Música para la revolución

LA MARSELLESA NO SE COMPUSO EN MARSELLA (y 2).
Cuatro días después de haberse escuchado por primera vez en la casa del burgomaestre de Estrasburgo, el himno, cuyo título era Chant de guerre pour l’ armée du Rhin, se interpretó de forma oficial en la plaza mayor de Estrasburgo, a cargo de la banda militar. Rouget dedicó el himno al general Luckner, un militar alemán, al servicio de Francia que apoyó la Revolución y, convertido en Mariscal, fue el comandante del Ejército del Rin.
El ejército del Rin partió a la guerra y el himno se quedó en Estrasburgo. Nadie se acordaba de él en las trincheras, en el frente… Los soldados no conocían la canción que se había compuesto en su honor para vitalizar su entrega en el combate. El éxito del Chant de guerre fue efímero.

Corría el mes de junio de 1792, cuando la Liga de la Constitución de Marsella organizó un homenaje para despedir a los soldados que partirían hacia la guerra unos días después. En aquel restaurante repleto de patriotas, un joven estudiante de Medicina de la Universidad de Montpellier pidió un minuto de silencio. Se levantó, alzó su copa y, para sorpresa de todos los comensales que esperaban una arenga en favor del deber patriótico y la necesidad de frenar las aspiraciones austroprusianas, el orador se limitó a pronunciar unos versos: “Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé”. La letra iba acompañada de su correspondiente música, la que salió de aquel viejo violín una noche de abril en una buhardilla de Estrasburgo. ¿Dónde había oído el estudiante Mireur, que así se llamaba el desenterrador del himno, la canción patriótica? Nadie lo sabe. ¿Conocía el joven quién era el autor de lo que estaba cantando en Marsella? Nadie lo sabe. Pero los 500 soldados marselleses que el día 2 de julio de 1792 partieron hacia el frente la llevaban en su garganta durante todo el trayecto. Pasaban por ciudades, barrios, pueblos, aldeas y el himno sonaba constantemente. El día 30 de julio llegaron a París. No hubo rincón de la capital en el que no se escuchara el himno que procedía de Marsella. Se hicieron miles de copias tanto de la letra como de la música. Se escuchaba en las tabernas y en los palacios, en las amplias avenidas y en los callejones, en las grandes ciudades y en las aldeas. En las iglesias, se interpretaba después de Te Deum, y en algunas, en sustitución del Te Deum. El primer ministro Servan, republicano, pidió al ejército que lo adoptara como canto oficial. Toda Francia cantaba la letra y tarareaba la música de tal gloriosa y patriótica composición. Llegó a las trincheras y al frente de la guerra y los soldados la utilizaron como un arma más, quizá la más eficaz frente al enemigo que cuando escuchaba el himno en boca de los soldados franceses, huía despavorido.
¿Y los verdaderos padres de La Marsellesa?

El pobre Rouget de Lisle diseñaba trincheras en la pequeña guarnición de Hüningen, ajeno por completo a lo que se cantaba en el frente. Incluso parece que había olvidado que él era el verdadero compositor de aquel himno, que había bautizado con el nombre de Canto de guerra del ejército del Rin y que había perdido hasta su título original. Nadie en Francia se acuerda del pobre capitán. La Marsellesa es eso, La Marsellesa, de todo el pueblo. Todos los franceses son compositores e intérpretes. ¿Por qué atribuírselo sólo a una persona? Una persona que, por cierto, reniega de la Revolución, no acepta la República como forma de Estado, sigue fiel a sus principios monárquicos, pues considera que la Convención, la nueva forma de Estado, está plagada de tiranos y déspotas y es encarcelado por mantenerse fiel a sus principios. Sólo con la caída de Robespierre, cuando se abren las cárceles, Rouget es puesto en libertad.
Peor suerte corrieron los padres del himno: el Comité de Salvación Pública condenó a morir en la guillotina a Friedrich Baron Dietrich, el burgomaestre de Estrasburgo, y al general Luckner, el militar alemán, adepto a la Revolución que alcanzó el grado de Mariscal y a quien el capitán Reouget había dedicado su Chant de guerre pour l’ armée du Rhin. También fueron pasados por la “navaja nacional” buena parte de los oficiales que aquella noche del 26 de abril de 1792 escucharon por primera vez el himno de la Revolución, esa Revolución que acabó con ellos.
Gabriel Sánchez
Mireille Mathieu canta La Marsellesa: