Los poemas del patio

Shirimiri

Diligence à Louveciennes, obra de Camille Pissarro (1870, Museé d’Orsay, París)

Llueve y llueve. 
¡Qué delicia sentirse en lo fluyente, 
ser un hombre corriente! 

Llueve: Fiel definición 
de lo que empieza y no acaba, 
divinamente sin yo. 

Llueve y llueve, y llueve. Llueve, 
llueve con constancia, ¡amor 
de lo que siempre vuelve! 

Llueve largo. Llueve lento. 
Llueve muy, muy despacito. 
¿Será Dios el que se anuncia?, ¡ay, tan lejos! 

Llueve y llueve. Nada pasa. 
Es decir, pasa la nada. 
Llueve tan, tan de verdad, que se descansa. 

Llueve sin más. Llueve tonto. 
¡Mal tiempo!, dice la gente que vino a veranear. 
¡Ay qué buen tiempo sin tiempo!, digo yo. 

Con boina y con gabardina, 
recorro el Paseo Nuevo, 
vivo en lo gris y respiro. ¡Qué bien huele el mar abierto! 

Mojado, llego hasta el Puerto 
y me meto por Lo Viejo. 
¡Cómo me sabe el buen vino de los cálidos pellejos! 

Llueve y llueve. ¡Que se vayan 
los hambrientos de una luz que al recortar fija y mata! 
En mi país, todo es magia. 

Gabriel Celaya

Más que un poeta social
De Gabriel Celaya un día cantamos sus versos, imitando la voz de Paco Ibáñez, porque era su poesía “un arma cargada de futuro”, y nosotros éramos “quien somos, ¡basta ya de Historia y de cuentos!”, participantes de la España en marcha. Pero aquél Celaya, poeta de Hernani, vecino de San Sebastián, y luego del barrio madrileño de la Prosperidad, no sólo escribió poesía social en su estricto sentido, pues pendiente a las preocupaciones y estilos de su tiempo, quiso ser portavoz de los demás, y le puso verso a también a la lluvia ligera, a lo cotidiano, “pues la gente debe hacer suyos los poemas porque el poeta siente lo ajeno como lo propio”.
Y un paseo por San Sebastián, cuando la lluvia le gana al sol, es un lance poético, ¿o no?
A.S.

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