Un monje y un fandango

En aquella celda oscura, lúgubre y fría, el monje jerónimo hacía examen de conciencia. A través del ventanuco enrejado, la nieve por compañera y confidente, parecía escuchar sus meditaciones más profundas, tan profundas como sinceras. Se apartó de la ventana y cerró los postigos. Ahora era el frío el que escuchaba sus meditaciones entre aquellas cuatro paredes de piedra centenaria. Arrepentimiento por la falta de obediencia, por la soberbia manifestada por escrito en no pocas partituras, dolor de los pecados cometidos a lo largo de su vida, exigiéndose cada vez más, aunque fuera para gozo del prójimo. Todo un ejercicio de confesión consigo mismo en las postrimerías de la vida, cuando aquel 1783 sería seguramente el último año de su vida.

Había cumplido sus deberes para con Dios. Desde los 6 años, Antonio Soler llevaba una vida monástica, primero en el monasterio de Olot, localidad gerundense en la que había nacido en 1729, y después en Monserrat y El Escorial, a donde fue llamado en 1752 para ocuparse de la dirección de la escolanía y ejercer de maestro de capilla. También había cumplido sus deberes para con el prójimo: caridad y respeto. Su vida se podía resumir en una profunda entrega a los demás a través de sus obras: nada menos que 400 composiciones, la mayoría de contenido religioso, aunque también había tenido algunos devaneos de los que, ahora, debía arrepentirse si el examen de conciencia quería ser sincero. Deberes para conmigo: estudios, trabajo, honestidad, pureza, veracidad. Siempre se había volcado hacia su gran pasión: la música. Leyó, releyó y escribió tratados sobre musicología en una época en la que se debatía en toda Europa (¡ay, la Europa que le hubiera gustado conocer!) sobre el modo de proceder en ese paso irremediable del barroco al romanticismo. Honestidad a prueba de cualquier duda o discusión. Escribía lo que le salía del alma; y el alma estaba en todas partes, también extramuros del monasterio. Había soñado con otros mundos que se extendían fuera de las paredes de la celda, convertida con el paso del tiempo, por decisión de sus superiores, en prisión, una cárcel en la que no cabía su música, mientras en el Madrid de la época se paseaban figuras como Goya o Domenico Scarlatti, a quien el padre Soler admiraba.

En la Corte de Carlos III la música era uno de los mejores regalos que se les podía ofrecer a los cortesanos. Y fue el propio monarca quien autorizó a que el monje jerónimo compusiera sonatas, quintetos y música galante sin el revestimiento de incienso que envolvía la mayoría de sus obras, lo que le granjeó severas críticas de sus superiores, aunque la dispensa partiera del mismísimo rey. Porque los monjes de El Escorial, si algo odiaban verdaderamente era la corte mundana, situada a pocas leguas del monasterio. No hay más que leer las palabras escritas por fray Juan Núñez, uno de los superiores de la orden: “Como en las Cortes, brilla y luce lo que en el mundo, estando éste con sus pompas, fastos y diversiones a la vista de los que por su profesión renunciaron a vanidades y embelesos, se hace precisa una advertida perpetua vigilancia para que tales objetos y sujetos no expongan al monje a que, puesta su mano en el arado, vuelva atrás sus ojos a ver y codiciar lo que abandonó.”
A pesar de la vigilancia extrema a la que eran sometidas sus obras, el padre Soler compuso, fuera de la sacristía, 6 quintetos para cuerda y órgano y 12 sonatas para clavecín, su instrumento favorito. Y de entre todas sus obras, la que más ha sobresalido ha sido el famoso Fandango, una partitura de raigambre popular, una auténtica pieza de bravura de 450 compases que se erigen sobre un ‘ostinato’ armónico de La mayor y Re menor.
Al final de su vida, el padre Soler pidió abandonar el monasterio. Tenía intención de instalarse en Granada, ciudad de la que le habían hablado tanto y tan bien, que sentía pena de morir sin conocer sus calles, sus barrios, sus monumentos, su cultura, sus gentes… La petición fue denegada.
Y en ese examen de conciencia que el monje mantenía en forma de soliloquio en la celda que le sirvió de última morada, faltaban una premisa por desarrollar: ¿propósito de enmienda? ¡Nunca!
GABRIEL SÁNCHEZ
Aquí pueden escuchar el Fandando, del padre Antonio Soler: