El poder de la crítica literaria, de quienes la ejercen y de la burda cancelación
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
Hace ya tiempo que se escuchan lamentos por la merma del poder de prescribir lecturas que han sufrido los críticos literarios a los que hoy nadie haría caso a la hora de comprar un libro, derrotados en el campo de batalla de “las recomendaciones” por la fuerza de la publicidad en sus variadas manifestaciones: anuncios en prensa, maniobras editoriales mediante premios, la manipulación de listas de libros más vendidos; por no hablar de los posicionamientos pagados en buscadores de internet o la “subvención” de los gustos de youtubers (¿habrá youtubers que opinen de literatura en la red?, bueno, por si acaso). Claro que, hablando un poco a la ligera del tema, como hacemos en el Patio de tarde en tarde, se preguntaba un vecino si es que alguna vez tuvieron tal poder los críticos, y se respondía a sí mismo que pensaba que no, que siempre los leyeron cuatro gatos. Luego se largó un listado de apellidos extranjeros, tales como Steiner, Wilson, Connolly o Bloom, y así unos cuantos más, con ánimo de epatar, que fueron críticos poderosos, dijo, a los que ya nadie citaba. Entonces me acordé lo que en Verdad y mentiras en la literatura dejó escrito el escritor húngaro Stephen Vicinczey, que había que tener valentía moral para decir de un libro “esto es una basura, aunque todo el mundo diga que es arte supremo”, y a renglón seguido recordaba que mientras su novela En brazos de la mujer madura obtenía en Nueva York el más clamoroso silencio, o desprecio más bien, recibió una llamada del afamado crítico Edmund Wilson para decirle cuánto le gustaba su novela. Y se lamentaba Vicinczey: “Le pedí que lo dijera públicamente, pero rehusó. Me sorprendió que Edmund Wilson quisiera felicitarme en secreto, pero esto me dio una idea acerca de los críticos y lectores que desde entonces he venido verificando: si su reacción ante una novela difiere de la opinión aceptada y es probable que despierte desaprobación u hostilidad, la mayoría de ellos se guardan la opinión para sí mismos. Así, incluso un libro del que disfrutan todos los que realmente lo leen puede morir por falta de publicidad ´de viva voz´ si los críticos no lo alaban”. La novela, recordemos, tuvo un gran éxito en España a finales de los 80 y en otros países europeos, y también en EEUU a pesar de las reticencias iniciales. Reveladora lección.
Crítico literario, oficio de riesgo
En una conferencia pronunciada en 2017 con motivo de su ingreso en el Colegio Nacional de México (la academia mexicana), el crítico Christopher Domínguez Michael (CDM) disertó largamente sobre la crítica literaria, que tildó de oficio a contracorriente, señalando cómo alrededor de ella crece la sombra de la sospecha: se duda de su función, sus intenciones e incluso de su valor literario. En un resumen apresurado de sus palabras, el autor vino a decir que, a diferencia de otros oficios, el de crítico literario exige una permanente explicación de qué es y cómo se ejerce, pues, mejor o peor, el lector entiende qué es un poeta o comprende la actividad de un novelista, mientras que la figura del crítico es esquiva y equívoca. “Es frecuente que a los críticos literarios nos pregunten si, además de `criticar´, escribimos; es decir, si nos dedicamos a la ´verdadera´ literatura, sea prosa o poesía”, dijo. Se duda de que los críticos, aunque usen el mismo lenguaje que los poetas o los novelistas, sean escritores, porque se confunde a la lírica o a la imaginación relatada con la literatura, excluyendo del cuerpo de esta a la prosa ajena a la ficción: “en tanto la mayoría de los críticos literarios nos expresamos a través del ensayo, que es la principal, aunque no la única, forma de la crítica moderna”.
Esta idea de que quien se abstiene de escribir poesía, novela o teatro, no es un creador sino un frustrado por oficiar además como crítico literario (creo que algo así dijo Muñoz Molina de I. Echeverría en alguna ocasión), tendría su origen en el teatro inglés del siglo XVIII, cuando el crítico, en connivencia, un tanto delictiva, con las compañías de actores, “ejercía de César en el Coliseo decretando el fracaso de un indefenso autor dramático cuya obra tronaba, provocando que el público interrumpiese, con estrépito, la puesta en escena.” Esa mala reputación, proveniente del teatro, pasó a la literatura con el supuesto asesinato del poeta John Keats, quien habría muerto de tristeza porque en 1817 los críticos conservadores despedazaron uno de sus últimos libros.
Está mal visto ser juez y parte
Si al crítico se le considera el juez de la literatura se espera de él que no sea juez y parte. No debe escribir poemas o novelas, veda que los críticos aceptan tácitamente.
Por el contrario, el siglo XX consagraría que los novelistas y los poetas sí continuasen haciendo crítica literaria, en la tradición de Balzac, Dostoyevski o Clarín, y no solo lo llevó a cabo V. Woolf, pionera “moderna” allá por 1910, sino que le siguieron John Updike, André Gide, Mario Vargas Llosa, T. S. Eliot, Borges, Thomas Mann, Mary McCarthy o Coetzee, por lo que, apunta con ironía CDM, “más interesante sería hacer la lista de los prosistas o poetas que nunca han incurrido en la crítica literaria».
Quedó así acotado el papel del crítico literario profesional, forzado a competir con los escritores por un lado y con los profesores de universidad por el otro. Los críticos literarios puros –quienes únicamente escriben reseñas, prólogos y ensayos o dan conferencias sobre la literatura– son una rareza. Y en este punto es bueno recalcar de nuevo que con frecuencia se olvida que el crítico literario, a diferencia del crítico de pintura o de música, danza o cine, se sirve de un instrumento idéntico, las palabras, la literatura, al material de su crítica. Los críticos de pintura, danza o cine también escriben, pero no comparten esa analogía instrumental entre su crítica y la creación.
Un presente dado a la cancelación
No es la nuestra una buena época para la crítica literaria en que impera la opinión ejercida a través del fugaz dictamen impuesto por las redes sociales, en la que las ideas se confunden, más que nunca, con los hechos y los autores son despachados, fuera de contexto, en ciento cuarenta caracteres. Salvo alguna excepción, propia del ingenio aforístico, esta práctica atenta contra la reflexión pausada y el silencio a profundidad requeridos por la lectura. Criticar no es denostar ni calumniar, sino argumentar en público y en extenso.
Si la edad de la literatura, con esas necesarias horas dedicadas al silencio, ya terminó, veámosle su lado positivo: se irán quienes no tienen tiempo para leer y nos quedaremos en soledad una minoría feliz.
Otras circunstancias a tener en cuenta, además de la reducción de los espacios críticos en periódicos y suplementos, son las verdades alternativas y los nuevos santos oficios de la Inquisición, dispuestos a remplazar a los antiguos. Las primeras permiten que se mienta a sabiendas. A su vez, el espíritu inquisitorial proviene hoy día de la libertad del mismo modo que antes se apoyó en la opresión. Qué bien que así sea. Pero nos internamos en un mundo de palabras prohibidas, aquellas que los “activistas de la susceptibilidad” consideran impronunciables, las incorrecciones. Establecen estos nuevos puritanos un nexo perverso y una consecuencia ilógica entre las ideas supuestamente nocivas y las costumbres más intolerables. En el camino al infierno de las verdades alternativas encontramos, entre otras pócimas, las buenas intenciones: raza, género e identidad. Nos internamos en el fenómeno de la cancelación.
Crítica y cancelación no es lo mismo
Sobre La cancelación y sus enemigos, un ensayo del novelista y crítico Gonzalo Torné, escrito en colaboración con Clara Montsalvatges (un personaje ficticio que aparece en varias novelas del autor, y aquí le da la contrarréplica), ya se han publicado algunas reseñas, pero hasta hoy no lo habíamos traído al Patio. Como la semana pasada nos enredamos con los autores malditos (por los aspectos infames de sus biografías) y de la dificultad para defender sus obras cuando estas lo merecen, viene al pelo hablar en esta entrega de un fenómeno del que no se para de discutir últimamente: la cancelación de obras y autores. Lo primero que deberíamos saber es que se trata de un fenómeno que nos llega de EEUU, de sus universidades y los “estudios culturales”, y consistiría en algo así como hacerle “un boicot de atención” por parte del público a las obras, y el rechazo social y laboral a sus autores, por pecar contra lo políticamente correcto en materia de feminismo, colonialismo y otras identidades.
En un artículo en el suplemento ABRIl, que firma Saray Encinoso, sobre el libro de Torné, recuerda que los primeros editores de Lolita, de Vladímir Nabokov, tuvieron muchas dudas sobre la conveniencia de publicarla y que ni Virginia Woolf se atrevió en su momento a editar el Ulises de James Joyce. El libro ahonda, nos dice Encinoso, sobre el efecto que la cancelación tiene sobre la salud de la literatura actual, pero impugna la teoría que identifica este fenómeno con la censura: “Su autor nos dice que la censura es algo serio y real, y no conviene banalizarla solo porque algunos prefieran situarse en la posición del injustamente perseguido en lugar de asumir que están siendo legítimamente criticados”. Torné se hace algunas preguntas con el fin de delimitar lo que es mera crítica (de los lectores) de la tradicional censura, que ejercía el Estado o la Iglesia: ¿Vivimos en una espiral de buenismo que resta ambición a la ficción? ¿Es el miedo a los lectores críticos un victimismo perpetuo? ¿Estamos condenados a una narrativa desproporcionadamente discursiva con el propósito de dirigir la mirada del lector y evitar interpretaciones indeseadas?
Cierto es que hoy el público ha ganado en capacidad para pronunciarse sobre una obra y obtener resonancia por las redes sociales y otras herramientas tecnológicas que permiten que los halagos se expandan, pero también las críticas. Que los escritores sean la diana de más recriminaciones, que se les demande una sensibilidad que antes podían pasar por alto, no es poner barreras a su libertad de expresión, sostiene. Sí puede, sin embargo, desviar al autor de otros caminos que podría haber recorrido. Y esos son los riesgos que corren los escritores si se dejan llevar por la corrección literaria. La cancelación no equivale a la censura del Estado, pero “¿no puede sentir el artista una resistencia interior a evitar algunos temas e insistir en otros, lo que esperan los medios y los lectores, despistando a su propio talento, coartando el impulso de los intereses? Si la cancelación positiva se ha instalado en nuestra atmósfera intelectual, ¿con qué esfuerzos esquivará la tentación de evitar que las audiencias emancipadas se disgusten o le malentiendan? […] ¿Cómo escapar de una expectativa generalizada de bondad, de mejora política y social, de sanación a través de la palabra? ¿Quién se presta a un abucheo cuando el aplauso se nos ofrece tan barato? Llámalo cancelación interior si lo prefieres». Interesantes preguntas.
A los lectores también se nos advierte, tenemos otro desafío: “no exigir obras a medida de nuestras expectativas, que siempre deberían ser provisionales y estar abiertas a redefinirse en función de la capacidad que tenga la literatura de imaginar otras perspectivas”. La buena literatura siempre ha sido compleja y entabla un diálogo con su tiempo, pero, de manera simultánea, ensancha el contexto en el que se inscribe. Quizá los escritores deban evitar los convencionalismos y rehuir el aplauso fácil, pero a los lectores nos corresponde recordar que «leemos para ampliar nuestra visión de la vida, los recursos de nuestra inteligencia, y para mejorar nuestra plasticidad moral, no para revolcarnos en la estupidez, los tópicos enmohecidos y la presbicia de constatar la propia importancia». Todo un reto para escritores… y lectores. ¡No nos conformemos!, nos impelan.
Para terminar…
Tres recomendaciones: LA LECTURA y ABC CULTURAL se hacen eco de la aparición en España de la última novela de Julian Barnes, miembro de esa prodigiosa generación de escritores ingleses nacidos hacia la mitad del siglo pasado que ha producido la mejor narrativa europea de las últimas décadas, y que completan Martin Amis, Ian McEwan, Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi y Jonathan Coe (este un poco más joven). Se trata de Elizabeth Finch, de la que escribe reseña Rodrigo Fresán en ABC CULTURAL que empieza con esta frase ambigua y fascinante: “Este es un libro breve escrito por un escritor enorme y que, por lo tanto, podría haber sido un libro grande; pero su autor optó, con humilde soberbia, por preferir no hacerlo”. Por su parte, en LA LECTURA, Carmen Pascual considera que Barnes “ha levantado otra pequeña (sólo en tamaño) obra maestra, construida a partir de dos biografías. Por un lado, está la de un personaje real que parece, de tanta peripecia propia y recreada, inventada: Juliano el Apóstata. Por el otro, la de un personaje inventado o, más bien dos: el narrador y una mujer”. “Ella”, dice Fresán, el totem hembra, “es la madura y anticuada a la vez que atemporal conferenciante-historiadora Elisabeth Finch, a quien Neil –treintañero, divorciado doble, padre distante, ex actor y ahora cultivador de setas y tomates– conoce asistiendo a uno de sus cursos sobre ´cultura y civilización´, y lo que finalmente se quiere contar no es quien enseña y, luego de caer en reaccionaria y canceladora desgracia académica (¡otra cancelación!), deja el estrado del mundo ya en la primera parte del libro. No: lo que se impone y más pone aquí es lo que se enseña y lo que, al aprenderlo, pueda o no cambiar por entero a un discípulo un tanto incompleto.” Como nos pasaría a nosotros, como lectores.
El LA LECTURA, Andrés Seoane entrevista a Éric Vuillard a cuento de su última novela, Una salida honrosa, un relato de la Guerra de Indochina que comienza con una escena propia de un relato del colonialismo, cuando un inspector francés ve a tres culís vietnamitas atados en una cuneta y pide que pare al conductor del coche, interroga al capataz que los tiene atados y sigue su camino: todo está en orden, sentencia. Vuillard sostiene en la entrevista que hay “dos mundos y la literatura no puede ignorarlo”, y se adentra en la española para recordarnos que en el Quijote no es el pobre el que sueña, no es él a quien la ociosidad y las lecturas quiméricas han hecho delirar, ¡es a su amo! Al contrario, Sancho Panza está lleno de sentido común, ve el mundo más o menos como es. La gran novela de Cervantes tiene el mérito de no enmascarar la realidad social, de no asfixiarla bajo una gran capa de ficción. Por eso es gran literatura.”
A Vuillard lo conocemos en España por el éxito de su novela El orden del día, en la que desentraña el papel de las grandes empresas alemanas en el nazismo, del mismo modo que Michelín aparece en esta última. Argelia e Indochina, la pesadilla en la memoria francesa.
Y terminamos con un descubrimiento reciente, el que nos trae el gran corresponsal literario en EEUU, Eduardo Lago. Se trata de Hernán Díaz, un argentino que escribe en inglés y que acaba de publicar Fortuna. Unos datos autobiográficos que proporciona el autor en la entrevista: “Nací en una casa llena de libros. De hecho, mis padres eran propietarios de una librería, de modo que la literatura fue una presencia muy poderosa en mi vida desde el primer momento. Con el golpe de Estado, nos exiliamos en Suecia. Yo tenía dos años cuando llegué. (…) Fue allí donde empecé a escribir cuentos y poemas. Eran terribles, pero, aun así, siempre supe que acabaría dedicándome a la literatura. Años después, con el regreso de la democracia, pudimos volver a Buenos Aires. En la universidad estudié Literatura y obtuve la licenciatura rápidamente (…) No escribo en inglés porque lleve viviendo aquí 25 años, es al revés, estoy aquí por el inglés. Antes de venir a Nueva York, viví dos años en Londres. Empecé a leer literatura en inglés durante la adolescencia y por motivos inescrutables esa tradición me interpeló de manera irresistible en el plano afectivo. Me enamoré de la lengua; suena cursi pero no hay otro modo de explicarlo, la sensación es más importante que los motivos. Se me ocurre un símil con las artes plásticas. Por qué un escultor trabaja con bronce, otro con mármol y otro con madera. Hay algo en el material, su generosidad, su resistencia, su textura, su durabilidad, su temperatura, que funciona de manera distinta para cada escultor. Yo siento lo mismo con la lengua”.
Hernán Díaz vendrá pronto a España a promocionar esta novela, Fortuna, que ha tenido un impacto aún mayor que la anterior, situando al autor entre los narradores estadounidenses más relevantes del momento. Dividida en cuatro partes que se configuran como narraciones que se contradicen y complementan entre sí, lleva a cabo una radiografía de los engranajes que mueven Wall Street como quizá no lo haya hecho nunca ningún autor estadounidense, dice Lago, lo cual explica el extraordinario interés que ha despertado no solo en los círculos literarios, sino en el mundo de las altas finanzas, cuyos entresijos examina con sorprendente precisión desde una perspectiva histórica sirviéndose de la ficción. Estaremos atentos a su llegada.
E. Huilson