Ese libro me lo envuelve para regalo
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS
Se acerca la Navidad y algunos suplementos literarios se dan cita ya con la liturgia anual de dedicar un buen número de sus páginas a recomendar libros “para regalo”, páginas y páginas ordenadas bajo los epígrafes de narrativa, ensayo, historia, cómics, etc., a las que solo les falta que suene de fondo Jingle Bells a modo de banda sonora. “Cien libros para regalar”: así anuncia su recopilación EL CULTURAL.
Curiosamente, uno de sus articulistas habituales, Ramón Andrés, (que cuenta con varios fans en este Patio), en una tribuna que titula “Un almacén en Marte”, se lamenta de que “el exceso, la demasía de cosas inútiles, ha convertido el mundo en un stock, en una tienda universal de chucherías cuyos propietarios ya buscan un almacén en Marte, que es para lo que va a servir tanto viaje allí, supeditado a los antojos que imponga uno de los seres más ominosos llamado Elon Musk, ahora amigo de Netanyahu”. Y entre los objetos inútiles que se almacenarán en Marte, dice Ramón Andrés, estarán también muchos de los libros que ahora se publican, pues tampoco estos “se eximen de este neurótico afán de excedentes, porque un indecible número de ellos procede del aburrimiento de sus autores, así como de su vanidad, y del consiguiente tedio de sus igualmente incompetentes compradores, que en su mayor parte jamás se acercarán a un título que valga la pena”.
No parece el artículo de Andrés el umbral más idóneo para las páginas que le siguen de recomendaciones de libros para regalar. Entre dicho artículo y el interminable listado de títulos solo hay una página, correspondiente a una publicidad de la editorial Destino (o sea, de pago) en la que promociona las últimas novelas de Dolores Redondo, Lorenzo Silva, Manuel Vilas, María Orduña, Arsuaga, Víctor del Árbol y Marga Durá. ¿Será casualidad o un malvado guiño?, se podría preguntar uno. No, seguramente solo responde a la casualidad, tantas veces enemiga de la compaginación.
También LA LECTURA publica su lista de libros para regalar bajo el título de “88 propuestas culturales para esta Navidad”. La curiosidad nos llevó a comprobar hasta donde coincidían ambos suplementos en el ranking que a su modo establecían por la ordenación y ciñéndonos al apartado de narrativa. Para LA LECTURA el regalo más seguro sería, por tanto, la novela El problema final, de Pérez Reverte, mientras que EL CULTURAL apuesta por la última de Antonio Muñoz Molina, No te veré morir. Si tienen tiempo y ganas, comparen ambas listas; tiene su aquél.
Volviendo sobre el artículo de Ramón Andrés, cita en él un librito que lleva por título El arte del saber ligero. Una breve historia del exceso de información, del que es autor Xavier Nueno, y advierte de cómo los anaqueles de las bibliotecas “van alabeándose” por el peso de tanta obra innecesaria. Y menciona un capítulo donde se refiere (o define, elogiándolo) al lector amateur, el no profesional del saber, un lector “errático y aventurero”, que no pugna con el anquilosado doctor en dogmas, apostado entre volúmenes, la mitad de los cuales son jactancia. “El lector clandestino, el imaginativo y libre, entiende bien aquello de Diderot, persuadido de que a la barbarie se llega tan pronto por la falta de libros como por su sobreabundancia”.
Convivir con nuestra ignorancia
Es lo que viene a diagnosticar el reportaje que LA LECTURA dedica a resaltar cómo la sobreabundancia de información, y de libros, no nos está haciendo más sabios, sino todo lo contrario. Damos por hecho que de los saberes hay un registro, pero ¿se puede seguir la pista a los conocimientos perdidos? se pregunta Daniel Arjona, autor del reportaje. “Una aproximación original a la historia de la ignorancia pasa por documentar los grandes hitos de la aniquilación del saber humano”. Sobre esto mismo, citando la desaparición de míticas bibliotecas, escribió Richard Ovenden en Quemar libros. Pero no debemos desesperar. Arjona cita también al psicólogo italiano Giorgio Nardone que, en La estupidez estratégica, defiende que debemos aprender a convivir con nuestra estulticia porque eliminarla por completo “sería filosóficamente utópico, biológicamente contra natura y lógicamente inviable”. Un consuelo.
El catedrático de Cambridge Peter Burke, experto en Edad Moderna y Renacimiento e impulsor del estudio de la historia cultural de Occidente, que plasmó en su Historia social del conocimiento, considera que “la mayor parte de la ignorancia contemporánea nace del exceso de información”. Acaba de publicar un nuevo libro, Ignorancia. Una historia global, y con tal motivo le entrevista para LA LECTURA Andrés Seoane. Habla de más de 40 tipos de ignorancia y cuando el periodista le pregunta cuáles han sido los más relevantes y los que predominan en la actualidad, le cuesta elegir: “los tipos de ignorancia que han producido las consecuencias más nefastas son la negación –por ejemplo, del Holocausto–, el prejuicio y la credulidad. Hoy, en una época de multiplicación de noticias falsas, la credulidad es especialmente relevante: la actitud acrítica ante informaciones no verificadas”.
Pone otros ejemplos: “En los negocios, la política y la guerra, la persona o el grupo menos ignorante gana, tanto a corto plazo como a nivel histórico. Y si bien es cierto que la ignorancia puede ser positiva en situaciones concretas, por ejemplo, a nivel individual es bueno no saber el momento o la forma de la propia muerte, a nivel colectivo suele ser negativa, si no siempre y a veces desastrosa”.
Manuel Lucena Giraldo reseña el libro de Burke para ABC CULTURAL, y empieza recomendando que se inicie la lectura por la página 451: “En ella se abre un glosario enciclopédico, en el mejor sentido del término, el inventado por San Isidoro de Sevilla once siglos antes de los inevitables y fatuos Diderot y D’Alembert. Existe una ignorancia activa, consistente en no querer saber, y otra autorizada, que remite al rechazo colectivo de una información por considerarla irrelevante”.
Queda claro que el estudio de la ignorancia es tan antiguo como la necesidad de salir de ella o, en referencia a la tradición occidental, parece consustancial al ambiente del humanismo renacentista. Si Petrarca escribió una carta “sobre su propia ignorancia y la de muchos otros”, tras vivir la afrenta de ser acusado de ignorante por cuatro jóvenes venecianos, el español F. López de Gómara mantuvo en 1553 que el Descubrimiento de América “declaró la ignorancia de la sabia antigüedad”. Señalaba así, “con indisimulado orgullo”, que hasta que España había llegado a las Indias el mundo entero permanecía en la inopia respecto a la existencia de otros continentes, cuenta Lucena Giraldo. Y recoge una muestra ilustrativa del anecdotario de la ignorancia: “En 2012, la mitad de los adultos británicos pensaba que el Everest estaba en Gran Bretaña”.
Un reto para el lector: El desierto blanco que ganó el “Herralde”
El premio Herralde de Novela mantiene un nivel de prestigio literario que ya quisieran otros para sí, aunque luego las ventas (de nuevo Jingle Bells) no respondan como a su empresa editora le gustaría. El desierto blanco, novela con la que Luis López Carrasco ha ganado la última edición de este premio, es un texto que, desde la primera página, “sume al lector en un universo extraño, no diré distópico, y de cuyo laberinto no sale algo airoso hasta que encara la parte quinta y última del libro, La línea del horizonte”, escribe Ricardo Baixeras en ABRIL. A su juicio, “lo que ha tratado de hacer el autor con esta ficción –palabra que aquí no es solo sinónimo de novela, sino que implica sentidos más profundos ligados a un espacio continuo de multiplicidades en red– es, diría, narrar el mundo desde una distancia sideral, desde fuera –literalmente– y tratando de aunar desde el pasado los sentidos no evidentes de un presente marcado por una serie de futuros imaginados para sobrevivir a ciertos peligros invisibles”. Así, la novela presenta una serie de mundos posibles, futuros y ajenos, desde los que imaginar una contemporaneidad que clausura el presente desde un futuro aterrador. “Y ese futuro se erige en el punto nuclear del libro: ¿cómo cabe imaginar no tanto lo venidero cuanto el presente desde una distancia que vendrá? ¿Qué cantidad de realidad cabe en la capacidad de imaginar lo inimaginable? ¿Hasta qué punto idealizamos el pasado? ¿Es la melancolía la piedra de toque de nuestra época?
Leída esta y otras reseñas, parece evidente que El desierto blanco es una de esas novelas que retan al lector (y de paso le enseñan a leer, nos atreveríamos a decir) por las dificultades de su estructura.
En BABELIA, Domingo Ródenas de Moya da cuenta de esta complejidad: “Casi nada de lo que importa para entender la novela ganadora del Premio Herralde está a la vista, y eso puede ser tanto una virtud como un defecto, aunque este (el fragmentarismo) derive, como trataré de explicar, de lo virtuoso del método (la elusión de las circunstancias enunciativas)”. Incide así mismo en cómo los cinco capítulos de la obra parecen funcionar como relatos independientes, sin apenas engarces de continuidad, lo que produce cierto desconcierto sobre la voz narrativa, sobre los personajes, sobre la lógica que yuxtapone un juego de rol para optar a un empleo deleznable (en una variación de El método Gronhölm, de Jordi Galceran) y un accidente aéreo en una isla (con obvias reminiscencias de la serie Lost). Sin embargo, continúa diciendo Ródenas de Moya, “a pesar de la aparente inconexión, la novela va cobrando sentido como una serie de evocaciones de un tiempo pasado (el nuestro: de 2010 hasta ahora más o menos) realizadas en 2035 desde Mare Imbrium, es decir, desde la Luna, lo que nos sitúa en la arqueología del futuro de la ciencia ficción”. Y concluye la reseña elogiando la construcción de la novela, su resolución, pero también señalando que es lástima que “la prosa, en general correcta, se estropee con algunos usos anómalos que hubieran tenido fácil enmienda”.
El modelo narrativo, según señalaba ya en EL CULTURAL hace dos semanas Santos Sanz Villanueva, no es inédito pues recuerda al que utilizó Luis Goytisolo en Las afueras, “que dio lugar a un debate aún no cerrado de si se trataba de una novela o de un libro de relatos”.
Descubrir si se trata de una novela u otro modelo narrativo puede ser un buena manera de pasar unas horas estas navidades, si es que a usted se lo regalan o bien decide comprárselo. Atreverse con un herralde es, a día de hoy, para lectores de un muy distinto planeta.
E. Huilson