Universal, de Riquer y Valverde, se destaca cómo los libros del Antiguo Testamento, a pesar de haber sido escritos en épocas remotísimas, se hallan muy inmediatos a nosotros, nos son familiares desde la infancia y podemos acercarnos a sus páginas sin necesidad de un esfuerzo especial. Seguro que para que sea así tienen mucho que ver las ilustraciones de aquella Historia Sagrada de la infancia. Un ejemplo de ello es la divertida, y reflexiva obra sobre el nacimiento de un escritor, Las barbas del profeta, de Eduardo Mendoza, en la que con ironía y sentido crítico analiza personajes y hazañas como los hermanos Caín y Abel, o Samson, la Torre de Babel…
Sabemos que la cultura occidental es fruto de varias semillas. Judíos, moros y cristianos (Cela) fueron nuestros ancestros. Grecolatinos, judeocristianos y árabes abonaron nuestra cultura. Poco profundizaremos en nuestro pasado y presente artísticos si desconocemos esos antecedentes, origen de mitos y arquetipos que se repiten. Por ello se nos recomienda, entre otros textos fundacionales, leer la biblia, no por ser texto revelado (queda para los que tienen fe) sino como texto literario, como hacemos con los clásicos griegos, sin adorar a Zeus, o las sagas nórdicas. Nos ayudan a comprender el presente. Veamos algún ejemplo traído desde la apabullante actualidad.
Anda campando por la prensa española (y tv y radio, claro) un debate sobre si la carne es de mejor o peor calidad en función de las condiciones de crianza del ganado. O de sí comemos mucha o poca carne. Todo ello por unas declaraciones a un periódico inglés del ministro del ramo (de la parte del consumo, no de la producción) en las que venía a defender la llamada ganadería extensiva frente a las denominadas macrogranjas “que contaminan el suelo, contaminan el agua y luego exportan esta carne de calidad pobre de estos animales maltratados”. Estarán conmigo que, de entrada, algo de bíblico tiene el lenguaje utilizado.
Al leer lo del maltrato animal recordé lo que apuntaba Calasso, en El Cazador Celeste, sobre las ventajas del cristiano para secularizarse (al sentarse a la mesa). “Para la cristiandad,” -afirma- “el pasaje a la sociedad secular ha sido más fácil respecto de las otras dos religiones del Libro, porque el cristiano no debe observar regla alguna respecto a la matanza. El cristiano no debe atenerse a lo que es kosher o halal. Obedece solo a reglas para la abstinencia respecto de ciertos alimentos, pero no para el modo en que el animal es faenado”. Sigue Calasso con su argumentación explicando que en la sociedad ya secular se prescribe aturdir al animal ante de proceder a matarlo, con lo que bastaría para abreviar y atenuar el sufrimiento, porque “el animal sufre, sobre todo, antes de ser matado. Maltratado, empujado, aguijoneado hacia la muerte, para que no se rebele, para que no cause pérdidas de tiempo. El aturdimiento sirve para aturdir a quien mata más que a quien es matado (…) sirve para persuadir a quien mata de que está matando a un ser ya muerto. En esta práctica se ve evidente la elusión cristiana del acto de matar. Piedad declarada para el sufrimiento, silencio para la matanza”.
Otra muestra de cómo echando mano de la biblia se puede hablar de macrogranjas, aunque no existieran en su tiempo. El pasado sábado, el arquitecto y dibujante Peridis citaba en un artículo, publicado en El País, un pasaje bíblico en el que Jesucristo aconseja a sus seguidores: “No echéis vuestras perlas a los cerdos no vaya a ser que vueltos contra vosotros os despedacen”. Se apoya Peridis en este ejemplo de las Sagradas Escrituras para advertir a los vecinos de la comarca palentina de Boedo-Ojeda, donde se ubica, entre otras joyas del románico, el Monasterio de San Andrés de Arroyo, (allí se guardaba un Comentario del Apocalipsis del Beato de Liébana que hubo de ser vendido para subsistencia de las monjas que lo habitaban) sobre lo inoportuno de que se levante en la zona un complejo de naves de cría y engorde para decenas de miles de cerdos. Es un paisaje que Peridis considera cuasi sagrado, por lo que “hacerlo allí (la macrogranja) es como poner una pocilga en el presbiterio de una catedral y pretender que los fieles acudan a la oración”. Y recuerda la parábola del hijo pródigo, el que vendió la parte de la herencia que le correspondía, la malgastó y terminó cuidando cerdos. O cerdos o Románico, concluye, “porque no hay modo de cantar maitines en un ambiente de olores nauseabundos”. La apuesta del dibujante, y director de la Enciclopedia del Románico de la Peninsula Ibérica, es, obviamente, por el mantenimiento, conservación y divulgación del patrimonio cultural, por la conservación del paisaje y también del turismo. Nada de macrogranja. Más niños y menos cerdos, como rezaban algunas pancartas en concentraciones de protesta.
Queda claro con estos ejemplos que el conocimiento de la Biblia ayuda a buscar símiles y metáforas, a explicar el presente. No es necesario ser creyente para acercarse a ella. Su valor literario es innegable, su valor histórico e influencia en nuestra cultura, decisivo. Y por acercarnos al Libro no tenemos por qué renunciar, a la idea de Nietzsche, de que “el concepto de Dios fue inventado como antítesis de la vida: concentra en sí, en espantosa unidad, todo lo nocivo, venenoso y difamador, todo el odio contra la vida. El concepto de ‘más allá’, de ‘mundo verdadero’ fue inventado con el fin de desvalorizar el único mundo que existe, para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ningún quehacer. El concepto de ‘alma inmortal’ fue inventado para despreciar el cuerpo, enfermarlo -volverlo santo-, para contraponer una espantosa despreocupación a todo lo que merece seriedad en la vida, a las cuestiones de la alimentación, vivienda, régimen intelectual, asistencia a los enfermos, limpieza, clima”. El invento, siguiendo al filósofo alemán, fue del hombre queriendo explicarse, lo que merece estudio.
Y tampoco tiene por qué responder este interés por explorar lo que la Biblia nos cuenta a los temores que el filósofo Michel Onfray alberga al detectar, de un tiempo a esta parte “una peligrosa vuelta a lo religioso, la prueba de que Dios no ha muerto, sino que estuvo medio dormido durante un tiempo”. Nos advierte Onfray en su Tratado de ateología que “la enseñanza de la religión vuelve a introducir al lobo entre las ovejas; lo que los sacerdotes ya no pueden hacer abiertamente, podrán llevarlo a cabo por debajo en adelante: por medio de fábulas del Antiguo y Nuevo Testamento, de la transmisión de ficciones del Corán y de los hadiz, con el pretexto de permitirles a los escolares acceder con mayor facilidad a Marc Chagall, a la Divina Comedia, a la Capilla Sixtina o a la música Ziryab…”.
No es esa mi intención esa, propia del clero bajo; mi único y modesto objetivo es comprobar el principal valor que dicen tiene la versión bíblica de Casiodoro de Reina, la belleza de su castellano, que estaría a la altura del Quijote. Hasta don Marcelino Menéndez Pelayo, vigilante de heterodoxias, se rinde a su valor: “El escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati era un morisco granadino llamado Casiodoro de Reina (…) Como hecha en el mejor tiempo de la lengua castellana, excede mucho la versión de Casiodoro, bajo tal aspecto, a la moderna de Torres Amat y a la desdichadísima del P. Scío”. Su lectura, por tanto, es mi propósito para este 2022, aunque ya se sabe que los propósitos de enero emprenden desfallecimiento en febrero (el refrán es mío). En todo caso, la intención ya me ha dado para un artículo, que no es poco.
ALFONSO SÁNCHEZ