«Voy perdiendo las palabras…
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
… y sería una tontería embarcarme en un nuevo libro y darme cuenta de que no puedo terminarlo. Así que quería resumir aquí la obra de toda mi vida.” Es la reflexión que a sus 77 años se hace el escritor irlandés John Banville. Y ese resumen que menciona es la novela Las singularidades, “un salvaje baile de máscaras plagado de referencias a sus novelas anteriores en la que la trama es una excusa para las reflexiones”, según reseña Andrés Seoane, que firma la entrevista a Banville que publica en su última entrega el suplemento La lectura.
Teme que llegará ese día en el que le costará encontrar las palabras y cuenta cómo un día la agente literaria de Iris Murdoch le contó una historia tristísima. Un día, comiendo juntas, ella le dijo: “Todo lo que escribo ya no vale. Estoy yendo hacia un lugar oscuro.”
El pasado es lo único que tenemos, dice en un momento de la entrevista Banville, aunque no considera que sea algo malo. Y cuenta con irónica tristeza que su esposa falleció a finales de 2021 “y la de mi vecino justo en Navidad. El otro día estábamos hablando del luto y del pasado y decíamos que el problema es que los fantasmas no existen. Mi mujer ha muerto y se ha ido del todo. Y no paro de decirle: ‘Pero déjate de tonterías, mujer, y vuelve’. Pero no vuelve. La verdad es que la muerte es algo mucho más extraño que la vida, lo que es decir mucho, porque la vida ya es rarísima.”
La vida de Banville ha sido la de un escritor con una imaginación muy activa, “cosa que no siempre es beneficiosa para un autor porque tengo que reprimirla y atarla en corto.” De esa imaginación nacieron novelas memorables que ahora son citadas en Las singularidades, donde además incluye a muchos autores que admira, como Beckett, Navokov, Rilke, Wallace Stevens, y así un larga lista. Y hasta ha creado un personaje, una especie de alter ego y biógrafo vengativo, que le permite reírse de sí mismo. Banville, otro eterno candidato al Nobel, como lo fue su admirador incondicional Javier Marías (“su prosa es la mejor que existe en inglés”, llegó a afirmar), cierra un ciclo sin tristeza, según comenta en la entrevista: “Hice lo que me propuse hacer y no soy yo quien debe decir si valió la pena o si he desperdiciado mi vida. Si ese fue el caso, me lo he pasado muy bien desperdiciándola (…) Seguiré escribiendo novela policíaca (que firma con el seudónimo Benjamin Black), pero eso es un trabajo de artesanía, no arte. Nunca podré volver a embarcarme en algo como esta novela, muy poca gente tiene idea de lo que cuesta. Ahora lo acabé y no he dejado nada por decir. Quizás he dicho demasiado”. Seguro que muchos de sus lectores pensaran lo contrario, que no, que no fue demasiado.
Lectores atentos hacen buenos los libros… buenos
Igual que no hay literatura sin lectores, tampoco hay buenos libros sin una lectura de calidad que los acompañe. No todos los lectores encaran una obra literaria con la misma conciencia, leemos en la reseña que firma Miguel Cano en EL CULTURAL de un clásico de la crítica literaria: La experiencia de leer, de C. S. Lewis, publicado en 1961 y que ahora reedita ALBA. La idea principal que “Lewis propone es invertir la crítica literaria como un experimento que permite distinguir un buen libro de uno malo en función del lector que a él se enfrente”. Porque los lectores se diferenciarían por la disposición que presentan al propio ejercicio de leer. El que denomina “lector no literario”, una mayoría que no contempla la posibilidad de la relectura, nunca presta a las palabras más que la mínima atención necesaria para irse enterando de la peripecia. Así, pertenecer al selecto grupo de la minoría, no lo determinaría el libro que lees, sino cuáles son los intereses que te han llevado a él, la manera desprejuiciada con que afrontas su lectura en calidad de “receptor no pasivo” y, sobre todo, qué consecuencias extraerás de la experiencia, resume Cano en la reseña. El estudio es ameno y a ratos divertido, aunque, según señala, “el modo en que desdeña el entretenimiento y la cultura popular desprende un tufillo elitista, por más que en muchas ocasiones alcance a disimularlo. La experiencia de leer es un libro elocuente, certero, conciso y necesario, y por suerte, también muy discutible, concluye.
Dura crítica a las últimas novelas premiadas con el Planeta
Escribe Jordi Gracia en BABELIA sobre la calidad de las novelas premiadas en la última edición del Premio Planeta y lanza juicios como este: “La composición del jurado podría hacer albergar alguna esperanza sobre la calidad del resultado. Lo constituyen dos respetados miembros de la RAE, José Manuel Blecua Perdices y Pere Gimferrer, y cuatro novelistas que obtuvieron el premio en convocatorias anteriores: Fernando Delgado, Juan Eslava Galán, Carmen Posadas y Rosa Regàs. Pero no ha sido así este año: el jurado ha escogido dos obras irrelevantes desde cualquier punto de vista de los muchos puntos de vista que admite la estimación literaria de una obra”.
De la novela ganadora, Lejos de Luisiana, de Luz Gabás, una historia de amor entre la rica hija de un comerciante francés y un indio aseado y cumplidor, de ambientación exótica y colorista, a finales del siglo XVIII, dice Gracia que “lo que hay en medio de ese lazo rosa es una recreación histórica gris, plana y aburrida de la pérdida por parte de España ante Francia de Luisiana en pleno proceso de independencia, las sublevaciones de los criollos, las relaciones comerciales y entre las clases sociales, aunque brillan con resplandeciente luz propia las virtudes inmaculadas de los protagonistas.”
Si a la novela ganadora no le ve ningún valor literario, a la de la finalista, Historia de mujeres casadas, de Cristina Campos, la considera particularmente deficiente: “es rotundamente peor, más allá de su título disuasorio, porque a todas les va mal pero que mal de verdad. A una porque le gustan más las mujeres que los hombres. A otra porque le persigue el fantasma y la fantasía de un escritor de éxito que se enamora de ella y ella de él y pronto empieza a tocarse por debajo de la “braguita”. Otra estuvo tan mal casada que prefiere la aventura de Senegal por varias razones y entre ellas porque “la medida estándar de Senegal” son 30 centímetros lo menos…”. Y así un puñado de ejemplos a cual más sonrojante. Y todo ello, apunta Gracia, con una indigencia en el estilo incalculable —“se llevaban bien, pero tan amigas tan amigas no eran”— y la presunta reflexión sobre los modos de ser infiel de las mujeres queda en catálogo desportillado y romo de mentiras humanas y superficialidad alcanforada (…) la novela se explaya en diálogos interminables, profundamente banales, primarios y pegados a una inanidad que bordea el trabajo escolar o de taller de aprendiz de escritor”.
La irrelevancia literaria de los dos libros, se nos explica, no cuestiona la legitimidad del premio ni del jurado, por supuesto, pero la operación comercial del premio (un millón de euros al ganador y doscientos mil al finalista) condena a una multitud de lectores a zambullirse en dos historias insignificantes, anodinas y sin el menor soplo de literatura, de inquietud, de imaginación moral ni de estilo. La literatura comercial, incluso la muy comercial, puede ser también literatura y buena literatura. Pero no hay rastro de ella en ninguna de las dos novelas. “La caída de calidad de este año solo puede generar en el futuro un rebote de dignidad o incluso de mero decoro”, concluye Gracia en su artículo.
También nos llamó la atención
El regreso de Salman Rushdie con su última novela, Ciudad Victoria, de la que se ocupan la mayoría de los suplementos con críticas excelentes, en general. Rushdie se ha inventado una ciudad mítica de la India tardomedieval de cuya crónica febril a lo largo de los siglos se sirve para denunciar el fracaso y el infortunio al que se verán abocados sin remedio quienes pretendan perpetuar la prosperidad. Se recrea un mundo legendario en el que denunciar el veneno con el que la política pervierte la sociedad, y en el que reunir las pruebas que permiten constatar la imposibilidad de la bienaventuranza y que favorecen la refutación de la falacia del bienestar.
Y muy favorable es también la crítica que firma Marta Rebón de la última novela de la Premio Nobel de Literatura Olga Tokarczuk, Los libros de Jacob, una narración sobre la vida de Jacob Frank, líder del movimiento herético conocido como “frankismo” que en el siglo XVIII desafió la creencia en los nítidos límites entre las religiones y sus principios, algo que tanto judíos como cristianos consideraban entonces inmutable. Explica Rebón que no se trata de una novela histórica al uso, un encasillamiento que tampoco le gusta a la autora, aunque sí “se aprecia un diálogo a modo de juego con la novela decimonónica, de la que encontramos ecos en el detallismo de la descripción y el distanciamiento del narrador, a lo Flaubert, respecto a lo descrito.”
Libros, lectura, silencio
Advierte María Negroni en su última obra, El corazón del daño: “Se escribe en soledad. También, agregó Proust, se llora en soledad, se lee en soledad, se ejerce la voluptuosidad, a salvo de las miradas. Hasta doblar las sábanas (algo tan nimio como eso), precisó Virginia Woolf, puede echar todo a perder, ahuyentar la escucha silenciosa de la que surge toda escritura.
Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza, se concentra en la historia de nadie, los problemas de nadie, el significado del mundo y la eternidad. Quien escribe calla. Quien lee no rompe el silencio. El resto es vicio. Disposición a enfrentar lo que somos; lo que, tal vez, podría ser”.
Crecemos como lectores.
Negroni no obtendrá nunca el Premio Planeta.
E. Huilson