Elogio y crítica a Picasso del profesor, y espía, Blunt
El próximo 8 de abril se cumplirán 50 años de la muerte de Pablo Picasso y se prevé que los eventos para conmemorar la efeméride llenen museos, páginas de periódicos y salas de conferencias. Numerosos actos se preparan para celebrar la genialidad del artista a lo largo de 2023, y no sólo en España, pues la acción concertada de los gobiernos español y francés llevarán la obra del pintor malagueño a un buen número de instituciones culturales de Europa y América del Norte. Exposiciones y clases magistrales donde se recordarán y pondrán al día las investigaciones sobre su obra, precursora y de gran influencia en el arte contemporáneo. Y en el catálogo de investigadores será ineludible citar al británico Anthony Blunt, que fuera un destacado y erudito historiador de arte, experto mundial en la pintura de Nicolás Poussin, catedrático de Bellas Artes en Oxford y Cambridge sucesivamente, miembro de la British Academy, asesor de las Pinturas y Dibujos de la Reina… y espía confeso al servicio de la inteligencia soviética durante al menos dos décadas en el belicoso siglo XX. Un traidor en toda regla para el imaginario de los británicos, un personaje poliédrico, “tan aburrido como fascinante” para amigos y colegas.
En la ficha técnica del Guernica que publica la web del Reina Sofía, el museo de residencia permanente del cuadro de Picasso, el único experto que se cita es Blunt: “Al analizar su iconografía (del Guernica), uno de los estudiosos de la obra, Anthony Blunt, divide a los actores de esta composición piramidal en dos grupos, el primero de los cuales está integrado por tres animales: el toro, el caballo herido y el pájaro alado que se aprecia tenuemente al fondo, a la izquierda. Los seres humanos componen un segundo grupo, en el que figuran un soldado muerto y varias mujeres: la situada en la zona superior derecha, que se asoma por una ventana y sostiene hacia fuera una lámpara; la madre que, a la izquierda del lienzo, grita llevando al hijo muerto; la que entra precipitadamente por la derecha; y finalmente, la que clama al cielo, con los brazos alzados, ante una casa en llamas”.
Blunt conferenció con éxito desde 1965 sobre la obra de Picasso, y sobre el Guernica en particular, ante un público universitario rendido a su magisterio, resaltando la genialidad compositiva de la obra picassiana. Lo que buena parte de aquel público desconocía es que en cierto modo Blunt se corregía a sí mismo de la inicial decepción que le causó el Guernica en 1937, el año en que Picasso terminó el cuadro por encargo de la República para ser exhibido en la Exposición Internacional de París. Blunt viajó a ver la obra, una denuncia de la matanza de civiles en el bombardeo de la ciudad vasca llevada a cabo por las tropas sublevadas. Ya se le tenía por entonces como uno de los defensores de la apuesta artística de Picasso y del cubismo, no tanto del arte abstracto, que le inquietaba, o del surrealismo. Defendió públicamente que la Tate Gallery adquiriera una obra del pintor malagueño para sus fondos, la primera que se adquiría, una decisión que estuvo rodeada de polémica.
Pero a Blunt, que había visitado España unos meses antes del golpe militar de Franco, con el fascismo en auge en Europa, simpatizante del izquierdismo que germinaba en Cambridge, no le entusiasmó el Guernica, o no encontró lo que buscaba, y a su vuelta de París firmó una reseña para The Spectator, donde colaboraba asiduamente. La crítica apareció el 6 de agosto y “fue severamente desdeñosa”, según dejó escrito George Steiner en The New Yorker en 1980, en un artículo que tituló El erudito traidor: “Despachaba el cuadro con displicencia, a su juicio no era más que ‘una explosión mental totalmente personal que no ofrece ninguna prueba de que Picasso se haya dado cuenta de la significación política del Guernica”. No era la primera apreciación negativa del ya influyente crítico de arte, defensor por entonces del realismo de los murales del mexicano Diego Rivera como la mejor vía para la lucha contra el fascismo, pues ese sí era “arte al alcance del pueblo”. Por el contrario, de los grabados de Picasso Sueño y mentira de Franco había escrito con distanciamiento: “no pueden llegar más que a un círculo de estetas”. En su cruzada en defensa de un arte para el pueblo, se lamentaba algunos meses después de que se estuviera abandonando el ejemplo mexicano: “En la habitación de todos los jóvenes intelectuales de clase alta de Cambridge que pertenecen al Partido Comunista siempre se encuentra una reproducción de un cuadro de Van Gogh, pero nada de Rivera, nada de Orozco”.
Blunt fue un profesor excelente que educó a una generación de conservadores de museo y académicos de primera categoría, según los testimonios recogidos por su biógrafa Miranda Carter, pero antes había sido un rebelde de colegio privado en los años veinte, parte del séquito del Círculo de Bloomsbury, el grupo de John Maynard Keynes, E.M. Forster o Virginia Wolf; un intelectual izquierdista en los años treinta y “en los cincuenta y sesenta, miembro del establishment impecablemente camuflado de su condición de espía”.
El biógrafo del poeta Louis McNeice, uno de los más cercanos amigos de Blunt, suponía que el viaje que ambos hicieron a España en el 36 fue por motivos políticos y así se lo dijo a Blunt: “Es evidente que, dadas sus ideas políticas, usted comprendió que en España estaba pasando algo, el comienzo de una revolución popular, ¿no fue así?”, le preguntó. Y continúa: “Blunt me miró como si yo estuviera loco, y dijo: ¡Qué va! ¡Yo fui a ver pintura, muchacho! El Prado es la Meca de los historiadores del arte”. “¿Fue el único motivo por el que viajó usted a España? Lo digo porque usted era un historiador del arte marxista”, insistió. “Bah, yo solo era un marxista de papel”, respondió Blunt.
Marxista de papel y espía doble, al servicio de su Majestad británica y del NKVD soviético, el precursor del KGB. El doble juego de Blunt sería descubierto en 1964 por el MI5, el servicio secreto británico. Era el cuarto hombre de Los cinco de Cambridge, una infiltración que ha dado lugar a numerosas páginas en la ficción de espías. El grupo lo completaban Donald Maclean y Guy Burgess (a los que avisó para que huyeran cuando iban a ser detenidos), Kim Philby (el más eficaz de todos ellos, amigo del escritor y compañero de espionaje británico Graham Greene) y John Cairncross.
Pero el desenmascaramiento se ocultó a la opinión pública merced a un acuerdo entre ambas partes, debido probablemente también a su condición de caballero y la vinculación con la Casa Real. Quince años después, el 15 de noviembre de 1979, la primera ministra, Margaret Thatcher, ante la amenaza de que se iba a filtrar la información a raíz de la publicación de un libro, leyó ante la Cámara de los Comunes una declaración en la que desveló que “sir Anthony Blunt, ex supervisor de la King’s Pictures, había confesado en 1964, a cambio de inmunidad judicial, que la Unión Soviética lo había captado como cazatalentos y que durante la guerra, cuando entró en la inteligencia británica, había entregado información al NKVD; que había empezado a sospecharse de él a raíz de la desaparición de Burgess y Maclean”. La tormenta había estallado. Minutos después un portavoz de Buckingham Palace anunció que habían despojado a Blunt del título de sir. El Daily Mail titulaba al día siguiente: “Un traidor al lado de la Reina”. Se abrió la veda. Lo llamaron “el espía sin escrúpulos” y, por su condición de homosexual, “el sodomita comunista y traidor”.
Él nunca se vio así. John Banville escribió una memorable novela, El intocable, en la que relata un ficticio diario de Blunt (Victor Maskell en la novela) en el que a instancia de una de sus interrogadoras, y a la pregunta de ¿por qué lo hizo? responde: «¿Por qué? –dije–. Oh, vaqueros y pieles rojas, querida. Era verdad, hasta cierto punto. La necesidad de divertirme, el miedo a aburrirme: ¿fue, en realidad, mucho más que eso, a pesar de tantas grandiosas teorizaciones? (…) Antes de cualquier otra cosa yo era experto en arte, ¿sabe? –le dije».
Blunt había centrado su carrera en convertirse en ello, en un riguroso experto en arte y nunca le dio demasiada importancia a su labor de espía. Había escrito sobre Poussin: “Vivió solo para el arte y para un reducido círculo de amigos que sabían lo que era el arte”. Una de las paradojas de Blunt, apunta su biógrafa, es que tanto sus amigos como sus enemigos podrían considerar muy apropiadas para él estas palabras. Se tuvo siempre por erudito del arte, y, luego, sí, como si fuera a tiempo parcial, un “marxista de papel”.
Alfonso Sánchez