Trágico final después de un concierto de éxito
Los aplausos atronaban todo el teatro. El director, desde el atril, los recogía agradecido, señalando con su mano derecha, desprovista ya de la batuta, a los miembros de la Orquesta Nacional del España, que había ejecutado la obra y a los miembros del Coro, imprescindibles en la partitura. Se había interpretado El Mesias, de Haendel. El frac a medida, la camisa almidonada, los zapatos de un charol negro y brillante que asemejaban dos espejos y ese pañuelo blanco abultado, característico en el maestro, asomando por el bolsillo superior izquierdo. Cuatro, cinco, seis veces tuvo que salir a saludar. Todo un éxito.
Ya en el camerino, mientras se ajustaba el nudo de la corbata, un ujier le sacó de su ensimismamiento:
-Maestro, le llaman por teléfono.
Era Juanita desde el aeropuerto de Barajas.
-¿Qué tal el concierto?
-¿No oyes desde ahí los aplausos? Todavía siguen dando palmas los del patio de butacas.
-Será la clac.
-Será. ¿Qué tal tú? ¿Y tu espalda?
-Con los calmantes el dolor ha remitido. Estoy deseando llegar para que el doctor vea si esto tiene arreglo o me tengo que quedar toda la vida así.
– Buen viaje, mi amor.
-Te quiero.
Colgó el teléfono, terminó de vestirse y salió a la calle de Atocha. Enseguida, un abrecoches le llevó las llaves de su Austin A-90 SIX.
-Don Ataulfo, le saludó cortésmente, llevándose la mano derecha a la visera de la gorra. El maestro respondió alargándole un billete de cien pesetas.
En el trayecto a casa, pensaba en Juanita, su esposa. La lesión de espalda que la tenía casi postrada en un sillón todo el día, la había obligado a viajar esa misma noche a Ginebra. Un médico, recomendado por el director de la Suisse Romande, con quien le unía una gran amistad, se había ofrecido a tratarla y curar la lesión. Eso le tranquilizaba de momento. Cuando el diagnóstico fuera definitivo, veríamos.
En su domicilio, frente al Retiro, muy cerca de Alfonso XII le esperaba Sylvie Mercier, una estudiante francesa de piano de 23 años, a quien el maestro había acogido con especial interés y atención para que perfeccionara sus estudios. En el salón estuvieron algo más de una hora.
Cuando la clase finalizó, la pareja viajó hasta la sierra de Guadarrama. Hacía frío aquella noche del 21 de enero de 1955. Llegaron al chalet que la familia Argenta tenía en la localidad de Los Molinos. El maestro aparcó el Austin en el garaje y se dirigió al salón para encender la chimenea. Mientras, la joven estudiante aguardaba en el asiento delantero. Cuando su maestro llegó, se acomodó a su lado. El motor encendido, el calor que desprendía el coche… El anhídrido carbónico hizo todo lo demás.
El jardinero que habitualmente se ocupaba de mantener en orden la casa durante la ausencia de los dueños presenció la escena a la mañana siguiente, muy temprano. Ataulfo yacía muerto en brazos de la joven. Ella tenía las constantes vitales débiles, pero aún respondía. Los pulmones del director de orquesta, que había superado una tuberculosis a los 44 años, no pudieron con la fuerza y el veneno que emanaba del tubo de escape del Austin, encerrado en el garaje, convertido en guarida mortal contra el frío serrano.
Así quedó truncada la carrera de uno de los mejores directores de orquesta del mundo, que podía codearse con todo derecho con Toscanini, Karajan o Celebidache.
Ataulfo Argenta iba para pianista, pero una lesión de espalda le impedía estar sentado al piano demasiado tiempo y decidió cambiar las teclas por la batuta. Bajo su dirección, las más insignes orquestas de Europa interpretaron a los más destacados compositores. En España introdujo la música de Bartok, Brukner, Richard Strauss o Anton Webern, desconocida en aquella época por un público con ansias de melomanía.
Argenta fue perseguido y odiado por la camarilla franquista que controlaba la vida musical y cultural de la época. Se le acusaba de tener veleidades republicanas, cuando la auténtica y verdadera veleidad del director era la música. Los panzones adocenados del régimen, títeres de una política cultural represiva, como toda política de la época, no podía soportar sus éxitos, su calidad en el atril, sus reconocimientos internacionales, sus aspiraciones futuras, que les dejarían a ellos en el furgón de cola, ni su porte de gentleman europeo, algo que ellos nunca podrían alcanzar, así pasaran cientos de años.
Todo se perdió por el tubo de escape. Incluso la carera musical de Sylvie Mercier, quien quedó tan consternada por el suceso vivido, que abandonó la interpretación.
Nota: Para los interesados en la vida y la obra de Ataulfo Argenta, se recomienda la lectura de Ataulfo Argenta, música interrumoida, de Ana Arambarri, Editorial Galaxia Gutenberg, 2017.
Gabriel Sánchez
Ataulfo Argenta y la Orquesta de Radio Nacional de España, en un resumen de Talento Films:
Para saber más sobre Ataulfo Argenta: