¿Estudiar Filosofía o filosofar?
Es ya tradición en nuestro país que las sucesivas reformas educativas lleguen acompañadas de polémica, las lleve a cabo un partido u otro. La que ahora propone el Gobierno no podía librarse de la controversia y ya se discute que se vaya a permitir obtener el título de bachillerato con un suspenso, si la asignatura de Historia no se estudiará de manera cronológica, o si desaparece la de Filosofía, y así. Es divertido si lo ves desde la distancia, una vez que tus hijos dejaron atrás el bachillerato y los nietos aún no están en edad. Bueno, en mi caso, los nietos ni siquiera están, cronológicamente hablando.
Que no se estudie la Historia con sus siglos correspondientes al lado, sino por bloques temáticos, que es, según parece, el principal cambio en esta asignatura en la ESO, tiene detractores y defensores. Buscando en la prensa información sobre el particular con el fin de salir de mi ignorancia pensé que lo mejor sería ir al templo del saber: Salamanca. Allí, digitalmente hablando, en lagacetadesalamanca.es me encontré con las opiniones de la profesora de Historia Medieval Soledad Tena, a la que imaginé por los pasillos de la vetusta universidad desgranando argumentos ante el periodista: “no podemos entender la Revolución Francesa sin entender qué ha sucedido antes” (…) “tenemos miedo de la formación que van a recibir los estudiantes porque parece que se eliminan muchos temas que nos parecen fundamentales, no ya para conocer el pasado, sino para poder entender la sociedad hoy en día. No tiene ningún sentido mezclar los esclavos del antiguo Egipto con los obreros de las fábricas de la revolución industrial en Inglaterra”.
¿Y si los comparáramos con los temporeros de los invernaderos de Almería?, me dio por pensar desde mi ignorancia.
En el mismo periódico digital, el catedrático de Historia Moderna José Luis de las Heras defiende, sin embargo, que, aunque la cronología es fundamental en la historia, los niños de la ESO aún no entienden bien esa concepción. “Lo más importante es que se consigan habilidades y valores, que no sean aprendidos, sino que los interioricen los alumnos”. Sin salir de mi ignorancia, me dio por pensar si en esto de recordar los siglos tendría que ver el que la profesora fuera medievalista y el profesor, de Historia Moderna. Seguramente no, me dije.
Hace algún tiempo recordaba yo con cierta sensación de hastío retrospectivo aquellos años del bachillerato; fue coincidiendo con la lectura de la novela Jakob von Gunten, de Robert Walser, y su comienzo desolador: “Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores?”.
La asignatura de Filosofía se estudiaba en quinto; teníamos quince años los que no habíamos perdido ningún curso. Tuve un buen profesor, a quién nunca olvidé, pero nada recuerdo del temario que seguramente debimos estudiar. Imagino que repasaríamos la historia del pensamiento filosófico, con sus griegos, romanos, cristianos, cartesianos, pragmáticos, idealistas, marxistas… cada uno situado en su correspondiente siglo. Imagino que sí. Pero de lo que sí me acuerdo es que trató principalmente de que abriéramos nuestra mente al pensamiento propio, a hacernos preguntas nuevas, a que nos informáramos, a que miráramos a nuestro alrededor. Decía Schopenhauer que lo que forja la filosofía es “el coraje de no guardarse ninguna pregunta dentro del corazón”. Pues de eso mismo nos hablaba Agustín Redero, que así se llamaba aquel joven profesor de filosofía. Corría el año 1971.
Hegel defendía que la enseñanza de la filosofía no puede quedarse sólo en el estudio de los productos históricos del filosofar, debe familiarizarse con las artes, las ciencias y la religión propia, porque en ellas empezamos a participar de esa sustancia espiritual sin la cual el pensar conceptual queda reducido a mero razonar sofístico. Quiero pensar que algo de eso hicimos. Kant, por su parte, mantenía que no se puede aprender filosofía sino solo a filosofar.
Creo que a esto es a lo que en el fondo se están refiriendo aquellos profesores de filosofía que son conscientes de que sobre todo enseñan competencias a sus alumnos, más que contenidos. Hace algunos años tuve la oportunidad de hablar de ello con Javier Aristu, un profesor que daba clases de Filosofía en las Escuelas Europeas de Bruselas a jóvenes bachilleres, entre ellos a mi hijo. Tenía claro Aristu que o conseguía llevar la preocupación filosófica a esos jóvenes a través de la puerta de sus preocupaciones más urgentes, el enamoramiento, el sexo, la amistad, la rebelión ante la autoridad paternal o educativa, o estaba condenado a recitar un listado de nombres e ideas a las que prestarían escasa atención. Debió acertar con el método porque oyendo a mi hijo recordar a su profesor comprobé que la huella que dejó en él fue similar a la que en mí dejó Redero. Y de hecho no es raro que alguna que otra vez nos pongamos a filosofar juntos animados por el vino, que, tradicionalmente hablando, sea dicho, siempre acompañó a la asimilación de ideas nuevas.
ALFONSO SÁNCHEZ
Con una copa o dos de vino se amplían las capacidades asociativas del pensamiento, estoy de acuerdo, las ideas fluyen a una velocidad que impresiona al observador abstemio. Pero llegado el momento de un cierto desgaste (moderado aún), biológico hepático celular no descartemos la idea de continuar practicando el noble arte de mejorar el mundo con nuevos y acertadísimos postulados éticos y estéticos prescindiendo de la tinta del país o esa aromática garnacha que tantas buenas discusiones nos proporcionaron. La filosofía siempre, aunque sea a cuerpo gentil, sin muleta alguna.