Semanario Cultural

Esos escritores tan incómodos

UNA LECTURA PARTICULAR DE LOS SUPLEMENTOS LITERARIOS.

A los lectores que un día caímos rendidos ante la rara belleza de Viaje al fin de la noche, una de las mejores novelas del siglo XX, la biografía de su autor, Louis-Ferdinand Céline, nos resultó siempre incómoda, ¡qué duda cabe!, por su militancia antisemita y colaboracionista con los nazis, sobre todo, aunque gozó de otros rasgos también poco presentables. No es raro que nos hayamos visto alguna vez en la necesidad de defender nuestra admiración por una obra de arte al margen de la opinión que tengamos, o tenga la sociedad, del autor de dicha obra. Céline es uno de esos artistas. Como señala Elena Hevia, en ABRIL, “es peligroso. Hay en él un incómodo ying y yang. Cosas imperdonables en lo humano y a la vez, un reconocimiento universal como creador”. Del autor francés se ha dicho que abrió la puerta a la modernidad del lenguaje despojándolo de los ornamentos que tanto y tan bien había cultivado durante siglos la literatura francesa. Es el anti-Proust. Pero ambos, Proust y Céline, marcan las líneas maestras de la manera de hacer en el siglo XX.

Louis-Ferdinand Céline

En 2022 se inició en Francia la publicación de los inéditos de Céline que habían estado ocultos cerca de 80 años. El primero es la novela Guerra, que este mes se publicará en español y que en su país lleva vendidos 250.000 ejemplares, lo que nos dice mucho de la consideración que hoy se tiene en Francia de su obra: “Lo que nos dice ese éxito es que él ya pagó. Es un hombre que fue juzgado por la justicia y ahora de lo que se trata es de darnos cuenta de su grandeza como autor”.

Guerra fue recibida por la crítica francesa con división de opiniones, obra maestra para unos, apenas un boceto para otros. Escrita en 1933, un año después de Viaje al fin de la noche y a tres de Muerte a crédito, otra obra mayor, Guerra es el paso del autor (encarnado en su alter ego, Ferdinand Bardamu) por la Primera Guerra Mundial, cuando fue herido en Ypres por el estallido de un obús y condecorado posteriormente como héroe, algo que ocupa unos cuantos fragmentos del Viaje al fin de la noche, pero que aquí es un tema sustancial, según cuenta Hevia. A resultas de aquel episodio, Louis Destouches, el verdadero nombre de Céline, arrastraría toda su vida un dolor de cabeza permanente y una afección del oído interno que le supuso agudos zumbidos continuados, azuzando quizá su ya frágil equilibrio emocional.

La aparición de los manuscritos perdidos de Céline no es menos novelesca. En 2021, un antiguo periodista del diario Liberation, Jean-Pierre Thibaudaut, reveló que hacía 15 años que un descendiente de Céline le aseguró que no se habían tirado a la basura, en contra de lo afirmado por el autor, que los descendientes los habían guardado, y se los entregó con la promesa de que no los haría públicos hasta que falleciera la viuda del autor, Lucette Destouches, que llegó a vivir ¡107 años! 

Un retorno al entorno de Mircea Eliade

Otro escritor en su día complaciente con el fascismo y el antisemitismo, el rumano Mircea Eliade, vuelve como novedad a las librerías, pero por razones bien distintas que Céline, pues lo hace no como sujeto-autor, sino como objeto para una forma de crítica literaria, y lo hace de la mano de su compatriota Andrea Rasuceanu, novelista y crítica de prestigio, especializada en lo que se denomina “geocrítica”, que viene a ser el indagar en la relación entre geografía y literatura. Fernando G. Román, reseña en LA LECTURA el libro de Rasuceanu El Bucarest de Mircea Eliade, obra a la que recomienda acercarse a sus páginas, amenas y rigurosas, “a quienes afirmen que la literatura no tiene mayor utilidad que el mero entretenimiento. También a quienes toman la crítica literaria como un ingenioso rompecabezas que sólo el especialista entiende”. Y a partir de ahí argumenta que si la literatura es capaz de relacionarse con cualquier materia de conocimiento la geografía con sus mapas reales o ficticios sería la más sensible a ser utilizada, pues “al fin y al cabo cualquier historia ocurre en algún sitio, imaginario o verídico, y la relación del lugar concreto con su autor puede estar cargada de sentido”. Mircea Eliade fue un erudito que podía hablar rumano, francés, alemán, italiano e inglés, y leer en hebreo, persa y sánscrito, y ha pasado a la historia como experto en religiones e intérprete de la experiencia religiosa, estableciendo paradigmas que persisten hasta hoy. Suya es la aportación de la Teoría del eterno retorno a partir del estudio del concepto de realidad en las sociedades indoeuropeas primitivas*. 

Pero la obra de Rasuceanu no se basa para su investigación en el Eliade filósofo, sino en el novelista, el que cuenta como pasa uno de sus personajes (un alter ego) de vivir en la zona noble de la ciudad a los barrios más pobres por azares del destino, conociendo las dos partes de la vida y no irse de esta, parafraseando a Zweig, incompleto por conocer solo una de ellas. “Nada escapa a la interesantísima investigación literaria de Rasuceanu”, nos dice el reseñista, “que genera así una doble aproximación: a los entresijos de la obra de un grande de las letras rumanas, y a los múltiples detalles urbanos de una ciudad como Bucarest, tan atractiva como enigmática”. No le teman a leer crítica literaria, que no pocas veces es más divertida y entretenida que la ficción, que esas novelas que sentimos repetidas hasta la saciedad.

Realidad y ficción

Tratar de contar la realidad (periodismo) utilizando los mecanismos de la ficción no está al alcance de cualquiera. Javier Cercas lo consiguió en Anatomía de un instante, una disección magistral del 23-F, y Jordi Amat, con El hijo del chófer, donde se adentra con bisturí de cronista en el pujolismo a través de la biografía del periodista Alfons Quintá. Cercas es además articulista, como Amat, que también ejerce la crítica literaria. Ahora se encuentran ambos (en El País, toda una geografía de papel) por la reseña que este escribe en BABELIA de la recopilación de artículos de Cercas que acaba de publicarse bajo el título No callar.

Empieza Amat su reseña advirtiendo al lector: “Tal vez les parezca una vacilada de crítico repelente, pero para mí el libro clave de la trayectoria de Javier Cercas es Relatos reales. No es su mejor libro. Tampoco el más influyente. Pero es el libro clave. (…) allí recopiló los artículos que venía publicando en una sección mítica de la edición catalana de EL PAÍS (…) Hasta ese momento, las metódicas ficciones del profesor Cercas eran las propias de un escritor muy técnico con vocación de novelista posmoderno. Al salir del laboratorio para contar la realidad, la práctica de la crónica le obligó a cambiar de piel sin dejar de ser él mismo. Esa fue la clave. Dicho con otras palabras, si no hubiese contrastado su formalismo con la cotidianidad, diría que Soldados de Salamina no habría existido. En paralelo al fenómeno cívico que fue esa novela se reinventó como colaborador de periódicos y, poco a poco, iría explorando otro perfil de escritor que, como buen discípulo del posmodernismo, siempre había contemplado con suspicacia: el intelectual. El Cercas intelectual, el que leemos sobre todo en El País Semanal, es el autor del memorable No callar.”

Para Amat, Cercas tomó esa conciencia del papel del intelectual “al instalarse esa pugna (la del nacional-populismo y sus consecuencias) en nuestra casa durante la crisis catalana (…) y no calló”.

Sobre su estilo, resalta su capacidad de iluminar la realidad a partir de una cita de Kafka o de una escena de la película de John Ford: “es la ironía que le permite autorretratarse con humor para buscar la complicidad de un lector que así reconoce su autenticidad. Es una forma nítidamente emparentada con el novelista posmoderno que quiso ser siempre, pero reconvertida para que sea la voz de un ciudadano. Una voz que lo ha convertido en un clásico del periodismo contemporáneo porque es una nueva forma de conocimiento”.

En el prólogo del libro, el propio Cercas afirma que “el intelectual es el escritor en cuanto ciudadano”. Esa disposición a no callar la elogia en ABRIL su director, Álex Salmòn: “¡ Qué gran suerte! Hemos pasado unas épocas de narradores que huían de dar su opinión sobre cuestiones que afectan a todos (…) y en esos lugares de abrigo y confort se escondían de temas que podían erosionar la imagen y otras cosas”. 

En cierto modo esta podría ser la otra cara de la moneda de la que venimos tratando. Se puede admirar la valentía de un intelectual que expresa sus opiniones sobre asuntos políticos y sociales muy comprometidos, que puedes o no compartir, y, a la vez, que te hayas desinteresando de su obra creativa, si ya no encuentras la tensión narrativa e innovadora que disfrutaste con Soldados de Salamina y Anatomía de un instante en sus novelas posteriores, que parecen más dirigidas al entretenimiento que a la experiencia literaria. Y que sin embargo no faltes a la cita de su artículo en El País Semanal. Por ejemplo la de ayer domingo, en la que pone en solfa algunas manifestaciones de escritores franceses, como Houellebecq o Ernaux, que con sus palabras justifican ciertas formas de violencia. Y nos recuerda Cercas a Camus para advertir, con una cita del francés, que «Toda idea falsa acaba con sangre, pero se trata siempre de la sangre de los demás». Tengámoslo en cuenta.

… y en el polo opuesto

“Soy el único escritor francés, debe usted saberlo, que jamás ha firmado el más mínimo manifiesto. No creo en lo colectivo”. Así de contundente se expresa el escritor Pascal Quignard en la entrevista que firma en BABELIA Marc Basset, que ante la declaración de principios del escritor le pregunta si vota: “No”, responde tajante Quignard. La entrevista se justifica por la aparición en España de su novela El amor el mar, que ha traducido Ignacio Vidal-Folch. Explica Basset que Quignard vive alejado desde hace tres décadas del mundanal ruido y es todo lo contrario de este espécimen literario tan francés que es el escritor engagé (comprometido con una causa política o social). “Mi gato no está engagé, mi cuervo no está engagé, mi urraca no está engagée, mi río no está engagé, la tierra no está engagée, yo no estoy engagé”, declara en la entrevista, y se siente bien en esa posición, una especie de anarquismo letrado y desesperado, en la que identifica a Montaigne o La Boétie: “Mi única compañía es esta: la de los solitarios”.

Pascal Quignard

Quignard, además de músico, es autor de más de medio centenar de obras, un clásico vivo de las letras europeas sin haber hecho concesiones a la galería, creador de un género inclasificable que conjuga relato, ensayo, aforismo, historia, filosofía y poesía, un raro que no se parece a nadie, según le define Basset.

Cuando Quignard se pone las gafas, abre la partitura y se sienta al piano, es como si la novela y la realidad se fusionasen. Los personajes se hacen presentes en el diminuto salón del apartamento donde recala cuando pasa por París. 

Ya no toca el violín a causa de la artrosis, cuenta en la entrevista, pero sí el piano: “Lo toco cada día. Al atardecer, cuando la cosa se entristece, cuando se va el sol”. Toca Froberger, o Chausson, “el equivalente en música a lo que Mallarmé era en poesía”, explica. 

La entrevista continúa con respuestas que nos dan una idea de la singularidad del personaje: “Lo que busco es una emoción imprevisible (…) Intento no hacer discurso, no hacer nada que pertenezca al mundo ni a la política, una lengua algo más salvaje. Es lo que busco en la oscuridad del teatro: algo un poco más auténtico (…) Por eso vivo rodeado de animales. Los animales son restos de la tierra. Es como si hubiese una gran diferencia entre la tierra, que habría seguido siendo salvaje y que el hombre intenta destruir, y el mundo humano: magnífico, pretencioso, belicoso. Yo estoy más bien del lado de la vida y la tierra que del mundo y la guerra. Diferencio entre la tierra y el mundo, entre la sensación y la representación. La representación no me interesa”.

Nos recuerda el entrevistador que, en 1994, Quignard era un hombre poderoso en el París literario cuando era secretario general de la editorial Gallimard, el número uno después de los propietarios. Un día cortó en seco y se instaló en la provinciana Sens, a 130 kilómetros de París. Algo que no sorprende cuando explica sus admiraciones: “Si quiere saber cuál es el escritor al que más admiro”, dice, “es Chuang Tse y los taoístas, que rechazan la sociedad y están en la montaña. Chuang Tse dice que no hay que escribir, sobre todo no hay que hacer nada. Yo escribo mucho. Es una contradicción. La asumo. Mi manera de vivir es escribir. No vivo las cosas si en un segundo tiempo no las vuelvo a vivir por medio de la escritura. Los gatos, de cada 24 horas, duermen 20. Pienso que lo esencial de sus vidas consiste en soñar la vida que han tenido en las cuatro horas que estaban despiertos. Me parece que estoy construido igual”.

La recepción de su obra en España fue muy positiva si nos atenemos a lo que de ella dijo el crítico más respetado de su tiempo, Rafael Conte, que escribió: “Voy a decirlo —más bien repetirlo, pues no es la primera vez que lo digo— de la manera más clara y contundente que pueda: Pascal Quignard es, dejando aparte viejas glorias supervivientes, el mejor escritor francés de hoy. Quizá demasiado bueno para la universal rebaja cultural que la literatura padece en el mundo entero”. Pero el elogio no fue unánime. Cuando en 2002 recibió el Goncourt, Jorge Semprún, miembro discrepante del jurado, se quejó: “Es muy clásico, muy previsible y muy prolijo. Todo esto es finalmente muy parisiense, incluso muy parisianista”. 

En El amor el mar Quignard cuenta las peripecias de dos músicos imaginarios, enamorados, con un trasfondo de guerra y epidemia. Y en la entrevista se extiende hablando sobre la violencia, la muerte, la pre-vida… y así una serie de asuntos que definen la trayectoria de este tan poco común escritor francés.

                                                                                                     E. Huilson

* Según leemos en Wikipedia, en la teoría del eterno retorno, “el autor parte del principio de que en estas sociedades un objeto o gesto no es real porque repita una acción efectuada in illo tempore (es decir, en una época mítica, original), sino que adquiere sentido porque el ritual, que se refiere a un arquetipo, se lo entrega por medio de una función o una fuerza sagrada. Solo aquello que es sagrado es real. Por consiguiente, todo aquello que no esté inmerso en el marco de un rito arquetípico no existe. Este mismo fenómeno aparece en la geografía y, particularmente, en la ubicación de los templos, estos también se deben relacionar con un lugar sagrado, con un modelo celeste que es anterior a ellos”.

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