Una semana de ruido y furia: la lectura como refugio
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS
“El silencio es la materia prima del pensamiento”. Esta frase del ensayista Ramón Andrés la entresacamos del reportaje de apertura, firmado por Benjamín G. Rosado, que LA LECTURA dedica esta semana, bajo el título En la era del ruido que aniquila el pensamiento, al estruendo que padecemos a diario en todas las ciudades del mundo. Un fenómeno que los historiadores datan su comienzo con el desarrollo de la Revolución Industrial y que nos provoca que cada día oigamos peor… y escuchemos menos. En el reportaje se citan algunos libros que han profundizado en ello. Por ejemplo, Historia del silencio, de Alain Corbin, quien recuerda que la batalla contra el ruido viene de lejos, pues ya Schopenhauer, Dickens y Zola se quejaron de los ruidos que provocaban en las ciudades los carruajes, las fábricas o las campanas, y escritores como Kafka y Dostoievski buscaban refugiarse “en las capas más profundas de la soledad al acecho de un silencio interior para sus novelas”. O cómo Proust mandó recubrir de corcho las paredes de su habitación.
Pero Corbin va más lejos a la hora de señalar los efectos del ruido. Asegura que el silencio (como ausencia de ruido), que comenzó siendo una virtud de las sociedades más avanzadas, ha terminado considerándose una condena. El miedo y aun el horror provocado por el silencio se han vuelto más intensos, y de ahí la abundancia de estímulos visuales y sonoros que dificultan la comunicación, la capacidad de escuchar al otro. “El ensordecedor flujo de información que genera internet y el vocerío de las redes sociales, con sus mensajes-bomba, tan simplistas como atronadores, convierten al interlocutor en adversario”, escribe G. Rosado, y cita a Corbin para recordarnos que “callar es también demostrar que uno está disponible para la escucha”.
Es un asunto, este del ruido como enemigo del pensamiento, que pareciera traído a propósito de la actualidad política que estamos soportando estos días.
En el fragor de este ruido político, del diálogo de sordos, y con el ánimo de buscar un poco del silencio reparador, releíamos en el Patio aquellas palabras que Schopenhauer dejó escritas en El arte de tener razón, donde sostenía que la verdad objetiva de una proposición y su aprobación de los que discuten y sus oyentes son dos cosas distintas. ¿A qué se debe esto?, se preguntaba el filósofo, y respondía (desde su visceral pesimismo): “A la natural maldad del género humano. Si no existiera esta, si fuéramos por naturaleza honrados, en todo debate no tendríamos otra finalidad que la de poner de manifiesto la verdad, sin importarnos en nada que esta se conformara a la primera opinión que hubiéramos expuesto o a la del otro; esto sería indiferente, o por lo menos completamente secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, especialmente susceptible en lo tocante a las capacidades intelectuales, se niega a admitir que lo que hemos empezado exponiendo resulte ser falso y cierto lo expuesto por el adversario. En este caso, todo lo que uno tendría que hacer sería esforzarse por juzgar correctamente, para lo cual tendría que pensar primero y hablar después. Pero a la vanidad innata se añaden en la mayoría la locuacidad y la mala fe.”
O cómo no recordar las palabras del viejo Compson, en la novela de Faulkner El ruido y la furia, cuando en un gesto de lucidez observa: «El campo de batalla sólo revela al hombre su propia estupidez y desesperación…”.
Desde una visión más positiva, o constructiva, puede sernos útil a modo de guía espiritual, lo que dejó escrito Stefan Zweig sobre Montaigne, a partir de la pregunta “¿Cómo puedo permanecer libre? A pesar de todas las amenazas y peligros en medio de la furia de los partidos, ¿cómo puedo preservar la incorruptible lucidez de espíritu?, ¿cómo mantener incólume la humanidad de corazón en medio de la bestialidad? ¿Cómo escapar a las exigencias tiránicas, que el Estado, la Iglesia o la política querrían imponerme contra mi voluntad? ¿Cómo protegerme para no ir en mis conversaciones y actuaciones más allá de donde quiere ir íntimamente mi `yo´ más íntimo? (…) A esta cuestión, y sólo a ella, dedicó Montaigne su vida y sus energías. En aras de esa libertad se observó, vigiló, probó y censuró en cada impulso y en cada sentimiento. Y esa búsqueda de la salvación espiritual, de la salvación de la libertad, en una época de generalizado servilismo a ideologías y partidos, nos lo acerca hoy fraternalmente como a ningún otro artista.”
Volviendo a las páginas de LA LECTURA, y para concluir este asunto, hay unas palabras en la columna que firma el escritor Pablo d’Ors que nos han llamado la atención, pues habla de su experiencia meditativa y cuenta cómo ha llegado a percibir que el silencio tiene infinitos matices y tonalidades y no es, ciertamente, la ausencia de sonido, sino “la ausencia de ego”, y es cuando el ego deja de estar presente, o al menos tan omnipresente, lo que aparece es el alma, o el yo profundo si se prefiere; “y es entonces cuando empieza uno a verlo todo completamente diferente”.
Un “Planeta” ruidoso
Todo el mundo sabe (o casi todo) que el Premio Planeta no es un premio que busque la excelencia literaria, pues se trata, solo y exclusivamente, de una operación de marketing de ventas en la que se rentabiliza hasta la propia polémica que suele acompañar la decisión del jurado (si es que alguien juzga algo en el conjunto de la operación). A lo largo de su trayectoria, más de un escritor de renombre se ha prestado a la “oferta” del grupo editorial para presentarse al concurso, que, como bien se sabe, conlleva una propuesta económica “difícil de rechazar”. Los estrategas de ventas de la compañía sabrán cuáles son los criterios a aplicar cada año, y por qué en éste decidieron apostar por una novela de la periodista Sonsoles Ónega. Una vez publicado el libro, se esperan las consiguientes reseñas, con alguna crítica negativa, algunas ambigüedades, la mayoría, lo de siempre. Por eso ha sorprendido tanto en esta ocasión el calibre de la crítica que firmaba en BABELIA hace un par de números Jordi Gracia, que la iniciaba con este párrafo demoledor: “El efecto que deja este último Premio Planeta es desolador: parece un acto de transgresión cultural intrasistémico. Maravilla la capacidad de Las hijas de la criada para desescalar hacia abajo y sin límite en el subsuelo de la novela. Mientras leía hundido en la miseria y en la tumbona, me preguntaba si alguno de los miembros del jurado hizo el sacrificio de leerse esas 400 páginas. ¿Rosa Regàs o Carmen Posadas no sintieron una vergüenza cósmica? ¿Qué vio el fino lector Pere Gimferrer que haya empujado su voto favorable? ¿A José Manuel Blecua no se le han llevado todísimos los demonios académicos y no académicos? ¿Cuál es el límite a partir del cual el lector de un jurado se cloroformiza o se anestesia de tal manera que renuncia a ser quien es?”
Gracia resumía a continuación la trama folletinesca y cerraba la reseña apelando de nuevo a las responsabilidades del jurado y del grupo editorial: “La sensación de ridículo es sofocante. Por la trama, por el estilo, por la simpleza, por la arbitrariedad, por la absoluta nadería de un folletín sin categoría siquiera de folletín. A alguien se le ha ido la pinza para llegar a premiar una redacción escolar de turbadora tosquedad. La presentadora Sonsoles Ónega no tiene la menor responsabilidad en esta calamidad: ella habrá escrito lo mejor que ha sabido una novela, como ha escrito otras tantas. El problema sistémico es la dejación de funciones de los miembros del jurado y de la editorial, fraude tan masivo que vuelve a traicionar la confianza de una mayoría de los españoles con ganas de leer historias entretenidas sin que naveguen necesariamente en la indigencia moral y literaria”.
La semana pasada escribíamos en este Patio sobre el valor de la crítica como guía para los lectores y de cómo se han ido extinguiendo los grandes críticos que oficiaron en el siglo XX. Repasen si lo desean lo que pesaba su opinión y el enfado de algunos escritores con ellos. En este caso, quienes han levantado la voz principalmente son aquellos que han visto en la reseña desde un “un ataque machista” o un “desprecio desde la alta cultura a la cultura popular”, hasta una presunta animadversión por ser la premiada “una presentadora televisiva de éxito”, etc. Hasta la reina Letizia fue vista haciendo cola en la firma de libros de la autora, de la que es amiga, a modo de desagravio, según relataba alguna revista del corazón.
Esta semana leímos otra crítica de la novela, en este caso en CULTURA/S que lleva la firma de Juan Ángel Juristo, quien ya de entrada argumenta que “desde su fundación este premio se ha mostrado tan versátil y camaleónico como lo que demandaba en ese momento la sociedad española, pues no podemos olvidar que el premio está concebido para que sea leído por el mayor número de personas”. Y, tras otras consideraciones, nos advierte, a modo de explicación sobre el estilo de la autora, que no se trata en el caso de Ónega de “una novelista que ejerza el periodismo (…) Antes bien se trata de todo lo contrario y ello se muestra fundamental a la hora de juzgar esta novela del único modo que debería hacerse, dando cuenta o no de su valor literario”. Y a su juicio, sobre tal valor literario, concluye benévolo: “no es una novela para lanzar cohetes de entusiasmo, pero he leído premios planetas más flojos”. Cierto es también que no especifica cuáles.
La literatura como delirio
En la entrevista concedida a LA LECTURA, dice el escritor chileno Benjamín Labatut que “la literatura es de las pocas artes humanas que tiene un pie en cada mundo: nos interesa la razón, es completamente necesaria, pero para mí el centro de la literatura es el delirio”. Ha escrito una novela, MANIAC, que tiene como figura central a John von Neumann, un superdotado cuyos descubrimientos matemáticos revolucionaron la física cuántica y predijeron la informática moderna, además de dar gran impulso a la carrera nuclear, resume el autor de la entrevista, Andrés Seoane. “El tipo de pensamiento que caracterizó a von Neumann es tan peligroso como necesario” –dice Labatut– “Decidí poner énfasis en la frialdad de su razón, porque me interesaban los monstruos que nacen de allí, las paradojas que anidan en el corazón de la racionalidad y los delirios a que nos llevan”, explica del personaje al que considera “uno de los más singulares, misteriosos y brillantes que ha producido la especie humana; un semidios de la ciencia cuyas capacidades se salían de toda escala. Creo que la lógica matemática llevada al paroxismo puede entregar una claridad al pensamiento que se parece a la lucidez que han alcanzado, mediante ejercicios de meditación, automutilación o prácticas de devoción, los yoguis, los brahmanes, los filósofos o los místicos religiosos”.
En EL CULTURAL, la reseña de MANIAC la firma Nadal Suau, que nos avisa de entrada, por si acaso alguien cae en la tentación de pensar que está ante un libro de divulgación científica para no iniciados, que lo que tenemos entre manos es una novela cuya “gran virtud reside precisamente en convertir el paisaje psicológico y abstracto de la ciencia en materia narrativa que nos resuena a todos”. La naturaleza especulativa de la escritura de Labatut, argumenta Suau, deja en segundo plano la eficacia de sus recursos narrativos, que son sólidos, como demuestra la solidez de los personajes o la precisión de la estructura narrativa. Y señala otro aspecto del que nos hacemos eco: “Sin llegar a ser un estilista puro, Labatut despliega una prosa de resonancias europeas, tirando a clásica, muy ajustada a los periodos y escenarios que recrea”.
¿Existe una literatura europea?
Rescatábamos ese último párrafo sobre la escritura “europea” del chileno para enlazar con nuestro último tema de la semana, que responde a dicha pregunta, la de si existe una literatura europea, una pregunta con la que BABELIA abre su última edición. De la respuesta, o más bien de la pertinencia de la pregunta, se encarga el ensayista Antonio Monegal, que de entrada advierte de estamos ante una pregunta “que excita inevitablemente a los especialistas en literatura comparada, a quienes estudiamos los fenómenos literarios más allá de las fronteras nacionales y lingüísticas, desde una perspectiva supranacional, aunque sólo sea para indagar en las implicaciones de la pregunta, sin necesidad de alcanzar una respuesta definitiva. Esta pregunta, como tantas otras muy relevantes, no se contesta con un sí o un no, sino con un `depende´”. Es un largo artículo en el que se reflexiona sobre los márgenes difusos y cambiantes de ese territorio que denominamos Europa, sobre la propia noción de Europa, que es más que un territorio o una suma de naciones: “¿Hay tal cosa como una identidad europea que cohesione un sistema literario, unos rasgos compartidos que delimiten un conjunto de obras o escritores, un mínimo denominador común?”, se pregunta, lo que nos llevaría a interrogarnos sobre si es posible elaborar un canon de la literatura europea, sobre todo uno que se diferencie del canon occidental de Harold Bloom o de aquello que antes se llamaba literatura universal, en una abarcadora proyección etnocéntrica.
Y un punto interesante a la hora de plantear que no existe una literatura de la UE (que no coincidiría con una literatura europea) es el de señalar que “los líderes europeos se han desentendido de la cultura como instrumento de cohesión”, delegando en los Estados miembros cualquier planificación estratégica cultural, como demuestra el análisis de los sucesivos presupuestos europeos.
“¿De dónde sale la idea de Europa si no es de esa tradición compartida?”, se pregunta Monegal. “Para Milan Kundera la novela moderna, desde Cervantes, es el instrumento de investigación mediante el que se construye Europa. Es un tema que explora también, invocando a Homero, el albanés Ismaíl Kadaré”. Y cita Monegal un ensayo de Richard Miller en el que este defiende “que no es la literatura la que necesita a la UE, sino la UE la que necesita una literatura, necesita la Europa de la literatura, fuente de sus principios fundamentales”.
Tal vez sea Stefan Zweig quien más consecuentemente encarna y convierte en literatura dichos principios y la conciencia de ser europeo, en medio de las amenazas que se cernían sobre aquel sueño de libertad, humanista y cosmopolita. Su contemporáneo, Franz Kafka, un escritor que es de todos y no es de nadie, apela a otra tradición eminentemente europea, la que describe el lado inquietante y desesperanzado de la condición humana. Dos súbditos del imperio austrohúngaro, Zweig y Kafka, que anticipan el horror del Holocausto, la tragedia transnacional que define la historia europea, resume Monegal.
Citábamos a Zweig al principio de este texto, aludiendo a la trayectoria intelectual y humana de Montaigne. Lo hace en un libro de la editorial Acantilado en el que también reseña a figuras como Chateaubriand, Rilke, Roth, Romain Rolland o Gustav Malher, y que precisamente lleva como título El legado de Europa.
E. Huilson