Relatos con música

El desastroso estreno de una obra memorable

Catedral de Santander (2018)

El estreno se había programado para el día 22 de diciembre. Corría el año 1808 y Beethoven estaba pletórico. Había sido capaz de reunir dos sinfonías, un concierto para piano, un aria y parte de la misa en do mayor, compuesta el año anterior, en una sola reunión, además de la obra que estaba a punto de terminar; unos pocos retoques y la partitura quedaría perfecta. Pero hacía falta algo más y el músico de Bonn no sabía muy bien qué. Había compuesto una obra majestuosa, a caballo entre la sinfonía, el concierto para piano y orquesta, distintas variaciones…. Se trataba de rendir homenaje al ser humano, a su grandeza, a la pasión por lo bello, al sentido de la libertad, un canto de esperanza. Un canto, eso. Hay que cantar al final de la obra.

Beethoven

Y Beethoven se puso manos a la obra. Compuso el final de su fantasía en modo coral. Un coro modesto, reducido, no muy amplio, sería el broche que daría el realce que la composición merecía. En tan sólo dos semanas, compuso el coro final de la partitura. Había que hacer las copias para entregárselas a los cantantes y que fueran ensayando. Pero el tiempo pasaba y las copias no estaban a punto. Al final llegaron los papeles, pero con la tinta todavía húmeda. No se podía ensayar con semejantes herramientas, pues si se corría la tinta cabría la posibilidad de que no se entendiera o, lo que era peor, que se entendiera al revés.

El calendario era inexorable: el 22 de diciembre llegó y el coro apenas había ensayado la primera parte de su intervención. Además, faltaba la introducción, esa pieza que estaba destinada a ser interpretada al piano. Para Beethoven ese era un problema menor, pues sería él el solista y siempre tendría la posibilidad de improvisar algunos compases desde el escenario. 

Ya en el camerino recordó que quedaba algún cabo suelto, pero no recordaba cuál. El Teatro an der Wien, con capacidad para 1.230 personas se había llenado por completo aquel 22 de diciembre de 1808. Pero ni siquiera la masiva afluencia pudo reprimir el intenso frío que todos los asistentes sintieron en sus butacas. Entre las personalidades que no quisieron perderse la velada, el príncipe Lobkowitz, un reconocido mecenas al que todo Viena le profesaba reconocimiento. El programa constaba de: estreno de las Sinfonías 5ª y 6ª, el Concierto para piano y orquesta número 4 en sol mayor, el aria Ah, Pérfido, tres movimientos de la Misa en do mayor y la Improvisación para piano con entrada gradual y una sección de coro y final. Así, con este rimbombante título constaba en el programa de mano la obra que conocemos como Fantasía Coral, el opus 80 en la particular cuenta productiva del genio. El concierto duró desde las 6,30 de la tarde hasta las 10,30 de la noche.

Príncipe Lobkowitz

Y comenzó el espectáculo: Beethoven empezó a improvisar sobre el teclado. Aunque era un reconocido pianista, los asistentes observaron que en algún momento de la ejecución dudaba entre unas notas y otras; a veces se paraba unos segundos antes de continuar. La orquesta no sabía muy bien cuándo tenía que entrar como parte del tutti, pues al ser una improvisación no se había ensayado anteriormente. Lo que Beethoven tenía en mente en el camerino, pero que no fue capaz de recordar, era que tenía que decirle a los miembros del coro que se saltaran la segunda parte de la partitura, pues no se había podido ensayar de forma concienzuda a causa del frescor de la tinta. Temía el compositor que las voces no captaran la esencia de lo que había querido plasmar. Pero no se lo dijo y los cantantes ejecutaron la segunda parte, tal y como estaba previsto; previsto en el guión, pero no en la mente del compositor. Cuando Beethoven oyó –malamente-  que el coro acometía la segunda parte de lo que estaba escrito, paró la interpretación y dijo  a voz en grito: “!Alto. Paren la interpretación y comiencen de nuevo!”. El público no sabía si reír o llorar. Reír por la salida de tono del maestro; llorar por lo que estaban viendo y por el frío que estaban pasando. El príncipe Lobkowitz, que ocupaba un palco en el primer piso, muy cerca del escenario y a escasos metros de la orquesta, hizo ademán de levantarse para abandonar el teatro, pero algún acompañante sensato le persuadió de tal desplante. 

Al final, toda Viena habló al día siguiente del fracaso del concierto y echó por tierra la Fantasía Coral, una de las obritas más completas del músico alemán. Hay quien puede encontrar similitudes entre esta composición y el cuarto movimiento de la 9ª Sinfonía. Y no va descaminado, pues la idea de justicia, libertad, reconocimiento del ser humano y la grandeza de la obra de Dios está presente en las dos partituras. Sólo decir que, si bien la Oda a la Alegría tiene padre, el poeta Schiller, la letra que forma parte de la Sinfonía Coral, es de autor desconocido. Se sabe, eso sí, que el poeta Christoph Kuffner hizo los arreglos para que pudiera interpretarse tan aciago día. 

Gabriel Sánchez

Un fragmento de la Fantasía Coral, con la Filarmónica de Berlín. Al piano y director, Daniel Barenboim (1995):

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