Relatos con música

Música para la revolución

En la imagen Rouget de Lisle interpreta por primera vez su partitura, según la obra del pintor francés Isidore Pils (1875)

LA MARSELLESA NO SE COMPUSO EN MARSELLA (1).

El burgomaestre de Estrasburgo, el noble Barón Friedrich Dietrich, estaba eufórico aquella noche de 25 de abril de 1792.  Por fin, el Rey Luis XVI se había atrevido a declarar la guerra al Emperador de Austria y al Rey de Prusia, que formaban una coalición con el fin de invadir Francia, sometida a tensiones políticas, enfrentamientos entre partidos, disturbios callejeros constantes, vacío de poder por el ninguneo a que era sometida la figura del Rey desde la toma de la Bastilla aquel 14 de julio de 1789. Desde entonces, Francia había perdido el peso que durante siglos había ostentado en la Europa imperial.

Rouget de Lisle

Todos a casa del burgomaestre, en la place Broglie, para celebrar la decisión y homenajear al ejército del Rin, que se preparaba para cruzar la frontera y plantar cara al ejército de la coalición. Sentados en el amplio salón, Dietrich se dirigió a un joven capitán de ingenieros. Se llamaba Rouget, pero hacía llamarse Rouget de Lisle para dar un poco más de brillo aristocrático a su apellido de baja alcurnia. El oficial era apocado, poco agraciado físicamente, pero simpático y servicial. Había hecho sus pinitos en el arte de componer versos con rotundo fracaso; se le habían rechazado dos óperas y no había publicado nada que mereciera la pena, pues los editores no arriesgaban su dinero ante la escasa calidad de su producción poética.

-Capitán – le espetó, casi como si le asaltara el burgomaestre-: ¿os acordáis del himno que compusisteis para conmemorar la proclamación de la Constitución? Era un himno a la libertad verdaderamente precioso. Y la música de Pleyel, el músico del Regimiento lo enalteció muchísimo. ¿Por qué no componéis un himno para fecha tan señalada?

Aquella noche, el capitán Rouget de Lisle, en su buhardilla del 126 de la Grand Rue, intentaba complacer al alcalde de Estrasburgo con algo que sorprendiera a tan distinguido ciudadano que había tenido la amabilidad de acordarse de él para tan noble empresa: un himno para el ejército del Rin que, estaba convencido, derrotaría a la coalición imperial en cuestión de semanas o meses. Por las calles, los vecinos de Estrasburgo manifestaban su alegría con llamadas a unirse a la guerra: ¡A las armas, ciudadanos! ¡Marchemos a la guerra!  ¡Salvemos la patria, hijos de la libertad! Los eslóganes zumbaban en la cabeza de Rouget, convertida en un avispero en el que se mezclaban todas las proclamas que escuchaba a través de la ventana. De un armario sacó un viejo violín y entonó las primeras notas. La letra que estaba escrita en un papel que descansaba sobre la vieja mesilla de noche, parece que se adaptaba bien a los primeros acordes. Y continuó. Toda la noche. De madrugada, el himno estaba terminado. Era cuestión de someterlo al criterio de un oído ajeno antes de darlo por concluido y presentarlo ante la autoridad. Llamó a un compañero que descansaba en la habitación de al lado: ¡A estas horas y me vienes con músicas de violines! Pero cuando el vecino oyó la composición, agradeció ser el primero en escuchar tan bello himno, lleno de sentimiento y patriotismo, una auténtica inyección de moral, valor, lealtad a la patria y un revulsivo para las tropas que cruzarían el Rin al día siguiente.

La esposa del alcalde de Estrasburgo estaba desbordada aquel 26 de abril de 1792. Había organizado una gran fiesta para despedir a los soldados a la que acudirían las más altas y nobles autoridades de toda la región. Cuando vio al capitán Rouget con su partitura en la mano, llamó rápidamente a su esposo. Los tres ensayaron el himno: ella, al piano, Dietrich (que presumía de barítono, aunque su voz se asemejaba más a la de los bebedores asiduos de aguardiente) cantaba las estrofas. Rouget marcaba los compases con la bota de su pierna derecha. Muy bonito, muy bonito. Esta noche lo estrenaremos, sentenció madame Dietrich. 

(Continuará)

Gabriel Sánchez

La Marsellesa, interpretada en una fono-escena del año 1911:

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