Lecturas

El peso del nombre que llevamos

Y se llamarán…

No sabremos nunca en qué modo y medida el nombre que llevamos a lo largo de nuestra vida nos habrá condicionado, si habrá actuado inclinando a un lado u otro nuestras decisiones, o si nos habrá influido a la hora de disponer nuestros afectos. Pero lo que es innegable es que nuestra identidad, para los demás, responde a un nombre, ese por el que nos apelan y dicen conocernos cuando lo escuchan, y con el que se refieren a nosotros en conversaciones con terceros, cuando somos presentados, o sin nuestra presencia. Ese que denominamos nuestro nombre. 

¿Que me vais a llamar cómo? (Mindy Olson)

Soy escéptico frente a las conclusiones de algunos estudios (que los hay, y no pocos) que hablan de la influencia del nombre en nuestro destino. Que si unos hacen caracteres más dinámicos, otros que provocan una tendencia artística, que nos influye para buscar pareja… Es difícil creerlo. Ahora bien, qué duda cabe que, desde siempre, el nombre ha sido objeto de atención e interpretación. En una de sus conferencias, Jorge Luis Borges recordaba que “para el pensamiento mágico, o primitivo, los nombres no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen. Así, los aborígenes de Australia reciben nombres secretos que no deben oír los individuos de la tribu vecina. Entre los antiguos egipcios prevaleció una costumbre análoga; cada persona recibía dos nombres: el nombre pequeño que era de todos conocido, y el nombre verdadero o gran nombre, que se tenía oculto. Según la literatura funeraria, son muchos los peligros que corre el alma después de la muerte del cuerpo; olvidar su nombre (perder su identidad personal) es acaso el mayor”. 

El nombre ha sido siempre un asunto primordial para las religiones. En la Biblia nos encontramos con aquella misteriosa referencia al nombre cuando le pregunta Moisés a Dios (Éxodo) cuál es el suyo y este le responde: soy el que soy. Respuesta que generaría miles de páginas en busca de la correcta interpretación bíblica. 

El rabino y profesor de Talmud, Benjamin Blech, defiende que los nombres “representan nuestra identidad no sólo porque son una manera conveniente de distinguirnos el uno del otro, sino porque nos definen. El nombre que recibimos al nacer no es fortuito. Es, hasta cierto punto, profético”. Y con el advenimiento del Islam, el Profeta, y después de él los llamados cuatro Califas ortodoxos, “llevaron a cabo una política de islamización de los nombre propios y establecieron unas reglas por la que se prohibieron algunos nombres antiguos y, entre ellos, el de Satanás y ciertos ídolos árabes preislámicos” (Ould Mohamed Baba. Moenia 25). 

En nuestro tiempo laico, muchos progenitores adjudican ya un nombre al “en gestación”, al que todavía no tiene nombre para la sociedad, salvo en el imaginario maternal. “Cuando Antonio sea…, irá a … y luego a… y cómo me gustaría que después…”, sueñan las madres despiertas. Ese niño o niña que al que se nombrará sin que sepa aún que está siendo nombrado, al que los más prudentes dicen “el bebé, o nuestro bebe”, pero otros, los predispuestos a la cursilería o a un complejo ejercicio de propiedad designan por su nombre, el que ellos han escogido, pero por el que “el niño o la niña” aún no atiende cuando se le nombra, más pronto que tarde recibirá el nombre que le acompañará para siempre, marcado a fuego. 

Rafael Sánchez Ferlosio

Rafael Sánchez Ferlosio, en un texto titulado Personas y animales en una fiesta de bautizo, llegaba a la conclusión de que “el tratamiento mediante nombre propio (a un recién nacido), presuntamente respetuoso y dignificador -por concederle rango de persona-, caía sobre él, por el contrario, con su grotesca ficción de humanidad, como una máscara de escarnio, como un objetivador y despiadado precinto de control, mediante el cual la sociedad constituida venía a organizársele ya en torno de la misma cuna (…) la sociedad trata así de defenderse contra la amenaza de lo indeterminado, de abortar in nuce aquello que cada nuevo nacimiento puede traer de posibilidad, de originalidad capaz de confundirla y desbordarla”.

Todos llevamos un nombre, al que atenderemos más tarde o más temprano de niños, al que respondemos cuando nos llaman de pequeños para cuidarnos (con una vacuna) o clasificarnos ya de estudiantes (¡al pabellón A!) o rechazarnos en los primeros empleos, (no cumple los requisitos, lo siento). Nuestro nombre es susurrado en la intimidad amorosa o aclamado a voces en el momento del gol si es que se llega a militar en un equipo con afición. 

Deberíamos dedicarle un tiempo a indagar sobre el nombre que llevamos. Es divertido y nos da pistas sobre aquellos que lo eligieron. Yo lo hice en su día. Mi nombre de pila (así se llama también al nombre propio porque se asignaba en pila bautismal) es Alfonso Javier. Supe que el que se me tenía asignado era Javier, pero el azar se cruzó para que apareciera Alfonso. Ocurrió así: llegado el momento del parto, y no habiendo llegado la comadrona a la casa donde amanecí al mundo, hubo que pedir ayuda a una vecina para que echara una mano. Concluido el alumbramiento se le ocurrió preguntar qué nombre me tenían reservado. Javier, le respondieron. No debió quedar muy satisfecha y sugirió que como el santo del día era Alfonso María de Ligorio, quien fuera obispo y doctor de la iglesia, y como todo había ido bien (¡sin comadrona!) podía ser bonito que me pusieran ese nombre. Se decidió finalmente que con Alfonso (sin el María de Ligorio), y después Javier, se cumplían los deseos de todos. Y así me bautizaron. Pero hete aquí que mi buena vecina (Casimira, se llamaba) se lio un poco con el santoral, pues Alfonso María de Ligorio era el santo del día 1 de agosto y yo nací el día 2, a eso de las ocho de la mañana. Cuando se descubrió el error no había vuelta atrás. 

Espero que me comprendan los estudiosos de los nombres y su influencia en el destino, pues ¿cómo voy yo a creer en el determinismo del nombre si el mío responde a un error? ¿Soy el que soy o debiera ser otro? ¿De haber sido sólo Javier estaría donde ahora estoy escribiendo qué habría ocurrido de no llamarme Alfonso, sólo Javier? Porque, dicho sea de paso, nadie me llama Javier, por lo que estoy convencido que el que iba a nacer como Javier no lo hizo porque, en el último momento, un impostor que se haría llamar Alfonso se hizo pasar por él, le reemplazó. 

Pobre Javier, me hubiera gustado saber el destino que albergaba su nombre.

                                                                                                               ALFONSO (JAVIER) SÁNCHEZ

Un comentario en «El peso del nombre que llevamos»

  • Querido Javier: agradécele a la señora Casimira el detalle. También Phileas Fogg se vio implicado en la confusión de día y el error le dio fama mundial. Deberías firmar con los dos nombres como Camilo José, Ramón J,, Juan Ramón, Jorge Luis, Mariano José, Luis Antonio, Juan Gabriel, o….Carmen Mola.

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