Semanario Cultural

La literatura desde la atalaya del Nobel: Saramago y Vargas Llosa

UNA LECTURA PARTICULAR DE SUPLEMENTOS CULTURALES.

La pasada semana, si la miramos a través de los suplementos culturales y sus portadas, tiene rostro de escritor. De una parte, justificada por razones de efeméride, de otra, por novedad editorial: Saramago y Vargas Llosa, Proust y Cormac McCarthy acaparan sus páginas. 

Con motivo del centenario de su nacimiento (el 16 de este mes de noviembre hubiera cumplido los 100 años), El Cultural lleva a su portada al escritor portugués, y premio Nobel en 1998, José Saramago, del que hace un recorrido exhaustivo por su obra y vida, buena parte de ella con residencia en Lanzarote. Dice de él quien fuera su amigo y biógrafo, Fernando Gómez Aguilera, que “concibió la novela como lugar de interrogación, racionalización y comprensión, una suma de expresión total donde se desenvuelven ideas robustas, que responde a la melancólica necesidad de decir quiénes somos, pues, al narrar, el novelista expresa la totalidad de la persona que es”. Sostiene su biógrafo que Saramago percibía el mundo con una mirada disgustada, inconformista, lo que le hacía no reconocer ninguna prioridad por encima del ser humano e hizo suya la máxima de Marx y Engels: “Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces hay que formar las circunstancias humanamente”. Sobre ese compromiso de su literatura nos dice Gómez Aguilera que  su obra “se percibe como (la de) un ensayista que aborda ensayos con personajes (…) un camino que le facilitó desarrollar propósitos didácticos, incitar a la acción y trasladar mensajes críticos. Amparado en un estilo más sobrio y directo, subvirtió y combatió el abuso de poder y la irracionalidad, iluminó nuestras sombras con otra luz”. 

Su amiga Lidia Jorge, escritora portuguesa, que resalta la dificultad de seguir la estela de Saramago por su gran imaginación fabuladora, resume bien su estrategia literaria: “Escogió como protagonistas de sus novelas a los desheredados sin pan en los bolsillos, que cobran relevancia por su resistencia y su coraje. Saramago es un creador de fábulas, imposible de imitar, ya que esa asombrosa capacidad fabuladora se tiene o no (…) Puede decirse que su formación política marxista fue decisiva en este diseño literario, aunque creo que la razón es otra: Saramago fue ante todo un humanista, un hombre compasivo que creó fábulas para anunciar un cambio necesario en las relaciones humanas”. 

Al igual que Saramago hizo suyas las enseñanzas de Marx, en las que perseveró, el peruano Vargas Llosa hizo lo propio con los postulados de la revolución castrista en su juventud. Lo cuenta en el suplemento Abril, en conversación con Carlos Granel, antólogo del escritor peruano del que Alfaguara publica El fuego de la imaginación, primera entrega de su obra periodística completa, que recoge artículos, notas y pequeños ensayos dedicados a la literatura, el teatro, el cine, el arte y la arquitectura. En esa conversación, Vargas Llosa explica así su fascinación por la revolución castrista. Granés le dice que del libro se deduce que fue la literatura la que le salvó del estalinismo y asiente Vargas Llosa: “Sin ninguna duda. Hay un entusiasmo con la Revolución cubana que tiene que ver mucho con esto. Daba la impresión de que esa revolución iba a dar libertad total a los escritores (…) creíamos en un socialismo libertario y eso era para nosotros Cuba al principio”. La conversación prosigue resumiendo el periplo de Vargas Llosa por París y Londres y la escritura de sus primeras novelas. Reconoce la importancia de Joyce en la renovación de la novela, pero reafirma su deslumbramiento por Flaubert: “A mí me marcó más Flaubert. Para mí fue la gran revolución”. 

“Con los años, Vargas Llosa ha cambiado de perspectiva ideológica, transitando del marxismo al liberalismo, lo cual le ha costado muchas críticas, pero conserva la insatisfacción que siempre ha movido su pluma”. Así lo defiende en El Cultural el crítico Rafael Narbona, que va deslizando las ideas del escritor a través de sus textos periodísticos. Como esta: “La literatura es amoral. No pretende aleccionar y, si lo intenta, pierde su valor estético. Bataille y Sade plasmaron aberraciones que serían inaceptables en la vida real, pero que en la ficción desempeñan un papel catártico. Apasionado defensor de la libertad, Vargas Llosa reivindica a figuras como Céline, William Burroughs y Drieu La Rochelle, pero eso no significa que los exima de responsabilidad moral. Bagatelas para una masacre, de Céline, es una obra abominable y los panfletos nazis de Drieu La Rochelle no merecen otra consideración. Absolver sus obras literarias, no significa exonerar sus actos”.

Son miradas diferentes sobre la función de la literatura, o lo que podríamos llamar su “valor social”, sobre el carácter moral de la obra artística y el compromiso del artista, etc. Una constante disyuntiva que percibimos en el artículo que la ensayista Beatriz Sarlo escribía en Babelia, impresionada aún su mirada por las manifestaciones en Buenos Aires reclamando subsidios a la pobreza, ayudas al gobierno para poder comer: “Lo que hoy veo es un cuadro más duro que el de toda la literatura costumbrista de las primeras décadas del siglo XX en América Latina.

Aquellos escritores creyeron que la sociedad que describían con realismo naturalista podía cambiar a través de la acción de hombres y mujeres que, de pronto, se volvían protagonistas de su destino. Creían que sus cuentos y novelas, al describir la miseria, podían convertirse en armas de lucha. Pero estos pobres que encuentro todos los días no leen en las esquinas y tampoco encontrarían ningún consuelo en libros que narraran una improbable historia de redención por la lucha. Hay que ser menos pobre para tomar esas decisiones radicales. Hay que tener, de verdad, la posibilidad de decidir. Los hijos de estos pobres, por otra parte, no están aprendiendo a leer libros.

Nosotros, los que leemos y comemos, ya criticamos suficientemente esas ilusiones literarias que, de todas formas, tampoco eran muy buena literatura. Si tuviera que recomendar un libro sería el que nos enfrenta con la soledad de los personajes de Beckett. En Malone muere, el hombre, inmóvil en una cama de hospital, trata en vano de recuperar el bastón que se le ha caído. Está destinado a la soledad no solo por altas razones metafísicas, sino por las bajas razones del abandono. Como estos pobres que pasan y pasan cerca de donde escribo”. Nos parece una buena reflexión que incorporar al eterno dilema. De lo que podemos estar seguros es que el debate seguirá acompañando el futuro de la literatura, un futuro en el que tenía puesta su fe Italo Calvino, “porque consiste en saber que hay cosas que solo ella (la literatura) puede darnos”. 

El genio literario: Proust y McCarthy

Marcel Proust

De efeméride en efeméride: dos días llevaba en el mundo Saramago cuando en París fallecía Marcel Proust, el autor de esa cima literaria que es En busca del tiempo perdido, y lo hacía con la convicción de que “nadie se había enterado de nada”. Lo cuenta en La Lectura Juan Bonilla. Proust murió joven, había cumplido 51 años y de su obra solo se había publicado una parte, pero ya pensaba que no se le había entendido, pues “allí donde yo buscaba grandes leyes, me llamaron buscador de detalles. Nadie entendió nada”, sentencia en una de sus cartas. El filósofo, traductor y crítico literario, Walter Benjamin señaló con acierto –nos cuenta Bonilla– como hasta el último tomo de la obra, el titulado El tiempo recobrado, no fija Proust claramente su estrategia, y que parece escrito como respuesta a los que no entendieron el sentido de su obra, que no era dejarse llevar por los aromas del recuerdo sino congelar para los restos un mundo que se había hundido. 

Es interesante, y bastante exhaustivo, lo que nos cuenta el reportaje de la recepción de la obra de Proust en España y su influencia en autores de la época, así como su opinión, sobre el “sentido” de la obra de escritores posteriores. Por ejemplo, a poetas como Caballero Bonald o Luis Alberto de Cuenca les parece un autor anodino, mientras que Francisco Umbral que llegó a decir que le gustaba tanto Proust que no entendía a los que leían otras novelas, aunque tildara En busca del tiempo perdido de “grandiosas memorias, que no novela”, lo que habría disgustado enormemente a Proust. Si están interesados en el escritor francés háganse con La Lectura. Al reportaje de Bonilla le acompañan textos que abordan distintas facetas del escritor y su obra, como los de Andreu Jaume (sobre cómo renovó Proust la literatura), Pierre Assouline, (de la huella judía en la obra del francés), Jesús Ferrero (la condición homosexual del escritor), Andrés Seoane (sobre la influencia de su dedicación a la literatura en su vida personal) y, por último, Mauro Armiño (que relata cómo se fue forjando la obra literaria de Proust y sus influencias). 

McCarthy cabalga de nuevo

Hasta tres suplementos culturales, de los seis que hojeamos en este Patio, Babelia, ABC Cultural y Culturas traen a sus páginas al autor de La Carretera, Meridiano de sangre o No es país para viejos, el escritor norteamericano Cormac McCarthy. Y lo hacen porque se avecina novedad literaria: el próximo jueves se ponen a la venta, después de 16 años sin publicar, dos novelas en un solo volumen que llevan por título El pasajero y Stella Maris. En Babelia, Eduardo Lago adelanta que lo que hace McCarthy en estas dos novelas es contar la historia de dos hermanos en dos fases (las dos novelas), uno es buzo de rescate y la hermana un prodigio de las matemáticas. El trasfondo de la trama es la relación entre ambos hermanos y “los elementos clave para entenderla son el incesto y el suicidio”. Lago, buen conocedor de la novela contemporánea norteamericana, cierra su reseña con una apreciación que invita a la lectura del libro: “Es difícil explicarlo, pero la doble novela con la que McCarthy parece querer despedirse de la vida y de la literatura es una obra a la vez exasperante y genial”. 

No aclara mucho más Rodrigo Fresán en ABC Cultural cuando escribe que el verdadero tema de las siamesas (las dos novelas) “es la desarticulación de un idioma donde comulgan lo enciclopédico y lo callejero, lo físico y lo mental, la locura y la razón, la culpa y la inocencia, la violencia explícita y la calma soterrada, la buena soledad y la mala compañía, la vida y la muerte. Y sí, la novela favorita del leviatánico McCarthy es, obviamente, Moby Dick.” 

En el mismo suplemento, además del adelanto de un extracto de El pasajero, Karina Sainz Borgo habla con el traductor al español de la obra, Luis Murillo, y el editor, Miguel Aguilar, que relatan cómo el escritor vuelve sobre algunos temas que marcaron a su generación, como las bombas atómicas lanzadas sobre Japón o el asesinato de JFK, en el que se aprecian trazos de la propia vida de McCarthy. Si además le apasiona a usted la física y la matemática, lo disfrutará mucho más. McCarthy ha elegido durante su vida relacionarse con científicos antes que con escritores. Otra manera de entender el oficio de escritor. 

                                                                                               E. Huilson

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