Lamento por las cartas que no leeremos
Llevamos años asistiendo a una larga y desigual competición entre el papel y lo digital, batalla que ya se sospechaba que la perdería el descendiente del papiro, como así ha ocurrido, aunque aún se resista, como viejo partisano agazapado en olvidados territorios, a entregar todas las armas: esos libros que se prestan mal a ser leídos en pantalla por el irredento vicio de sus lectores o esos periódicos de los domingos a los que los restos de café y cruasán dotan de cierta dignidad. Otros baluartes, como las cartas manuscritas, cayeron en los primeros lances de la guerra. Ya no se escriben cartas de amor, decía la canción, pero tampoco cartas entre corresponsales para intercambiar ideas o descubrimientos de viajero, y hasta las cartas comerciales han desaparecido, cuentan.
Una corriente de pensamiento optimista defiende que solo ha cambiado el soporte, que, si bien la pantalla ha sustituido el papel, el mensaje es el mismo, por lo que las cartas mantienen su sello de ser memoria personal de puño y letra. No estoy tan seguro.
Veamos. Hay cientos de cartas que, además de por sus destinatarios, fueron leídas años después de ser escritas por miles de investigadores que buscaban un mayor conocimiento de cómo se iban gestando las ideas o cómo se desarrollaron hechos relevantes de la Historia contados por testigos directos. Un buen ejemplo sería la correspondencia ingente que produjeron a lo largo de su vida intelectual Marx y Engels, “que supuso al siglo XIX lo que la de Voltaire al XVIII”, según observa Edmund Wilson en su obra Hacia la estación de Finlandia, un repaso a la historia de la idea socialista desde sus inicios hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo. Esas misivas, las que se estén escribiendo hoy, son emails, correo electrónico, de los que la mayoría acabarán en papeleras, cementerios virtuales, a golpe de clic. ¿Cuántos de ellos serían valorados en el futuro como fuente de estudio de no haberse “perdido”? No lo sabremos. Marx y Engels, Voltaire, Rousseau, sí tenían conciencia de que las cartas que escribían servirían en el futuro para completar su legado intelectual.
No es tiempo para la lírica de la carta, no cabe duda. Teléfonos y correos electrónicos acabaron con la carta postal que se enviaba a la familia, a los amigos, si uno emprendía un viaje, o vivía en otra ciudad. Y también acabaron con las cartas de amor, y con las de desamor, tan importantes como las primeras. He conocido amigos que guardaban como oro en paño la última carta de una novia que les decía adiós para siempre.
¿Se guardan ahora los wasaps (elijo la grafía que recomienda la Rae) donde te dejan plantado o plantada? Y si se almacenan, ¿por cuánto tiempo? ¿O se borra el historial y se bloquea al remitente ingrato y punto y final? Sé poco de los comportamientos de los “nativos digitales” en estos asuntos, la verdad. ¡Contemporáneos y tan distantes!
Distantes en el tiempo, pero sentidos como contemporáneos, recuerdo ahora a algunos escritores de cartas postales que me antecedieron (por fecha de nacimiento, no como epistológrafo, que no lo soy, o dejé de serlo) y rememorarlos me produce una incierta nostalgia. Por citar algunos, y de manera inapelable, Kafka en primer lugar: las cartas del checo-alemán son hoy tan valoradas literariamente como sus novelas y relatos. ¡Y lo que nos dicen de su proceso creativo! La noche del 22 al 23 de noviembre de 1912 le escribe a Felice Bauer: “… he dejado a un lado mi pequeña historia, en la que, por otra parte, llevo dos noches sin trabajar en absoluto; aprovecha el silencio para crecer y convertirse en una historia más grande. (…). Sí, sería hermoso poder leerte este relato y verme, mientras tanto, obligado a tener tu mano en la mía, ya que la historia es un poco terrorífica. Se titula La transformación (en España más conocida por La metamorfosis) y te daría mucho miedo, aunque puede que estés familiarizada con eso, puesto que no es otra cosa que miedo lo que, por desgracia, te he de dar todos los días con mis cartas.”
¿Escribirán hoy los escritores a otros colegas, a novios o novias, emails donde, además de cuestiones de la vida cotidiana, junto a palabras de amor, informen de dudas o aciertos sobre sus obras en marcha? Seguro que sí. ¿Se hará pública algún día esa correspondencia? ¿Será posible desde su soporte actual? Ahí aparecen las dudas. De entrada, porque tanto el que escribe un email como el que lo recibe debe tener conciencia de su importancia, y ello es ya de por sí hoy un acto de vanidad. Y además estas misivas entran en el terreno estricto de lo privado. Ni Kafka ni Felice hubieran pensado nunca que esas cartas que ella recibía, escritas y leídas en la más estricta intimidad, serían algún día patrimonio cultural. Nos interesa como Kafka ve crecer su “monstruo” a la vez que nos enteramos cómo la protegerá del miedo, “cogiendo su mano”.
La comunicación hoy es instantánea. Un mensaje en las redes se produce en segundos gracias a internet. El email queda así reservado para una comunicación más reposada, pensada, corregida, y estructurada la información que se quiere transmitir. Del email no esperamos una respuesta instantánea, pero si no recibimos una respuesta inmediata a nuestro último wasap, nos inquietamos. No es nuevo esto, solo que el tiempo que le dábamos a la cortesía o a nuestra angustia se ha acortado. Veamos otro ejemplo. El 18 de marzo de 1903, Antón Chejov escribía desde Yalta a su esposa, la actriz Olga Knipper, que estaba en Moscú, tras recibir un telegrama “… por fin me has mandado tu dirección y todo volvió de nuevo a su sitio. Gracias, paloma mía. Recibí esta mañana tu carta llena de lágrimas (…) La tomé, ¡e iba sin dirección! Preparado estaba para solicitar el divorcio cuando, a mediodía, he recibido el telegrama”. Conocida la dirección de su esposa, Chejov se siente aliviado, cual padre de hoy cuando recibe un mensaje de un vástago del que no tenía noticias recientes (contabilizado el tiempo en horas).
De lo que deducimos que hoy en día un wasap a tiempo nos permite, como a Olga un telegrama, aplazar una contestación más amplia, una carta-email, aunque lo más posible es que la sustituya. Porque ya no escribimos cartas, nos limitamos a abandonarnos a la nostalgia de pensarlas, a leer las que conservamos, si es que algunas conservamos, y a un ejercicio de “voyerismo” con las que nos llegaron, pero no nos estaban dirigidas. La vida de los otros.
ALFONSO SÁNCHEZ
Hace muchos años, en un arrebato juvenil y de una imbecilidad supina, tiré toda mi correspondencia amorosa…, qué gran error.
Fantástico escrito Alfonso. ¡Un besazo!
Grande Alfonso de Ávila en su defensa del género epistolar.
Querido Alfonso,
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Sin otro particular, en Toronto a 21 de Mayo de 1956…
FIRMA ilegible.
Las cartas con su sobrecito y todo, eran más poéticas, estoy de acuerdo totalmente. Me consuelo pensando que lo más importante será mantener la comunicación entre parlantes, lo más fluida posible, aunque sea a través de una pantalla. O del teléfono, que tampoco está mal para este menester.