Un verano para viajar, visitar ciudades, leer paisajes…
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
Sostiene Eduardo Martínez de Pisón que “la cultura eleva el territorio a la condición de paisaje y, con él, entre otras cosas, se constituye en civilización. No hay paisaje sin cultura. El paisaje es civilización”.
Es una buena conclusión que gustará a los “flâneurs” del siglo XXI, que los hay; algunos vecinos de este Patio ejercen a diario ese “paseo deambulante”, y hasta presumen de esta práctica en desuso. Pasear se pasea, claro, pero con determinado objetivo y mayoritariamente acompañado de teléfono móvil por el que hablar o sacar fotos. Ya nadie (se) describe mentalmente un paisaje o un rincón de la ciudad: si le impacta, lo fotografía. Recuerda Martínez de Pisón, en la entrevista que le hace Nuria Azancot en EL CULTURAL, que Unamuno consideraba que un paisaje sin escritor está mudo y pasa desapercibido por lo que es necesario escribir sobre los paisajes e infiltrarlos en la cultura. Sobre todo, los paisajes con alma. Y recuerda a la Generación del 98, que trajo una marea de paisajes literarios, con sentido transcendente: “los de Baroja, sin concesiones; los de Azorín, sin imprecisiones; los de Machado, como una lámina con peñas, álamos, caminos, o sus emociones. No había existido en nuestra literatura hasta su aportación un interés paisajístico tan abundante, tan central, tan alegórico y tan real.” ¿Se ocupan los escritores de hoy del paisaje?, se pregunta. Parece que poco.
Azancot nos informa: “Acostumbrado a perderse en las montañas y a desvelar los secretos de paisajes de estos y otros tiempos, el geógrafo, narrador y alpinista Eduardo Martínez de Pisón acaba de publicar Atlas literario de la tierra, decantación de muchos años de lector y de explicador de panoramas”.
Abandonar la habitación propia para salir De viaje (Woolf)
Cuenta Marta Rebón en LA LECTURA que Paul Bowles hizo una inteligente reflexión sobre la literatura de viajes en el ensayo Desafío de la identidad, “título que ya de por sí propone una definición tan concisa como incontestable de lo que el viaje plantea al viajero. Para él, el mayor placer era `leer el relato inteligente acerca de lo que ocurrió lejos de casa”. Lo cuenta Rebón en la reseña de la reciente publicación del libro De viaje, de Virginia Woolf, una publicación realizada a partir de un material que procede, sobre todo, de sus cartas y diarios, porque en su bibliografía, salvo contados ensayos para revistas, no encontramos un libro que corresponda a género de viajes. Desde Florencia escribe: “La escritura descriptiva es peligrosa y tentadora. Es fácil, con un poco de esfuerzo mental, hacer algo. Lo que una registra de verdad es el estado de su propia mente”.
Caminar, describir, escribir a pie
Viajar, pasear, conocerse. “Se me ocurrió que en la ciudad europea con más gente feliz por kilómetro cuadrado yo era el único que estaba triste, lo que es de por sí una condición indispensable para la observación”, escribe Aitor Romero Ortega mientras recorre Benidorm ,“no sin una sensación de asombro e incredulidad”, esa ciudad de rascacielos reivindicada por el arquitecto y escritor Óscar Tusquets y territorio de muchas de las entradas de los inteligentes Diarios de Iñaki Uriate. En El arte de escribir de pie, que Anna Maria Iglesia reseña para ABRIL, Romero Ortega explica que esta tristeza que lo aleja de los demás lo sitúa en un extraño lugar, fuera y, a la vez, dentro del espacio observado: “Desde esta posición de outsider y a la vez partícipe del territorio explorado, el escritor barcelonés recorre paisajes mentales. Así define él ciudades como Roma, Barcelona, Madrid y Benidorm, y regiones como Irlanda del Norte y la América profunda que explora en este libro escrito `sin salir de mi cuarto´”. Es una escritura que tiene que ver con un transitar que va mucho más allá del recorrido físico que pueda hacerse a lo largo y a lo ancho de una ciudad. Tampoco es nueva la asociación de conceptos, “no solo en la equiparación del acto de escribir con el caminar –una equiparación, quizá, demasiado manida–, sino tampoco en la asunción de que el ensayo es una forma de deambulación”.
El autor frecuenta en su paseo a otros escritores paseantes, “de Joseph Brodsky al Federico García Lorca de Poeta en Nueva York, de W. G. Sebald hasta el Juan Villoro de El vértigo horizontal pasando por Jack Kerouac y Javier Pérez Andújar”, y propone un libro que, sin ofrecer una verdadera vuelta de tuerca al tema del caminar, está lleno de observaciones interesantes en torno a temas que aún y por suerte no se han agotado, concluye en su crítica Iglesia.
Por cierto, que sobre escribir “de pie”, en este caso literalmente, no como metáfora, habla Eduardo Mendoza en la entrevista que publica ABC CULTURAL. Le pregunta Bruno Pardo cómo es eso de escribir de pie y si aún lo practica, a lo que Mendoza responde: “Tengo un pupitre de escribano antiguo en el que se escribe muy bien de pie. Lo aprendí de Hemingway. Y luego me enteré de que Juan Marsé también escribía de pie. Estos pupitres tienen una pequeña inclinación y una barra abajo para poner el pie: esto es fundamental [lo dice como si hablara del Estado de Derecho]. Hay que cuidar un poco el aspecto físico del esfuerzo intelectual. Yo creo que habría que escribir con americana y corbata. Esto de estar en chándal escribiendo no puede ser bueno, hay demasiada comodidad”. El entrevistador repregunta: “¿Pero sigue escribiendo así?”. Y es en la respuesta donde Mendoza nos deja caer (para nuestro desconsuelo) que está de retirada, que “ahora ya no (escribe de pie), ahora ya no sé ni si escribo”.
—¿Ya no escribe?
—No con la misma intensidad, ya no tengo la misma capacidad de concentración. Al cabo de media hora de estar haciendo una cosa tengo que parar y distraerme un poco. Escribo un poco a ratos sueltos, ya con muy poca… Yo creo que ya he terminado mi carrera. Mi carrera está detrás, no adelante.
Cuatro destinos de libro
El suplemento CULTURA/S propone en su última entrega viajes a lugares de libro por si este verano quieren mirar alguno de esos paisajes que previamente leyeron. Por ejemplo, Hobbiton, la ciudad de los Hobbits. Para ello es preciso viajar hasta Waikato, a 150 kilómetros de la capital de Nueva Zelanda, que es donde se rodó esa parte de El señor de los anillos. Se puede visitar el set de rodaje tal como se utilizó para la película El hobbit. Eso sí, deben tener en cuenta “los fans de Tolkien (…) que los precios de las entradas los han puesto los orkos: en la visita más básica, de dos horas, los adultos pagan noventa euros”.
Más cerca nos pilla el bosque de Sherwood, coto privado de un rey despótico y un asaltante de buen corazón llamado Robin Hood, que robaba a los ricos para ayudar a los pobres. “De aquella inmensa espesura solo quedan 400 hectáreas apretadas por la presión urbanística y clareadas por prados para el pasto. Muchos árboles autóctonos del siglo XII (robles, olmos y hayas) han sido substituidos por pinares de reforestación”.
Y un poco más al norte, en la ciudad danesa de Elsinor (o Helsingør) se encuentra el fortificado castillo de Kronborg, el lugar ideal para repasar el arranque de Hamlet, cuando “los centinelas se dan el relevo en las almenas del castillo y se palpa en el ambiente una tensión que hará temblar hasta las calaveras”. Shakespeare situó la obra en ese castillo, reconstruido tras el incendio de 1629, en un espectacular emplazamiento en el estrecho de Oresund, frente a la cercana costa de Suecia.
O si quieren pueden viajar a África, como hizo en 1914, con veintiocho años y un matrimonio a estrenar, Karen Blixen (Isak Dinesen), para perseguir el sueño imposible de una granja de café en una zona demasiado elevada. “Su matrimonio naufragó, la granja se hundió, pero allí conoció el amor y en las largas sobremesas junto al fuego fue creciendo la contadora de historias que sería candidata al premio Nobel de Literatura. “La casa donde le contaba cuentos a Denys Finch Hatton es un museo. La mayor parte de los terrenos de la granja son ahora parte del elegante barrio de Karen e incluso hay un campo de golf donde ella levantó una escuela para los hijos de sus trabajadores kikuyus. En el jardín hay máquinas de la granja de los años 1920 con su pátina de óxido y melancolía, y asombran las enormes palmeras que ella plantó. Dentro están sus fotos, algunos muebles originales, su vajilla danesa y esa vieja máquina de escribir Corona donde posó sus dedos. Y, al fondo, las montañas de N’Gong”.
Una despedida temporal desde un paisaje compartido
Dado que este compilador de reseñas emprenderá de inmediato su propio viaje vacacional acompañado de libros (para leer sentado, aunque se escribieran a pie o durante algún viaje), un buen modo de despedida hasta septiembre puede ser dar cuenta de que la Fundación Banco Santander acaba de publicar una completa antología de textos de quien está considerado “uno de los grandes precursores del pensamiento contemporáneo”, tal como califica Francisco Palmero a George Santayana en su reseña de LA LECTURA, “el filósofo español que escribía en inglés”. Santayana nació en Madrid en 1863 pero su infancia la pasó en Ávila, ciudad a la que volvería con asiduidad para visitar a su familia. Se educó en Boston, donde se trasladó con su madre a causa de un segundo matrimonio de esta, y estudio en Harvard. Allí sería profesor y catedrático, hasta que a los 50 años abandonara la enseñanza para regresar a Europa. Vivió en Oxford, en París, y en Roma, donde falleció. Santayana fue un gran viajero y Ávila su “centro del que partió”, y en el que siempre se reconocería.
Pedro García Martín indagó “el sustrato abulense” en la obra de Santayana, convencido de la enorme importancia que para él tenía el emplazamiento original de la persona en su lugar, “porque la mente más independiente –dice el filósofo– debe tener un lugar de origen, un locus standi desde donde contemplar el mundo y una pasión innata a través de la que juzgarlo”. En su artículo La filosofía del viaje –explica García Martín– nos deja en su conclusión una declaración nítida al reconocer que “el corazón es local y finito, tiene raíces, y que el intelecto que de él irradia, y que viaja a mayores distancias, es en ese centro donde debe dar unidad a todo aquello que contempla, a todas aquellas perfecciones ajenas que se pueda encontrar (…) Y entonces los viajeros sabios vendrán también a su ciudad y ensalzarán su nombre”.
En su obra autobiográfica Personas y lugares Santayana titula uno de sus capítulos “Ávila”, donde desgrana una “memorable fusión entre la descripción realista minuciosa y la proyección filosófico-literaria, alcanzando la metáfora su punto álgido al convertir la ciudad en símbolo del concepto moral e intelectual de su autor”.
Para un “flâneur”, más si deambula por Ávila, Santayana es un excelente compañero de viaje, ya sea este al modo del explorador o el del turista; viaje por el exterior o hacia nuestro interior.
“Sus libros más sistemáticamente racionalistas, como los consagrados a descubrir la estructura y el funcionamiento universal de la Razón (…) podrían ser leídos por el camino de Ávila a la Ermita de Sonsoles, que él recorriera tantas veces…”, escribía María Zambrano en 1952 con motivo de la muerte del filósofo, a modo de despedida. Yo ahí lo dejo también, en ese paseo antiguo, meditabundo. Y me despido de ustedes, amigos y vecinos del Patio, hasta septiembre, que espero regresar con un “decíamos ayer”. ¡Buen verano y buenas lecturas!
E. Huilson