Un coro milagroso (y II)
Aquel invierno londinense de 1741 fue verdaderamente duro. El frío, la lluvia y la humedad se habían aliado en un maléfico conjuro para filtrarse por murallas, paredes, cristales, tejados y planchas de maderas nobles, y castigar a los habitantes más vulnerables a los aciagos efectos de un temporal que nacía a orillas del embravecido Támesis y que atravesaba la ciudad de parte a parte, perdiéndose más allá de East Barnet.
Una tarde de aquel desapacible mes de febrero se oyó en el interior del 25 de Brook Street, en el barrio de Mayfair, un estruendo seco. En el salón de la acomodada vivienda, frío por la poca leña en la chimenea y algo desangelada por la carencia de muebles y elementos decorativos, que hicieran de la pieza un lugar acogedor, yacía un corpachón tirado en el suelo, bocabajo. Su mano derecha había sujetado hasta el momento del desplome una taza de porcelana blanca que se había hecho añicos con el impacto. En la izquierda, todavía sujetaba unas cuartillas manuscritas en inglés con letra refinada. Era la versión más triste y preocupante de Federico Händel, propenso a ese tipo de desvanecimientos desde hacía años.
Christof Schmidt, el fiel criado que había entrado a su servicio hacía casi dos décadas no se alteró demasiado. Levantó el cuerpo inerte del músico, lo trasladó como pudo a la cama y se enfundó la capa para acudir en busca del médico de cabecera, testigo en otras ocasiones de las crisis que padecía el compositor alemán. El doctor Jenkins no tardó mucho en diagnosticar: de nuevo una apoplejía, el mal que perseguía a Händel desde hacía años y que le había paralizado, en una ocasión, todo el lado derecho de su cuerpo, incluyendo parte de su cerebro. Los baños templados de Aquisgrán habían hecho el milagro hace tres años. Por recomendación de Jenkins, el músico había viajado hasta la ciudad alemana, famosa por los efectos curativos de sus aguas, y había sido capaz de recuperar la movilidad y la regeneración de sus neuronas en tiempo récord. Incluso llegó a pensar que, gracias al milagro Aquisgrán, el mal se había ido de su cuerpo para siempre. Pero, a juzgar por la situación de aquella tarde de 1741, las ilusiones habían sido vanas.
Recostado en la cama, entre almohadas de plumas y un cobertor de raso beige ennegrecido, el maestro volvió en sí. Criado y médico esperaban su primera reacción en la cabecera de la cama. Uno para complacerle con el primer deseo después del vahído; el otro, para proporcionarle los consejos necesarios que debía seguir a rajatabla con el fin de mejorar su quebrada salud. Händel abrió un ojo, luego el otro y contempló en silencio la escena durante unos minutos sin decir nada. Tampoco sus acompañantes ocasionales quisieron romper el silencio ante el yacente, a la espera de su primera reacción; una reacción que no llegaba de momento. Y se temieron lo peor: el ataque había vuelto a dañar el cerebro, le ha dejado sin habla, y quién sabe si también paralítico de por vida.
El milagro se produjo a los tres o cuatro minutos de haber vuelto en sí; tres o cuatro minutos que para Schmidt y Jenkins fueron toda una eternidad. Händel se levantó de la cama en silencio, después de haber apartado el cobertor y, descalzo, se dirigió a la sala, escenario de su desplome. Los dos acompañantes le siguieron, primero con la mirada, y después paso a paso, incapaces de reaccionar ante tan insólita situación. Tiradas en el suelo yacían las cuartillas que estaba leyendo en el momento del desvanecimiento. Las recogió una a una y se dirigió con paso resuelto hacia el clavecín que descansaba en silencio en un rincón de la sala. Sentado frente al teclado, sus dedos comenzaron a regar de notas la estancia. Eran notas ágiles, vivas, prolongadas. Mientras tocaba, leía las cuartillas que le había remitido el día anterior Charles Jennens. Se las había enviado en un sobre con una sola inscripción: El Mesías.
Al tiempo que deslizaba sus dedos por el teclado, Händel tarareaba en voz baja algo que los convidados al concierto improvisado no lograban entender. Sólo oían las majestuosas notas musicales que fluían del viejo instrumento de madera arrinconado. Cuando terminó, el enfermo pidió una copa de vino y una loncha de jamón. Nada más. Compartió con el médico el momento y le despidió dándole largas sobre los cuidados a los que debía someterse en el futuro. Jenkins no supo jamás cómo y por qué se había producido el milagro, porque Händel nunca contó a nadie que leyendo el manuscrito de Jennens le sobrevino un momento de bienestar súbito, tan relajante, que le hizo perder la consciencia y salir de la realidad para entrar en un estado de serenidad placentera. Y soñó. Soñó con el coro de la Ospedería de la Pietà, con las angelicales voces infantiles que había escuchado en Venecia hacía un año. Y se vio en el cielo. Y allí, sobre la alfombra del desangelado salón, convertida en manto celestial, recordando el concierto de la noche carnavalesca, le fueron fluyendo, una a una, las notas de su obra más famosa y que otro se había atrevido a dar nombre eterno: El Mesías.
Aquella tarde desapacible de febrero de 1741, en el 25 de Brook Street se había producido un milagro, un milagro eterno.
¡Aleluya!
GABRIEL SÁNCHEZ