De vuelta a La Carretera
Leí la novela La carretera, de Cormac McCarthy, allá por 2009, y recuerdo haber vuelto a hojearla unos años después, seguramente en busca de aquellos pasajes que más me habían impresionado en la primera lectura. Esa desolación límite, radical, que había advertido en la novela seguía ahí, amenazante, sin perder un ápice de su fuerza, al igual que las metáforas sobre la esperanza de supervivencia de una humanidad al borde de la desaparición.
Como La carretera es una de las novelas que conforman mi personal acervo literario, ese acervo que cada lector va confeccionándose con el tiempo al modo de una biblioteca mental propia de libros incompletos, pues solo archivamos párrafos sueltos, escenas, sensaciones y deducciones, no es extraño que me haya venido a la memoria en distintas ocasiones a lo largo de estos muchos meses de pandemia. Parafraseando al protagonista de la novela, en este “tiempo prestado y mundo prestado y ojos prestados con que llorarlos”.
Para quienes no la hayan leído, resumiré que La carretera es una novela de ciencia-ficción que narra el viaje de un padre y su hijo de corta edad camino del sur a través de una tierra calcinada por algún tipo de catástrofe, cuya razón no se desvela, aunque intuimos que puede haber sido de origen nuclear. El relato comienza con la decisión de emprender ese viaje en busca del sur y el mar, en busca de un clima más benévolo donde asentarse, aunque también podemos leerlo como la búsqueda de una esperanza. Será también para el padre y el hijo un viaje de reflexión moral, pues los protagonistas, enfrentados a peligros mortales, cuestionarán los principios en qué se sustentaban sus acciones antes de la catástrofe: no robarás, no matarás, ayudarás a tu prójimo… Revisión moral para desenvolverse en un mundo radicalmente distinto, sin normas, pues ha desaparecido cualquier autoridad consensuada que las pueda hacer respetar, lo que les expone a dilemas insoslayables que demandan respuestas inmediatas. Una situación extrema en la que el hombre (el padre) se ve impelido a realizar (o pensar) acciones que en su mundo anterior no tenían cabida. Acciones atroces que le hacen preguntarse “¿existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada?”
Es evidente que la pandemia que padecemos está muy lejos de provocar situaciones al límite como las que describe Cormac McCarthy en su novela, pero si hacemos un ejercicio de introspección no será difícil hallar momentos propios de incertidumbre, como cuando observábamos en los primeros días las colas para el acopio de alimentos, papel higiénico o mascarillas, para “comprender” cómo se sienten los humanos que vagan por La carretera, atravesando un espacio donde se ha desatado una violencia generalizada provocada por la escasez de alimentos y el desenfreno del instinto básico de saciar el hambre.
La búsqueda moral que nos sugiere la novela también podemos verla como enseñanza de que la salvación de la humanidad pasa por conjugar su instinto básico de supervivencia con un código ético con que llevarla a cabo. Una máxima que nos recuerda a una de las aseveraciones que se nos ha repetido con motivo de la pandemia: no hay salvación individual, sólo colectiva, porque venceremos al virus únicamente cuando lo erradiquemos del mundo. Y es que la pandemia, como hace el narrador de La carretera, nos recuerda la fragilidad del ser humano y su mundo frente a la muerte: “La fragilidad de todo por fin revelada”, nos dice, una fragilidad que había estado oculta bajo la idea del progreso que permitiría dominar el mundo y alargar la vida.
Cormac MacCarthy, educado en la religión católica, dota a sus personajes de un corpus ético basado en la idea cristiana del mundo. El padre transmite mientras puede valores al niño, quien representaría el Bien frente al mundo que atraviesan, donde anida el Mal. Trata de mantener con vida a su hijo por amor y porque es lo único que da sentido a su vida: “Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios, Dios no ha hablado nunca”. Pero es un dios que se le va desvaneciendo irremediablemente en su conciencia por permitir tanto sufrimiento: “Levantó la cara al pálido día. ¿Estás ahí?, susurró. ¿Te veré por fin? ¿Tienes cuello por el que estrangularte? ¿Tienes corazón? ¿Tienes alma maldito seas eternamente? Oh, Dios, susurró. Oh Dios”.
Otro eje fundamental de la novela es el fracaso del llamado progreso material de la humanidad, que no de la ciencia. Fracaso porque no ha evitado la catástrofe o incluso es el posible culpable de haberla propiciado. Y distingo que para el narrador no es fracaso de la ciencia porque no la cuestiona, al contrario, pues uno de los pasajes más emotivos de la novela es la descripción del hallazgo por parte del padre de un astrolabio en un viejo barco varado en la playa. Un objeto al que ve cargado de belleza, ante el que llora (la única vez en toda la novela), como si en ese objeto se encerrara un bien en sí mismo, sin la carga moral del uso que le imprimirán los humanos. Así, siguiendo con las similitudes, aguardamos esperanzados a que la ciencia nos traiga las vacunas contra el virus, mientras ignoramos la voz de la ciencia que nos viene avisando de que nuestro modelo de vida nos expondrá a nuevas pandemias y otros desastres globales, como por ejemplo los derivados del calentamiento del planeta.
Concluyamos. Al terminar su lectura nos quedamos con la sensación de que La carretera seguirá transitada durante mucho tiempo por humanos errantes expulsados de un paraíso que tratarán de reconstruir, aunque no sepan cómo. Del mismo modo que nosotros, en nuestro presente pandémico, aspiramos a recobrar aquello que considerábamos la normalidad, aunque tampoco sepamos muy bien cómo y cuándo será, y si lo haremos sobre las mismas pautas de comportamiento.
Posdata: Existe una versión cinematográfica de La carretera dirigida por John Hillcoat e interpretada por Vigo Mortensen y Kodi Smit-McPhee en los papeles del padre y el hijo, respectivamente. No la he visto y no puedo juzgarla. Sí recuerdo que cosechó buenas críticas. Como no podía ser de otra manera, igual que relatos mediocres han servido para la creación de grandes obras cinematográficas, y viceversa, hay también buenas novelas que fueron filmadas con maestría (aquí suele citarse El nombre de la rosa). Respecto a La carretera háganme caso, y léanla aunque ya vieran en su día la película. Es un placer insustituible porque su esencia no está en el relato de un suceso con desenlace incierto, un argumento con un padre y un hijo tratando de sobrevivir. Es otra cosa, una fábula memorablemente contada que nos encoge el corazón, que nos lleva a caminos donde peligra nuestra vida y desajusta nuestra moral, ese corazón que late más fuerte o distinto en este presente pandémico que nos ha tocado vivir.
ALFONSO SÁNCHEZ
Ahora mismo me dispongo a leerla.