Sobre el gusto literario… sí hay mucho escrito
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
Decía Virginia Voolf que una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Es esa que “te mete el cuchillo entre junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos”, y que el sentimiento que nos produce no tiene que ser puramente dramático y por tanto propenso a desaparecer en cuanto sabemos cómo termina la historia. Tiene que ser un sentimiento duradero, sobre asuntos que nos importan de una forma u otra.
A menudo es motivo de discusión entre amigos o vecinos del Patio la calidad de las novelas que leemos. Juan Tallón, en la edición de ABRIL del 30 de marzo, escribía que cada semana, “cuando en un par de días o tres se publican los suplementos literarios, es raro que no asistamos al espectáculo con que una parte de la crítica condena justo el libro que la otra parte celebra. Esas novelas que son buenísimas y flojas, magníficas y fallidas al mismo tiempo, según quién las juzgue, representan un fenómeno sin final”, asunto que le parece divertido, chistoso. Ponía como ejemplo el caso de American psycho, de Bret Easton Ellis, publicada en 1991, de la que el crítico del New York Times tituló su reseña con un “Olvídese de este libro”, y lo puso de vuelta y media. Pero al tiempo que este crítico dejaba tiritando la novela, Norman Mailer escribía una larga pieza en Vanity Fair, de casi 10.000 palabras, donde afirmaba que American psycho era “la primera novela en años en abordar temas de hondura y oscuridad dostoievskianas”, y decía no recordar una pieza de ficción de un escritor estadounidense que describiese mejor “a la odiosa clase dominante, que señalase la inhumanidad de los adinerados príncipes de Wall Street”. A partir de este ejemplo, Tallón nos recuerda que hay cosas difíciles de resolver en el presente, quizá porque están tan cerca que no es fácil acertar o equivocarse del todo con ellas. Pero ¿quién cuenta con cien años para esperar asistir al juicio inapelable del tiempo, que es el que mejor afina al calificar un libro realmente de bueno o malo?, se pregunta.
De hecho, hay a quien le sigue costando hacerlo, aunque pase el tiempo, según leímos en BABELIA cuando le preguntaban a José Ángel Mañas qué libro no logró terminar, a lo que contestó: el Ulises, lo que puede ser comprensible, aunque menos la razón que dio para abandonar su lectura: “que es un tostón”, sentenció. Venía a cuento la entrevista a Mañas a que acaba de publicar una novela sobre la conquista de América, de mayas y un tal Guerrero, al parecer con técnica decimonónica, según él mismo explica. Para que se le entienda bien, suponemos.
Si entre críticos, académicos y los propios escritores hay tan variado juicio, ¿quién puede pedir al lector común que coincida en el gusto con su vecino?
En ABRIL, Tino Pertierra escribe sobre La experiencia de leer, de C.S. Lewis, crítico y escritor, quien advertía que la crítica literaria se dedica a juzgar libros, mientras que su opinión sobre la forma o las formas en que los lectores leen un libro en particular no es más que un corolario de su juicio por ese libro. Así pues, y casi por definición, “tener mal gusto sería lo mismo que gustar de la mala literatura”, por lo que proponía invertir el proceso: “Que la división entre lectores o formas de leer sea nuestro punto de partida y la distinción entre libros el corolario”. Objetivo: descubrir en qué medida es plausible definir un buen libro porque se lee de determinada manera y un mal libro porque se lee de otra muy distinta. Argumentaba que la mayoría nunca lee nada dos veces, mientras que a lo largo de la vida los aficionados a las grandes obras las pueden leer diez, veinte o más veces. El verdadero lector siempre se toma en serio sus lecturas, porque él sí lee con entrega y dedicación, y tan desprejuiciadamente como es capaz. Pero por esa misma razón es imposible que lea con solemnidad o gravedad todos los libros que lee. Lewis ahonda en las diferencias de los hábitos de lectura y los prejuicios derivados de ellos, las formas diversas de leer y las satisfacciones distintas que cada uno obtiene de la experiencia.
Volviendo a V. Woolf, la autora de Las olas afirmaba que el único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es simplemente observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala. Y proponía este método: “leer lo antiguo y lo nuevo uno al lado del otro, compararlos y así desarrollar poco a poco un criterio propio”.
Lectores cómplices de nuevas formas de narrar
Escribir plantea una forma de danza entre el escritor y el lector. Tan importante es que quien escriba confíe en sí mismo, en lo que crea, como que confíe en el lector, que no ha de ser víctima indefensa o consumidor pasivo, sino un colaborador inteligente y digno. Cómplice. Desde esa complicidad debe leerse Los empleados, de la escritora danesa Olga Ravn. Así lo recomienda el crítico Diego Marín Galisteo (de quien son las palabras anteriores) en la reseña del libro que firma en ABRIL. Una novela que nos sube a bordo de la nave Seis Mil, con una tripulación en la que hay humanos y humanoides, que exploran el planeta Reciente Descubrimiento. Nave a la que suben unos extraños objetos que darán lugar a conflictos: “Los humanos comienzan a echar de menos la Tierra; los humanoides cuestionan ese hecho una y otra vez. Hasta que son convocados a una comisión a la que los lectores son invitados y se nos va dando cuenta de lo que ocurre en la nave, y es entonces cuando vamos comprendiendo cómo funciona todo allí”.
Bajo la ciencia ficción, Ravn encuentra con esta novela el espacio idóneo para experimentar con la forma y con la estructura, y con la posibilidad de trabajar, en un entorno artístico, el lenguaje y los conflictos laborales, pues hay una crítica equiparable a la cultura laboral del presente, que ha deshumanizado el trabajo, que lo ha precarizado haciendo que los empleados formen parte de una cadena, de una numeración productiva, explica la reseña.
No tanto de una deshumanización, aunque se le parece, pues trata de una ciudad “que está, ¿cómo podríamos decirlo?, huyendo literalmente de sí misma”, según resume Laura Fernández (BABELIA), va el argumento de Huir, la última novela de Evan Dara. Un autor “al que se compara con Thomas Pynchon porque es aún más misterioso que él, ni siquiera su agente sabe quién es: jamás se ha dejado ver, y se rumorea que podría ser cualquier otro escritor, por ejemplo, nada menos que William T. Vollmann”.
Huir de sí misma es lo que está haciendo Anderburg, nos cuenta: “De repente, aquello que le daba sentido ha desaparecido. Ha echado el cierre. Y todo a su alrededor empieza a morirse, como si la ciudad fuese un ente vivo que, de repente, no puede imaginarse su vida sin él. En realidad, sin ella. Porque lo que ha echado el cierre es la universidad. La Universidad de Anderburg, Vermont. Aunque más que echar el cierre, lo que parece es que ha recogido sus bártulos y, sin más explicación, se ha largado. Y con ella se ha llevado a profesores y alumnos. ¿Y a quién va a servir cafés Carol en el Henderson’s ahora? ¿Y por qué debería seguir abierta la biblioteca si nadie va a coger ninguno de esos libros? ¿Y si se la vendiéramos por un dólar a un grupo inversor de Chicago para no tener que pagar la luz ni, qué sé yo, ningún tipo de mantenimiento?”.
A partir de este planteamiento y como si de un coro griego se tratara, “los vecinos de la ciudad charlan y componen, en un nido creciente de diálogos que se atropellan y se disparan en todas direcciones, la voz de la malograda Anderburg, la ciudad decreciente (…) Otorgándole un flujo de conciencia a la propia ciudad, un flujo de conciencia encarnado en sus habitantes”.
En medio de esa nube de gente y acontecimientos, de cierres y abandonos, se añade la historia de Carol y Rick, un par de supervivientes dispuestos a convertirse en mediadores entre el sistema y sus piezas poniendo en marcha una peculiar agencia de contratación que únicamente sirve para encapsular en desesperados intentos de rescate la desintegración de una comunidad a la que desde hacía demasiado únicamente sostenía el ejercicio de la compraventa. Y he aquí la moraleja del experimental y lúcido nuevo disparo del misterioso Dara, explica Fernández, “¿qué queda de nosotros si no somos más que un puñado de billetes y monedas en viaje perpetuo de un bolsillo a otro cuando ese viaje se interrumpe? Nada, o algo que huye y desaparece”.
Dos cineastas cuentistas
Son cineastas que escriben, ¿o escritores que dirigen películas? Manuel Gutiérrez Aragón (en EL CULTURAL) y Pedro Almodóvar (en BABELIA) hablan de sendos libros de relatos de los que son autores y se acaban de publicar. El de Gutiérrez Aragón lleva el título de Oriente y recoge algunos ya publicados y otros nuevos. Dice el director de El corazón del bosque (recordemos: deudora de El corazón de las tinieblas, de Conrad) en la entrevista, realizada por Nuria Azancot, que para su cine fue decisivo el aprendizaje literario: “creo que lo más importante para un cineasta no es haber visto las películas de Ford o de Renoir, sino haber leído, por ejemplo, La montaña mágica. Vamos, que malo es aquel oficio que se nutre solo de sí mismo, porque eso te lleva a la decadencia (…) por eso, para mí, como narrador cinematográfico, la literatura ha sido decisiva. Y luego, cuando me hice novelista, suponiendo que algún día me acepten como tal, el cine me da intensidad porque construir un guion tiene unas leyes narrativas muy duras, y que desde luego están bien aplicadas a la literatura”. Se refiere Gutiérrez Aragón a que se debe mantener el interés y la emoción a lo largo de todo el relato. Algo que echa en falta en muchas de las novelas que se publican hoy, “en las que las primeras 40 páginas están muy bien, pero luego, a menudo, las 150 restantes ya no están tan bien construidas (…) y en un guion no puede ocurrir eso”.
En el caso de Almodóvar, El último sueño recoge su narrativa breve, textos escritos entre 1967 y 2023 donde se refleja la profunda relación en su obra entre “lo vivido, lo escrito y lo filmado”, de su educación con los salesianos a la muerte de su madre, pasando por sus visitas a Chavela Vargas o la creación de Patty Diphusa.
¿Siempre se sintió escritor?, le pregunta Alex Vicente al director manchego, que, humilde, contesta que tuvo una temprana vocación de escribir, “desde niño, aunque eso no me convierte en escritor. Publicar este libro tampoco me convierte en escritor. No me da vergüenza y creo que tiene el interés suficiente para ser leído, pero escribir es algo más que esto. La gran literatura es otra cosa. Yo solo pretendo que la gente se entretenga leyéndome. Es lo máximo que me atrevo a pedir. En cualquier caso, escribir desde joven me permitió tomar atajos a la hora de escribir un guion. Me dio armas y agilidad”. Lector de Henry James y Virginia Woolf, “a los que leí al llegar a Madrid”, sus gustos literarios van del Truman Capote de A sangre fría y Desayuno en Tiffany’s, hasta Marguerite Duras y J. M. Coetzee, o los latinoamericanos Julio Cortázar, José Donoso. También Mario Vargas Llosa, aunque dice no haber leído lo que el peruano ha publicado en los últimos 25 años: “por el hecho de que me interesa menos él. Lo cual es una tontería, porque soy de los que creen que el escritor o el cineasta es uno y la persona es otra, y nunca deberíamos mezclarlos”. Echándole las cuentas a esos 25 años que dice Almodóvar que lleva sin leer a “Varguitas”, un vecino del Patio sentenció: “se ha perdido La fiesta del chivo y El sueño del celta, poco más…”
E. Huilson
Muy buen final…el sueño del Celta me falta por leer…de Varguitas