La factura del miedo no es la del gas
La invasión de Ucrania por el ejército ruso y la retransmisión en directo por televisión de sus efectos trágicos para la población civil, huyendo por cientos de miles, nos ha devuelto a un lugar que parecía que íbamos abandonando según se replegaba la pandemia: el espacio del miedo, ese campo mental donde el miedo se enseñorea como un tirano que nos arrebata no solo el placer de vivir sino hasta la voluntad misma de hacerlo. El miedo is coming back.
El experto en neurociencia Francisco Mora explica en su libro ¿Es posible una cultura sin miedo? que hay un tipo de miedo primario, que compartimos con el resto de animales, que nos hace reaccionar emocionalmente, actuar ante una amenaza o un peligro de manera instintiva. Pensemos en un fuerte ruido que no es habitual o una repentina sombra a nuestra espalda. Pero en el ser humano, dice Mora, “esa misma reacción emocional de miedo crea algo más, lo que podríamos llamar conciencia de esa emoción. El ser humano conoce, sabe subjetivamente, que tiene miedo y esto último lo lleva más allá de la reacción emocional de miedo, es decir, lo conduce a un fenómeno diferente, que es el sentimiento de miedo”.
Supongo que fue esa conciencia del sentimiento de miedo la que llevó a Montaigne a decir que “No hay cosa de la que tenga tanto miedo como del miedo”. Porque el sentimiento de miedo siempre estuvo ahí, es propio de nuestra condición humana desde que tomamos conciencia de nuestra fragilidad. Su origen está en el miedo a la muerte. Pero cada época tiene también sus miedos, como cada persona tiene los suyos, diferentes en su intensidad y diferentes en relación a las causas que lo producen.
En una entrevista publicada en El Mundo, en noviembre de 2016, pocos meses antes de su muerte, y con motivo de la publicación de su última obra, Extraños llamando a la puerta, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman respondía así a una de las preguntas: “Los europeos nos encontramos con la llegada repentina de millones de personas que, hasta hace unos años, tenían vidas muy parecidas a las nuestras (…) Y, de golpe, son refugiados que lo han perdido todo por culpa de la guerra. Su aparición en masa nos hace conscientes de cuan frágil, inestable y temporal es la presunta seguridad de nuestras vidas”. Y añadía una idea fundamental: “La inmigración nos provoca tanta ansiedad porque ese miedo a perderlo todo ya estaba ahí, latente, por la creciente precariedad de la vida occidental”.
Esta reflexión de Bauman, perfectamente aplicable a la invasión rusa de Ucrania, se refería sin embargo a la guerra de Siria (en la que precisamente Rusia juega un papel clave apoyando al régimen sirio, acusado de crímenes de guerra) y a los millones de refugiados que ese conflicto provocó en los primeros años (5,6 millones, según Acnur). Se lamentaba Bauman de la escasa empatía, o indiferencia, frente al éxodo sirio entre la población europea, aun reconociendo algunas excepciones. Hubiera sido interesante escuchar su voz ahora pronunciándose sobre la guerra en Ucrania y sus efectos. Bauman, que tuvo que huir de los nazis primero, y de Stalin después, conocía bien el miedo de las sociedades occidentales: “el miedo es más fuerte e intenso”, dejó escrito en Miedo líquido, “cuando es difuso, desperdigado, poco claro, sin anclaje a algo, que flota en el ambiente, que no tiene una causa concreta; es decir, cuando la amenaza nos hace temerosos y ansiosos, puede verse en cualquier parte y a la vez en ninguna. Miedo es el nombre que damos a nuestra incertidumbre e ignorancia acerca de la amenaza y lo que debemos hacer ante ella”.
Pienso que nuestro miedo ahora es algo menos difuso, pues está anclado en cada uno de los relatos de todas esas personas que se han visto obligadas a abandonar su casa y buscar refugio, y que vemos en televisión en un lamento interminable, lanzados todos ellos a la más cruel incertidumbre, al pavoroso caos, fuera de sus rutinas vitales del día a día. “El orden es la casa del hombre, el que permite habitar, y el habitar es la condición según son los hombres”, decía Heidegger.
Y lo cómico es que de nada nos sirve este sentimiento de miedo. No es ese miedo primario emocional tan útil que nos alerta de un peligro inmediato, ese que nos evita que nos atropelle un coche haciéndonos dar un paso atrás al escuchar un motor. Hablamos del miedo difuso, incierto, del sentimiento de miedo, el que impulsó al absurdo de acaparar papel higiénico en los inicios de la pandemia o pastillas de yodo estos días por un posible ataque nuclear.
La filosofía nos ofrece terapias para vencer ese miedo. Epicuro nos recomienda que nos acostumbremos a pensar que la muerte no es nada para nosotros. Porque todo bien y todo mal residen en la sensación, y la muerte es privación del sentir: “Pues como el bien y el mal nacen de la sensación, del saberse vivo, y si no hay tal sensación ya no habrá dolor, por lo tanto, no estará el mal en la vida del hombre”.
También la ciencia saldrá a nuestro rescate y podría no tardar mucho en hacerlo.
El profesor Mora, en el libro que citábamos más arriba, plantea la siguiente pregunta: ¿Está el miedo afuera en el mundo o esta el miedo dentro de nosotros, generado en nuestro interior, en nuestro cerebro? La respuesta de la ciencia es que está en nuestro cerebro, por lo que el mejor conocimiento de éste permitirá encontrar en el futuro herramientas “capaces de desentrañar tanto las raíces profundas de las reacciones emocionales inconscientes de los miedos como la elaboración de los sentimientos humanos del miedo, es decir, de los miedos sociales y culturales”.
¿Será un día capaz la sociedad occidental de erradicar mediante la neurociencia, y con la ayuda de la psicología, la filosofía, la meditación, etc., ese miedo que tanto nos limita la libertad y el placer de vivir? Yo espero y deseo que así sea, y lo disfruten las generaciones venideras. Pero, de momento, me pasa seguramente lo que a usted y lo mismo que a Woody Allen: “El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro.”
ALFONSO SÁNCHEZ
Bravo. Bravísimo.
Comparto tu miedo Alfonso y no sé si me gusta…
¿Y qué pasará en el cerebro de todos esos miles de ucranianos dispuestos a defender su casa, su país, ante un ejército cien veces mayor que el suyo? ¿Qué dirán los neurocientíficos de estos hombres? ¿Por qué han perdido el miedo a la muerte?