Aramburu: de la ‘Patria’ trágica a la sátira del ‘abertzale’. Los límites del humor
UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS LITERARIOS.
De una rápida ojeada a las páginas literarias de las últimas entregas de suplementos deducimos que esta es la semana Aramburu. El autor de Patria publica nueva novela, Hijos de la fábula (el miércoles en librerías), con la que regresa a los años de plomo en el País Vasco por medio de las desventuras de dos jóvenes que, tras abandonar sus pueblos y encontrarse en el camino, se instalan en una granja francesa para unirse a ETA, ignorantes de que no falta demasiado para que la banda terrorista anuncie públicamente que abandona las armas. Así resume el argumento Nuria Azancot, que entrevista para EL CULTURAL al autor, Fernando Aramburu, con foto en portada de Iván Giménez. “Me parece legítimo mofarme del agresor, se puede ser a un tiempo cruel y ridículo”, argumenta Aramburu, receloso de que se malinterprete el humor que destila la obra al tratar de un asunto con tantas heridas abiertas aún en víctimas y sus familiares. Le pregunta Azancot por qué en esta ocasión ha optado por un humor desaforado, aunque triste en el fondo, y por dos personajes más ridículos que valientes gudaris, y responde el autor que lo de que sea humorística no lo ve tan claro: “Quiero decir que no me propuse escribir un libro encaminado a provocar sonrisas, aunque entiendo, y me da igual, que algún que otro lector adopte un gesto risueño ante determinados pasajes”. Le insiste la entrevistadora en si cabe el humor en un relato sobre los últimos años de ETA, a lo que Aramburu contrapone que dependerá de si se aplica o no un filtro ético, “y yo, desde luego, me lo aplico”, argumenta, “dicho filtro me prohíbe reproducir o agravar el dolor de los que sufrieron. Esta es, entre otras, la razón por la que en Hijos de la fábula no intervienen víctimas del terrorismo. En cambio, sí me pareció legítimo, además de literariamente provechoso, mofarme del agresor.”
En el suplemento La Lectura, Manuel Llorente revela un poco más del argumento describiendo algunos pasajes de la caricaturización de los personajes y su entorno (que no reproduciremos aquí), y para ilustrar que hubo ya antecedentes de tratamiento cómico de lo que fue tragedia cita varias películas: La vida es bella, de Roberto Benigni, El gran dictador, de Chaplin o Ser o no ser, de Lubitsch, pero ninguna novela, aunque las hay, como por ejemplo Las aventuras del buen soldado Svejk, la parodia antibelicista que escribió el checo Jaroslav Hašek sobre las peripecias de un soldado declarado oficialmente idiota en los primeros años de la Primera Guerra Mundial. Precisamente es una de las novelas que cita Aramburu como inspiración, junto a Kafka o el Beckett de Esperando a Godot en la entrevista publicada en la contraportada de El País del sábado. Es curioso que tenga que aclarar el escritor vasco, después de cuarenta años viviendo en Alemania, que sus influencias no se limitan a la herencia literaria española. Si bien, como le decía a Nuria Azancot, no reniegue de la posible veta cervantista, aunque el Quijote “salía a desfacer entuertos”, mientras que sus aspirantes a etarras “salen a lo contrario y consideran legítimo eliminar a quien piensa de otra manera”. Además de la entrevista en las páginas del diario, en Babelia firma la reseña de la novela Domingo Ródenas, en la que señala que “la anomalía trágica del terrorismo vasco, su placenta social y la sociedad patológica que produjo han estado en el centro de la obra de Fernando Aramburu, si bien cada vez desde una elaboración literaria distinta y original”. Ocurrió principalmente con Patria, la exitosa novela llevada a las pantallas, “donde un vigoroso y poliédrico realismo recreaba la sobrecogedora fractura de miedo y resentimiento que produjo el terrorismo en Euskadi.” Apunta el crítico que estos Hijos de fábula están lejos de la complejidad estructural de aquella, de su multiplicidad de voces, de su ineludible interpelación moral: “Es, por comparación, una obra menor que trata sobre los adoctrinados en la fábula romántico-esencialista de la ideología abertzale, pero también es una obra felizmente lograda en el registro adoptado por Aramburu: el de la comedia farsesca o, para ser precisos, el del género jocoserio de la sátira menipea.” Ródenas pone también el acento en la vertiente humorística y su posible incomprensión: “Es probable que haya quien considere que los 11 años transcurridos desde el fin de ETA no son suficientes como para contar la tragedia del terrorismo con los recursos del humorismo satírico, pero nadie estaba en mejores condiciones que Aramburu, tras el duro panóptico sociopolítico de Patria, para hacerlo.”
Pombo y su particular guerra civil
Álvaro Pombo nació en Santander en 1939, por lo que los prolegómenos, los desmanes y las consecuencias posteriores inmediatas de la Guerra Civil española los conoció a través de relatos familiares. En su amplia obra narrativa hay ya notables testimonios autobiográficos: Santander y Londres, donde vivió, su conflictivo catolicismo, su homosexualidad… Santander, 1936, es su última novela y la “más abiertamente autobiográfica. La ciudad es aquí, con la familia, la gran protagonista, con ‘la excesiva belleza del mar abierto’, un Santander como de postal en color, con su paseo de Pereda arrebatado al mar y la majestuosidad afrancesada de las casas del Muelle’, que tanto recuerda a Brighton”, señala el crítico J.A. Masoliver Ródenas, en la reseña que firma en CULTURAS.
En el relato aparecen Cayo Pombo Ybarra, figura noble y cansada, admirador de Azaña, padre de Gabriel que vive en “un vivero de deslumbrantes cargos y conversa con medio Santander (…) y de Álvaro Pombo Caller, Alvarín, el protagonista de la historia, que se afilia a Falange, que para él “no es un partido, es un movimiento espiritual”. Santander, 1936 tiene mucho de novela histórica vista a través de las discusiones entre los simpatizantes de la República y los simpatizantes de la Falange que desembocarán en la Guerra Civil. Una dialéctica que no permite tomar partido, “aunque uno no pueda evitar un intenso repelús en los elogios de Alvarín a los falangistas”, apunta el crítico.
De sus opiniones sobre el presente, de la guerra civil, de esa Falange de su novela que abraza Alvarín, habla Pombo en la entrevista que firma Juan Cruz para ABRIL. Confiesa que a sus 84 años escribir la novela le ha machacado, pero que también le ha quitado “telarañas mentales” y escribe con gusto. Preguntado por esas telarañas, confiesa que se refiere a “la vanidad de hacer bolos o no hacer bolos (…) Yo hice mucho activismo con Rosa Díez, pero… la política, pues qué debo decirle… Mira: Rosa quería ser presidenta y ya ves. Rivera también y se fue al carajo por su propia culpa y descompuso el partido de golpe y porrazo. Porque quería ser presidente. Entonces se me quitó eso de estar en política…”. Reflexiones parecen de desencanto que podrían recordarnos a las del joven caballero Acardo, de su novela La cuadratura del círculo, en la que desnuda la vacua vanidad discursiva del monje Bernardo, el abad de Claraval, que enardeció hasta la derrota a los caballeros del Temple. Pero esa es otra historia, como la de los discursos joseantonianos que tanto entusiasmaron a Alvarín, el protagonista de Santander, 1936.
Escritores en los márgenes
En La Lectura, Alain Finkielkraut, otrora nuevo filósofo francés, en promoción de su último libro, LA POSLITERATURA opone ideología a literatura: “la ideología es la lógica de una idea (…) en particular con el comunismo, se ha presentado como una gran narración, incluso como una especie de novela épica que relata la emancipación progresiva de la humanidad. Y la literatura se basa en una ontología totalmente diferente. La base de la literatura es el individuo…”.
En Babelia aparece en portada Ottessa Moshfegh, escritora afincada en EEUU, de padre iraní y madre croata, que publica en Alfaguara Lapvona, una historia gótica de tintes medievales protagonizada por varios personajes, entre ellos un muchacho contrahecho producto de una violación que debe sus deformaciones a que su madre intentó abortarlo colocándose hierbas tóxicas entre las piernas. Tiene la creencia de que el dolor de la penitencia es un deber moral. Esta idea lo ayuda a sobrevivir en el castillo de un perverso señor feudal que ordena las más variadas torturas y humillaciones a sus sirvientes.” Lapvona se publicó en Estados Unidos el verano pasado y fue recibida con opiniones divididas.
De los malos libros
Será el lector finalmente quien dictamine para sí si el libro es bueno o malo, al margen de la opinión cada vez más eludida de los críticos. De libros malos, bien es verdad que por dictamen más amplio que el del particular lector, escribe con humor Juan Tallón en su columna en ABRIL de la que entresacamos algunas frases: “Parece evidente que los libros malos existen, y que el mundo se volvería insoportable, tremendamente soporífero, si de él solo formasen parte las cosas perfectas y bellas, los aciertos, las verdades como catedrales, los éxitos, las personas del todo maravillosas. Me pregunto si podría sobrevivir el sector editorial sin libros malos, mediocres o corrientes, cuyos autores, por otra parte, creen que no lo han hecho nada mal. Está por llegar ese escritor que comience la promoción de su nueva novela anunciando: ‘No quiero parecer presuntuoso, pero es mi peor libro. Más malo no puede ser. ¡Es que es malísimo! Soy optimista acerca de las ventas’. Ojalá tuviese la suerte, en última instancia, que tuvo Philip Roth cuando la crítica comentó de su primera novela, Deudas y dolores: ‘Es la clase de libro malo que solo podría haber escrito un buen escritor’. Hay algo milagroso en los libros malos. Nadie se propone escribirlos expresamente, como sí ocurre con los buenos, y sin embargo lo consigue. ¿Quién podría aspirar a escribir desde el principio una novela horrorosa, a base de clichés, giros previsibles, personajes que no saben dialogar o un estilo descuidado y pobre? Prodigiosamente, la mediocridad se abre paso y en ocasiones con éxito, de modo que los libros malos favorecen la existencia en algún momento de los buenos. Necesitamos obras brillantes, pero, por una curiosa razón de mercado, también corrientes”.
Nos llamó la atención… que Murcia puede ser Nueva York o Bombay
No es el caso, por las buenas críticas que está cosechando, Anoxia, de Miguel Ángel Hernández. En La Lectura, Anna Mª Iglesia, y en EL CULTURAL, Ascensión Rivas, la elogian. Pero es en ABC CULTURAL donde nos encontramos la más fervorosa de las críticas que hemos leído últimamente. Empieza su reseña el crítico José María Pozuelo Yvancos con esta sentida confesión: “Hay novelas que cierras conmovido, conmocionado, consciente de haber asistido a un momento de plenitud literaria. Si además coincide que has leído toda la obra de ficción del autor, sus cuatro novelas anteriores, adviene la conciencia, ahora no únicamente de lector, sino de crítico, de que el autor ha encontrado en Anoxia su cima”. Nos ilustra Pozuelo Yvancos, señalando con mucho acierto, que la condición de profesor de Arte del autor, “haber leído sobre las dimensiones y dificultades de la representación (…) no le lleva a ser menos novelista, sino mejor novelista, porque tiene detrás, en cuanto escribe, la reflexión sobre los temas, conocedor profundo de las grietas o fisuras del signo, y la capacidad de los símbolos para verse atrapados en un estrato de significación mayor. El secreto de saberlo hacer tiene que ver con la curiosa mezcla de lo reflexivo y lo próximo, sea la Huerta o la muerte por asfixia de los peces del Mar Menor y la maldición del diluvio cebada sobre el pueblo costero de Los Alcázares”. Porque, sostiene el crítico, lo universal literario tiene que ver menos con las ideas abstractas que con las emociones concretas, la condición humana, “las mismas en unos pueblos murcianos que en Nueva York, la Patagonia o Bombay.”
Bien es verdad que a Pozuelo Yvancos, catedrático de Teoría Literaria (en la Universidad de Murcia, en la que también ejerce el autor de Anoxia), le sale el teórico que lleva dentro en la parte de la reseña cuando, para no desvelar el argumento, que sería de mal gusto, dice, nos ilustra cómo el texto de Hernández “pivota sobre la doble dialéctica de la Vida y la Muerte y la de Memoria frente a Ausencia”. En esta última lo hace “con las fotos, en general el arte de la representación explorado en tanto mecanismo que M.A. Hernández, lector de Sontag, Roland Barthes y Mieke Bal, conoce en su función performativa” (sic).
Y en la conclusión apunta un rasgo estilístico que ha observado en novelistas jóvenes: narran desde una tercera persona interior por el estilo indirecto unas veces o por la “perspectivización” desde dentro, “decir la interioridad”, de eso se trataría, lo que hacía con maestría Javier Marías, y, aunque desde un estilo diferente, también lo hace Hernández, un logro solo al alcance de grandes maestros y “Miguel Ángel Hernández se ha convertido en uno de ellos”. Fin de la reseña. Llegados aquí, no podemos evitar las dudas sobre si no ahuyentará el erudito elogio a lectores sin máster en estudios literarios. No obstante, el autor, ante lo escrito por el catedrático, tuiteó su agradecimiento: “Madre mía. Pozuelo Yvancos hoy en el ABC Cultural. Sin palabras me ha dejado. ¡Qué subidón de lectura! No me va a hacer falta hoy café.” Y eso le honra. Apuntamos Anoxia, no obstante, para su lectura, a ver si la entendemos correctamente en la complejidad en que pivota.
E. Huilson