El folklore como inspiración
Aunque de cuna alemana, concretamente había nacido en Hamburgo, Johannes Brahms desarrolló la mayor parte de su carrera como compositor en Viena, ciudad a la que había decidido autoexiliarse para estar más cerca de los autores románticos que tanto admiraba. En la capital austriaca conoció a un violinista del que no había oído hablar hasta el momento de las presentaciones: Eduard (o Ede) Reményi, húngaro de nacimiento. Los dos músicos congeniaron al instante y decidieron realizar una gira por varias ciudades, Brahms sentado al piano y Reményi con su violín. El éxito de las actuaciones del dúo traspasó ciudades y las representaciones tenían que prolongarse en los teatros más allá de las fechas previamente establecidas.
Pero la influencia del violinista en el compositor alemán tuvo una vertiente mucho más profunda, y provocó la composición de un conjunto de obras que han pasado a la posteridad: las danzas húngaras. Brahms realizó varios viajes a Hungría, fascinado por las fabulosas historias que salían de la boca de su compañero de recitales: el folklore gitano, las zardas, llenas de alegría, el espíritu romaní, que era capaz de describir la naturaleza humana, el sentir de todo un pueblo a través de una música atrevida, llena de ritmo y de pasión.
Así surgió la idea que Brahms llevaba tiempo barruntando: componer una serie de piezas en las que se pusiera de manifiesto la reivindicación del nacionalismo, tan sumergido en el ostracismo de la época, el valor de la cultura popular, degradada por la magnitud y fuerza del imperio, el reconocimiento del pueblo humilde, callado, sometido por las políticas de un estado totalitario, pero que vivía con dignidad a través de su cultura, su pasado, su forma de pensar, plasmada en la música tradicional.
Y así surgieron de la pluma de Brahms nada menos que 20 danzas húngaras que fueron compuestas entre 1869 y 1880. En un principio, el compositor alemán realizó las partituras para ser tocadas en piano a cuatro manos. Pero la popularidad de las obras hizo que el propio Brahms modificara alguna de las composiciones para ser tocadas sólo con piano a dos manos. Tan sólo tres de las veinte danzas fueron concebidas por su autor para ser interpretadas con orquesta, concretamente las danzas 1,3 y 10.
Pero hubo alguien que le echó una mano. Antonín Dvorák orquestó algunas de las danzas más populares y cuyas versiones han trascendido hasta nuestros días. Es el caso de la danza número 5, quizá la más popular de todas. Podría pensarse que el propio Brahms la concibió así, pero no es cierto y hay que hacer justicia: la orquestación es de Dvorák. El compositor checo, también hay que reconocerlo, no hizo este trabajo de orquestación gratis et amore. Gran admirador de la obra de su colega alemán, bebió de la influencia de las danzas húngaras para componer entre 1878 y 1886 sus 16 danzas eslavas. La técnica también fue copiada. Primero, Dvorák las compuso para ser interpretadas a cuatro manos al piano y, posteriormente, las orquestó.
Este tipo de composiciones, en las que los autores tratan de reivindicar el nacionalismo de todo un pueblo, la cultura tradicional de regiones o etnias, no tienen la finalidad exclusiva de plasmar la autenticidad de la música tradicional. Es simplemente beber de fuentes más o menos olvidadas por el gran público para renovar el lenguaje del compositor, acercándose de paso a la naturaleza propia de regiones o pueblos olvidados. No hay intención de fidelidad, sino de inspiración en sonidos, tonos, instrumentos que fueron populares en su día y que, debido a sus características y sus valores, los compositores utilizan como particulares musas que deambulan por caminos llenos de sonidos de ayer, para convertirlos en sonidos de hoy y de siempre.
Gabriel Sánchez
Danza Húngara número 5, con el virtuoso David Garrett al violín (2010):