Azorín, moderno lector de clásicos y renovador del estilo literario
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
“¿Qué es un autor clásico?” se preguntó un día Azorín (Juan Martínez Ruiz, según su partida de nacimiento, levantada en Monóvar con fecha del 8 de junio de 1873), y respondió: “Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las nuevas generaciones”. De lo que deduce: “un clásico es un autor en continua formación”. Y esta lectura “moderna” de la literatura que le precedió le lleva a afirmar: “No ha escrito Cervantes El Quijote, ni Garcilaso las Églogas, ni Quevedo los Sueños (…) los han ido escribiendo los diversos hombres que a lo largo del tiempo han ido viendo reflejada en esas obras su sensibilidad”. Sostiene el profesor José María Pozuelo Yvancos, en el tomo dedicado a las ideas literarias de la Historia de la Literatura Española, que Azorín se adelanta de ese modo a la visión del concepto de clásico que defenderían después ensayistas como Borges, Italo Calvino y George Steiner.
Se acaban de cumplir 150 años del nacimiento de Azorín y por tal motivo El Cultural le rinde homenaje en portada (excelente el retrato de Tomás Serrano) con el título Azorín. El renovador modernista no merece el olvido, y dedica varias páginas firmadas por ilustres críticos y catedráticos en las que señalan la importancia del autor de La voluntad o La ruta de don Quijote, títulos emblemáticos de su obra, en la historia de la literatura española. Como ejemplo, el profesor y crítico Santos Sanz Villanueva recuerda, al repasar su trayectoria vital e intelectual, la “Fiesta de Aranjuez en honor de Azorín” que promovieron en 1913 Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez como desagravio tras cerrarle sus puertas la Real Academia de la Lengua para abrírselas al político Juan Navarro Reverter (Azorín ingresaría como académico 10 años después). Se adhirieron a esa fiesta de homenaje Machado, Baroja, Galdós y Benavente, entre otros: “Era una señal del respeto y admiración que suscitaba Azorín, escritor en plena primera madurez, quizás el momento más creativo, fecundo y brillante de su dilatada trayectoria”. Señala Sanz Villanueva cómo “el gusto por la innovación y rechazo del pasado literariamente caduco se manifestó de forma llamativa en el muy celebrado aspecto de su prosa, el estilo. Azorín instauró el laconismo verbal, una prosa minimalista, lo cual suponía una sublevación revolucionaria contra el castelarismo de frase oratoria, rotunda y encabalgada. Se ha querido ver en ella un modelo de buen castellano, de naturalidad expresiva. Es, sin embargo, una de las escrituras más artificiosas de la historia de nuestra lengua, cuyos hablantes tendemos al barroquismo sintáctico más que a la frase corta. Ningún español ha hablado nunca, ni llegará a hablar, sospecho, como escribe Azorín. Pero, en beneficio de nuestra prosa, el fraseo azoriniano desnuda al español de hojarasca, no es palabrero ni retórico (…) la modernidad de nuestro estilo literario nace con Azorín.”
Por su parte, Darío Villanueva, ex-director de la RAE, hace hincapié en el “modernismo” de Azorín, a quien sitúa en las vanguardias europeas junto a Valle Inclán o Baroja, recordando que fueron coetáneos de Gide, Yeats, Proust, Rilke o Tomas Mann: “Uno de los errores en los que ha incurrido la crítica sobre nuestros novelistas de aquel momento ha consistido en circunscribirlos al ámbito de lo hispánico, cuando deben ser entendidos en el marco de ese Modernism(o) internacional que representó la renovación formal de la novela y del teatro”. Así lo apuntó Vargas Llosa en su discurso de ingreso en la RAE al señalar que las novelas de Azorín merecen un lugar en la historia de las vanguardias europeas y que sus intentos de renovar la escritura narrativa no dejan de ser innovadores, “premonición de algo distinto”, como lo que consiguieron “un Proust, un Joyce, una Virginia Woolf o un Faulkner”. Palabra de Nobel.
A vueltas con el estilo
Precisamente al estilo dedica esta semana Aloma Rodríguez su columna en ABRIL donde cita un par de libros, uno del chileno Gonzalo Maier, Leer y dormir, y Sobre el estilo, de Vernon Lee. Cuenta el chileno en el suyo que a propósito de la pregunta de su hermano sobre cuál es su estilo le responde que “no se tiene un estilo como se tiene un pasaporte o una ciudad de nacimiento. Que a veces se tienen varios. O ninguno. Que el estilo es un modo de hacer las cosas. Una forma de encontrar una voz”. Por su parte, Vernon Lee decía concebir la escritura en su vertiente más espiritual, “como el arte de la más alta y gozosa percepción de la vida llevado a cabo por el escritor y, en su vertiente más técnica, como la destreza de manipular contenidos en la mente del lector”. Eso es el estilo, dice Rodríguez, lo que Maier respondió a su hermano fue que su estilo era doméstico: “Un estilo en el que se mezcle lo íntimo y lo cotidiano, lo informal y lo afectivo”. Cuesta encontrar lectores atentos y avispados que alerten si uno está haciendo el ridículo o si conviene quitar un par de detalles. A esos lectores hay que tenerlos cerca, darles buenos regalos de cumpleaños y, de vez en cuando, pagarles las cuentas de los restaurantes, recomienda Maier con ironía. Lee, por su parte, escribe: “Este gran arte emocional de la escritura, emocional en sus propósitos y sus medios, puede dividirse, como cualquier otra arte, en dos partes: una que puede aprenderse y otra que no”. Lo que el escritor no puede aprender es la experiencia, lo que sí es a transmitir esas emociones, ya sean o no dignas de transmisión, mediante la manipulación de los contenidos en la mente del lector.
Thomas Wolfe, un estilo en manos de sus editores
Llega a las librerías la última novela de Thomas Wolfe, No puedes volver a casa, con reseñas en ABC CULTURAL a cargo de Rodrigo Fresán y Luis M. Alonso en ABRIL. Es la última de las cuatro grandes novelas de Wolfe, según la define Fresán: “la gloriosa y triunfal perdedora y virtual continuación de La red y la roca. Y ambas, (en realidad resultantes de un único manuscrito- aluvión) fueron publicadas a modo póstumo en 1939 y 1940. Y casi podría acusárselas de ser el producto casi frankensteiniano del editor Edward Aswell en Harper & Sons, luego de que Wolfe se distanciara del formidable Maxwell Perkins, en Charles Scribner’s Sons”. Perkins había domado las miles de páginas que resultaron en el destilado de sus dos primeras novelas, los ‘ best sellers’ El ángel que nos mira y ‘Del tiempo y el río.
Según cuenta Alonso en su crítica ambas novelas fueron inicialmente grandiosos manuscritos de retórica altísima, pero con estructuras narrativas algo erráticas: “Su temprano éxito se debió en parte al ojo hábil del editor Maxwell Perkins, el mismo que manejó a Ernest Hemingway y Francis Scott Fitzgerald. Perkins logró reducir las epopeyas de Wolfe a un tamaño y legibilidad manejables. Ambas se convirtieron en clásicos y Wolfe fue considerado el mejor autor del momento”.
Hasta William Faulkner así lo reconocía. Trae a colación Fresán el famoso ranking que estableció este cuando Wolfe falleció sobre los mejores escritores de su generación:
El primero, dijo, Thomas Wolfe, y después se situó el propio Faulkner. Y a partir de ahí, y por este orden, John Dos Passos, Ernest Hemingway y John Steinbeck. Faulkner añadiría que el de Wolfe era, entre todos los de ellos, “el más espléndido de los fracasos porque había sido el más esforzado y valiente al aceptar el desafió de captar, sin importarle el sin sentido y la tontería y lo sentimental, la apasionada lucha de un hombre”.
Después del éxito de esas dos primeras novelas dejó la editorial en medio de la sospecha de que sus libros habían sido escritos en colaboración con Perkins, y firmó contrato con Edward Aswell, de Harper & Bros. Wolfe salió de Nueva York para realizar una gira por el Oeste y dejó a Aswell, según relata Alonso, “una pila de papel de tal magnitud que tuvieron que transportarla en una caja de embalaje de dos metros y medio. Entonces, le sobrevino la muerte. De ahí saldrían sus obras póstumas, la epopeya de George Webber, que, Impulsado por los sueños de éxito literario deja su ciudad para hacerse un nombre como escritor en Nueva York. Su primera novela le brinda la fama, pero también el rencor de sus paisanos, indignados por la descripción que hace de ellos y del hogar”. Tras varios viajes por Europa, el protagonista, alter ego del escritor, descubre “un mundo plagado de incertidumbre política y al borde de la transformación (…) es un hombre esperanzado, pero a la vez consciente de que uno jamás puede volver del todo a casa con su familia, a su infancia, lejos de las luchas y conflictos del mundo: regresar a las viejas costumbres y sistemas que una vez parecieron eternos pero no dejan de cambiar”.
Sobre el estilo y el concepto narrativo de Wolfe, algunos críticos le han comparado con Faulkner en la producción de obras individuales que colectivamente componen sagas dice Alonso, pero hay una diferencia en cuanto a ambiciones literarias: “Wolfe lo hace a través de la expresión de su propia personalidad, mientras que Faulkner crea todo un orden social y una región míticos. Wolfe trata de abarcar la nación entera, una epopeya estadounidense, mientras que Faulkner se apega a su región; el símbolo central de uno es la ciudad, mientras que el otro persigue una visión rural. Y lo que es más importante, Faulkner da forma individual a las novelas de manera coherente y autosuficiente, mientras que en Wolfe todo lo que no es belleza es caos. Incluso la belleza”.
“Desde entonces, se ha dicho muchas veces que ya nadie quiere escribir como Wolfe. Pero también podría decirse que ya nadie puede escribir como Wolfe”, termina Fresán su reseña.
Del estilo al tono en La mala costumbre
Creo recordar que ya mencionamos en estas páginas la publicación de La mala costumbre, la primera novela de la poeta y dramaturga Alana S. Portero por alguna crítica positiva que nos llamó la atención. Esta semana aparece reseñada en EL CULTURAL, a cargo de Nadal Suau, y en BABELIA, por Carlos Pardo. “Una cuestión de tono” titula su crítica Suau y señala que “la mejor baza del libro es la ternura, una delicadeza debida al tono que Alana S. Portero le imprime a conciencia”. El tono narrativo es un recurso literario que tiene que ver con la actitud del narrador respecto a lo que narra, evoca un determinado estado emocional que influye en la lectura. Suau considera que “el tono de una obra tiene que ver con el rol que su prosa asigna al lector: ¿nos va a tratar como alumnos, colegas, público cautivo, adversarios…? La respuesta definirá el tono”.
La mala costumbre nos cuenta las peripecias de una chica trans en un barrio popular de Madrid, San Blas, en la década de los ochenta. Una chica que oculta su condición a los vecinos, que solo revela su condición a un primer amante, a algunas prostitutas amigas, al propietario de un bar de Chueca. El tono sostiene la novela, su coherencia, dice Suau, “cuando alterna estilos disímiles con acierto irregular: a una miniatura poética excelente la sucede un retrato femenino cuyo folclore resulta obvio; los ecos de fábulas o arquetipos aterrizan en un realismo que duda si ser costumbrista o Almodóvar o Erri de Luca o…».
En BABELIA, Pardo rescata una frase de la narradora que considera reveladora: “Aprendí que a las mujeres que viven a su manera y que llevan la vida marcada en la cara, bien visible, se las suele cubrir con el manto del patetismo y de la burla porque se las teme”. Para el crítico éste es un punto fundamental en la escritura de Portero: “la apuesta por una poética con un pasado fuerte y coherente, una tradición “inmoralista” que sabe vivirse y escribirse más allá de los clichés estilísticos y éticos de nuestro presente. Una corriente que actualiza el decadentismo finisecular en un cierto dandismo de barrio, que bebe tanto de Valle como de Genet, de una cierta lírica de lo deforme, a la vez cruda y compasiva. Un estilo que mantiene la rara frescura de la mejor literatura juvenil por su claridad y por su disonancia respecto a la doble moral de una época (…) la prosa adquiere el peso de la poesía, su seducción rítmica, y la potencia del alegato. Nunca suena cursi ni didáctica: antes bien, es consciente de su potencial y de sus posibilidades desde la literatura, porque en La mala costumbre vida y literatura son dos hermosas ficciones inseparables”. Estilo y tono. De eso trata el aprendizaje del que hablaba Vernon Lee. La experiencia no se aprende, se adquiere, como demuestra Portero.
E. Huilson
Gracias por tu puntual trabajo.