Semanario Cultural

‘La espera’, de Connelly: cuando la calidad y las ventas no son incompatibles

Con La espera regresa a las librerías españolas Harry Bosch (sí, el de la serie), el héroe que se inventó allá por 1992 Michael Connelly para sus novelas donde retratar “Los Ángeles y Estados Unidos a través de la literatura policial”. La reseña en Babelia Juan Carlos Galindo, recordándonos que “las novelas de Connelly son integrantes habituales de las listas de los más vendidos en Estados Unidos”, al igual que ocurre, por ejemplo, con las de Liz Moore, Laura Lippman o Dennis Lehane: “Una ficción criminal que trasciende los tópicos del género y abraza un público masivo sin renunciar a la profundidad, los matices y la calidad. Qué envidia”, exclama, cerrando la crítica. Antes de esta muestra de admirada rendición, el crítico repasa algunos datos de la nueva entrega: los personajes que por ella circulan, y sus historias paralelas, “universos interrelacionados con el crimen de fondo. Balzac en el siglo XXI”. Connelly es un maestro, dice, en “la construcción de tramas, en su amor por el detalle, la estructura cerrada, el procedimental perfecto”.

Michael Connelly (© 2007 Larry D. Moore)

No desvelaremos el caso por resolver, pero sí recogemos la advertencia del reseñista: “Quienes hayan visto la extraordinaria serie Bosch y luego Legacy se enfrentan aquí a un pequeño laberinto cronológico: la producción televisiva ha ido más rápido y saben más de la hija del héroe de lo que conocen quienes se hayan quedado en los libros (…) Aunque esto no supone que entorpezca el discurrir de la novela que nos ocupa”. Avisados están. Y para avispados en la novela policial norteamericana, atentos al guiño: Maddie Bosch (la hija) ha encontrado una pista sobre la muerte de Elizabeth Short, La Dalia Negra, el caso sin resolver más famoso de Los Ángeles y quién sabe si de Estados Unidos: “Una de las obras mayores del mejor James Ellroy, retrato en ficción de la investigación y la obsesión por ese crimen, del que además se han escrito incontables ensayos y se han vertido horas y horas de radio, televisión, podcasts y vídeos en plataformas”. Con maestría, Connelly lo integra en el conjunto y dota “a ese hilo de rigor, verosimilitud y calidad literaria”.

Calidad literaria que, reiteramos, no es incompatible con el aprecio del lector. Pero a la vez, asistimos a que los lectores sean apremiados a que les guste un libro premiado por la industria editorial, por esos grandes grupos (léase, por ejemplo, Planeta) a través de operaciones de marketing y convocatorias de premios. De la última concesión del Planeta se siguen publicando críticas. De la novela ganadora, Victoria, de Paloma Sánchez-Garnica, dice Ascensión Rivas que “está bien escrita, ambientada y documentada”. Lástima que luego se vea obligada la reseñista a señalar que es “un texto heredero de los folletines decimonónicos”, y que sus personajes, “incluso los principales, encajan en una clasificación maniquea de buenos y malos y, según la denominación de Forster, se definen como planos”. No ve la presentación de personajes tan maniquea Juan Marqués en La Lectura, pero sí como una novela muy “peliculera”, y sobre todo “de una previsibilidad enternecedora, algo que, una vez más, no afecta tanto a lo que pasa como a cómo se cuenta: la autora no confía en la agudeza del lector en ningún momento, y no hay referencia histórica o situación dramática que no vaya con su empalagosa sobreexplicación”. 

De atrapar lectores se trata

Esto es lo que hay. Será por su esencia contradictoria que la actividad literaria (o editorial, según desde dónde miremos) se nos aparezca cada semana en suplementos y revistas mediante una abrumadora irrupción de novedades, potenciales éxitos previamente premiados o secretas obras de culto, pero, a la par, salpicada esa actualidad de noticias que nos hablan del cierre de librerías, del declive en el número de lectores, de la victoria del móvil sobre el libro, y así. Ya la semana pasada nos hacíamos eco en estas páginas de ese intento de radiografiar al lector español que a partir de una encuesta publicó Babelia, (leída con algún escepticismo por nuestra parte, cierto), en la que, además de descubrir “mentirijillas” en alguna que otra respuesta, sí confirmamos que la lectura de mesilla de noche lleva el nombre “Best Sellers”, ese artefacto de cubierta llamativa, de cuyo diseño ahora se encarga la IA, que contiene una trama suculenta de acontecimientos y sobresaltos ideada por la inteligencia auto programada de su autor/a.  

Pero mientras asistimos al lamento por una hipotética pérdida de lectores, resulta que se está produciendo un aumento de la autoedición, esa opción un tanto abismal a la que se lanzan cada vez más autores con la esperanza de, al menos, hacerse visibles a un número de lectores suficiente que les permita mantener la ilusión de una futura carrera de escritor de éxito. En el último número de La Lectura se aborda este asunto de la autoedición, aunque enfocado desde el éxito conseguido por un puñado de escritores que ahora cuentan por decenas de miles sus lectores. Hay datos interesantes en el reportaje que firma Andrés Seoane, como, por ejemplo, para los incrédulos de la autoedición, cuando recuerda que Dickens se tuvo que pagar la impresión de su Cuento de Navidad o James Joyce su Ulises. 

Alberto Cerezuela

En España existen unas cuantas editoriales que trabajan este modelo de autoedición (o edición a demanda, expresión también utilizada). Una de las más destacadas es Círculo Rojo, que ofrece una gama de tarifas que cubren desde la simple publicación a un “paquete” completo que añade promoción, marketing y distribución, lo que supone “publicidad en medios, presentaciones y estar presente en una red de casi cien librerías”, según cuenta su fundador, Alberto Cerezuela. En esta editorial imprimir 100 ejemplares de una novela de unas 300 páginas cuesta sobre 700 euros y 500 ejemplares alrededor de 2.200. El autor es dueño en todo momento de los derechos y de lo que se percibe por venta de los libros, mientras que si la publicación corre a cargo de una editorial suele recibir entre el 6 y el 10 por ciento del precio de venta al público. A pesar de que la autoedición pasa por su mejor momento, Cerezuela se lamenta de “ciertos prejuicios que todavía arrastra la autopublicación, como por ejemplo la falta de presencia en la prensa cultural, que no se ocupa de este tipo de libros o el veto que tiene su editorial en la Feria del libro de Madrid”. Para sortear ese veto, los autores suelen recurrir a alguna librería para asegurarse una jornada presencial para la firma de ejemplares. 

Pero qué lector buscamos…

En su tribuna de El Cultural, Ignacio Echevarría reflexiona precisamente sobre la cuestión de (digámoslo con mayúsculas) El Lector. Y apunta como la figura del lector viene acaparando la atención que hasta hace poco recibía la del escritor. Cuenta como en décadas pasadas abundaron las novelas que tenían a escritores por protagonistas, haciendo de la escritura misma, y de sus congojas, su argumento. “Pero ocurre ahora que el temor creciente a que la lectura deje de ser una práctica corriente está convirtiendo al lector mismo en el héroe de esa especie de combate con que algunos se empeñan en imaginarse la resistencia que la cultura humanística –y su principal agente: el libro– ofrecen todavía a las nuevas tecnologías y a los usos que de ellas se derivan”. 

Ignacio Echevarria (Gris Tormenta)

Ya hace tiempo que Echevarría se arriesgaba en un artículo publicado en el mismo medio a parecer “insufriblemente elitista” al confesar que veía como escaseaban los lectores “fiables”. Utilizaba una expresión de un escritor tan poco elitista como Kurtz Vonnegut, en una entrevista, que dijo aquello de que «no escasean los buenos escritores. Lo que nos falta es una masa de lectores fiables». Por eso es primordial recordar que los lectores no dejan de aumentar, e incluso hasta parece incuestionable que cada día se lee más. “Cosa distinta es que se lea peor”, aventuraba Echevarría por lo que más propiamente, habría que hablar de su decadencia. 

De hecho, Azorín defendía que a los “clásicos” los hacíamos los lectores desde nuestra sensibilidad moderna; y Paul Valery sentenciaba: «No es nunca el autor el que hace una ‘obra maestra’. La obra maestra se debe a los lectores, a la calidad del lector. Lector riguroso, con sutileza, con lentitud, con tiempo e ingenuidad armada. Sólo él puede hacer obra maestra, exigir la particularidad, el cuidado, los efectos inagotables, el rigor, la elegancia, la duración, el impulso. Pero ese lector, cuya formación y cuyas fluctuaciones constituyen el verdadero objeto de la historia de la literatura, se está muriendo». 

Para los que estén interesados en profundizar en el asunto, el ex-crítico señala dos libros reveladores: No soy un robot, de Juan Villoro, y Construir lectores, de Vicente Luis Mora. Los dos se esfuerzan –explica– por enfrentar el nuevo escenario de la lectura sin incurrir en el catastrofismo, más bien aceptando –como concluye Villoro– que “la cultura de la letra ha entrado en una decisiva fase de transformación”, y que lo que corresponde, dadas las circunstancias, no es tanto resistirse como adaptarse a las nuevas condiciones de consumo de los textos. En cuanto al ensayo de Vicente Luis Mora, aborda “el mito del último lector” y se postula como “un libro positivo, constructor, esperanzado”, animado por la necesidad –sostiene– de reclutar “nuevas promociones de niños, adolescentes y jóvenes que continúen la milenaria cadena de lectores”. 

Leer para contarnos

Lola López Mondéjar (Anagrama)

Y al hilo de lo que vamos desgranando nos viene al pelo que citemos Sin relato, de Lola López Mondéjar, último premio Anagrama de Ensayo de este año. Escribe Andrés Ibáñez en Abc Cultural sobre él que pareciera que la autora quisiera en un principio escribir un libro sobre “la atrofia de la capacidad narrativa”, como anuncia el subtítulo de “su magnífico libro”, que comenzamos a leer, profundamente intrigados por lo que parece ser un fenómeno de nuestro tiempo, tal como lo estudia Byung-Chul Han en el La crisis de la narración, donde mantiene la tesis de que hoy ya no hay narración, solo información. 

El tema prometido es apasionante: la aparente dificultad que tienen los jóvenes, para expresarse y para comprenderse a sí mismos, junto con la idea central de que nuestra subjetividad ha de ser necesariamente narrativa. “Vivirse es vivirse como historia. Vivir es narrarse. Lo que llamamos `nuestra vida´ es la historia que nosotros mismos creamos de ella. Si perdemos esa capacidad, comenzamos a ser incapaces de relacionar nuestro sufrimiento psíquico, con nuestra propia vida”. Y apunta: “Nuestras vidas del siglo XXI son cada vez más miméticas (un término muy querido de la autora, que lo ha tomado de René Girard), cada vez más vacías, cada vez más carentes de sentido. Estamos perdiendo la capacidad narrativa de nosotros mismos y del mundo. Estamos perdiendo nuestra humanidad”.

Para que esto esté ocurriendo se señalan dos causas: la digitalización del mundo, que pretende convertirnos en máquinas, y el capitalismo feroz que pretende transformarnos en objetos, en mercancías y también en esclavos. Y las máquinas y los esclavos tienen muchas cosas en común: carecen de voluntad propia, carecen de verdadera interioridad. 

Formar lectores capaces…

Roberto Calasso (Fundacion Formentor)

… que un día puedan leer la Odisea “renovando su clasicismo”, que diría Azorín, o comprobar que los mitos del Antiguo Testamento “expresan el horror de la conciencia ante el hecho de existir y la búsqueda de la esperanza mediante la imaginación”. Así lo expresa Roberto Calasso en El libro de los libros, pues “no se puede vivir sin lo invisible, aunque lo invisible encierre en sí a la muerte”. Dedicado al Antiguo Testamento, El libro de todos los libros lo escribió Calasso partiendo de la idea de que los grandes textos religiosos son creaciones literarias y no hechos históricos, lo cual no significa que sean mera fantasía, sino un modo de pensar más profundo y creativo que la estricta racionalidad científica. Lo reseña en El Cultural Rafael Narbona, que define el libro como “un viaje por los mitos fundacionales de nuestra cultura: el pecado original, la expulsión del paraíso, la promesa de la tierra prometida. Solo el `último renacentista´ podía desplegar una mirada tan aguda sobre el diálogo del judaísmo con ese Dios que se esconde y se manifiesta mediante símbolos y arcanos”.   

Este “último renacentista”, como lo denomina Narbona, el florentino Roberto Calasso, trabajó, y presidió después, la prestigiosa editorial Adelphi Edizioni

Escritor y editor, “el objeto de su trabajo fue la cultura universal engendrada por la especie humana”. 

Pues eso. 

                                                                                               E. Huilson

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