Por si usted no acaba de entenderlo
A finales de 2021 viajé a Londres por motivos familiares, lo que me permitió visitar un par de exposiciones de arte contemporáneo, una actividad para la que la capital del Reino Unido es ideal. Aunque acudo de vez en cuando a museos y salas de arte no soy un entendido, ni de arte antiguo ni contemporáneo. Más bien comparto rasgos del llamado turista cultural, entre los que está visitar ciudades monumentales y sus museos sin llegar a enterarse muy bien del sentido de lo que se ve, o hacerlo solo a medias. Por ejemplo, en ese viaje a Londres, visitando una muestra de artistas de la Saatchi Gallery, confundí una escalera automática que no llevaba a ningún sitio instalada en el centro de una sala, que se plegaba y desplegaba una y otra vez, con una obra de alguno de los artistas de la exposición, hasta que un cartel advirtiendo de que la escalera era uno de los productos que vendía la empresa patrocinadora me sacó del error. Era ideal para alcanzar los desvanes interiores, decía el cartel publicitario.
Existen escépticos destacados sobre si es instructivo visitar museos. Por ejemplo, Witold Gombrowicz dejó escrito en su diario que un cuadro está hecho y sirve para adornar un interior (y ser la alegría de quien lo puede disfrutar), no para estar colgado junto a otros muchos en las paredes de un museo donde se produce tal saturación que la cantidad ahoga la calidad. Reflexión que me parece coherente si son cuadros lo que se expone, pero ¿y esas esculturas contemporáneas, hechas de inesperados materiales, desparramadas por los suelos? ¿Se las llevaría uno al salón de casa?
También de las visitas a monumentos de ciudades monumentales hay reflexiones que nos dan qué pensar. Hace tiempo ya me topé con un ácido texto del escritor murciano Miguel Espinosa, cuyo título nos ponía sobre aviso de la crítica que encerraba: La fea burguesía. Para ilustrar la vacuidad de sus personajes lleva de “viaje turístico” a dos jóvenes matrimonios (Clavero y Pili, Pravia y Mili) a Ávila. “En las puertas de los templos, sacristanes tiñosos recibían solícitamente a los visitantes” –escribe Espinosa–, “exhibiendo billetes de entrada. Pagaba Clavero, pagaba Pravia, y Pili y Mili penetraban mirando hacia el techo. Las iglesias semejaban tumbas de sí mismas y de una religión desaparecida, muestra de un continuum roto. La vida vale más que la muerte; nadie lo ha negado; pero la catedral muerta parecía más noble que la existencia representada por Pili y Mili, Clavero y Pravia. (…) En la puerta de la Iglesia de San Vicente, fuera de muros, Clavero leyó un folleto: ‘Basílica de San Vicente, monumento románico de transición al gótico, siglos XII al XIV, de piedra arenisca coloreada’. Entraron. Los cuatro individuos se disgregaron; luego, se congregaron junto a Clavero, que, frente a una columna, deletreaba a media voz: ‘Juan Agustín Vázquez Estrada y doña Juana Salcedo, su mujer, la cual murió el 25 de junio de 1604 están enterrados en la tercera sepultura de este pilar’. (…) Clavero pretendió conocer nuevos epitafios, pero Pili interrumpió: ‘¡Déjate de muertos!’ Al abandonar el lugar, la mujer preguntó: ‘Y en este pueblo, ¿qué se come?’ Clavero leyó en un folleto: ‘Ternera, cochinillo, cordero, truchas, yemas’.”
Desde que leí aquel relato de Espinosa, ¡hace ya treinta años!, siempre acude a mi memoria cuando visito alguna iglesia o catedral. Seguramente el impacto tuvo que ver con que situara la escena en la iglesia de San Vicente de Ávila (“tumba de sí misma y de una religión desaparecida”), iglesia en la que me bautizaron, a la que he vuelto años después a misas de funeral de familiares.
Hace unos días me ha vuelto a pasar lo de no comprender muy bien qué me quería decir lo que estaba viendo frente a una obra artística. Fue en el teatro, durante la representación de la obra Una costilla sobre la mesa: Padre, en la que Angélica Liddell (autora y actriz principal) recrea la despedida de su padre muerto, lo que le lleva a reflexionar sobre el poder simbólico de la figura del progenitor, mientras le lanza reproches, al que parece odiar y repudia, pero al que no puede dejar de amar, aunque sea en contra de su voluntad. Liddell había escrito ya anteriormente sobre el masoquismo, que aborda en esta obra a partir de la relación con su padre y también como metáfora de Dios, así como la relación del artista con el arte en lo que sería una dependencia masoquista. De esto último, lo relativo al masoquismo, me enteré al leer algunas reseñas a posteriori, pues para nada se me ocurrió relacionar una cosa y otra mientras asistía a la obra, lo que no impidió que la puesta en escena y lo que sobre el escenario iba ocurriendo me mantuviera atento y, por momentos, fascinado.
Hubo un tiempo en el que me preocupaba mucho esto; que mis esfuerzos por comprender algunas obras de arte resultaran baldíos. Pero vino en mi auxilio un artículo del escritor Enrique Vila-Matas en el que se refería al Ulises, la novela de James Joyce, de la que precisamente se cumplen cien años, y sobre su fama de novela incomprensible de la que, al parecer, nadie consigue pasar de las primeras páginas. Defiende Vila-Matas que el Ulises, “como todas las obras innovadoras, en su momento extrañó, rompió los hábitos de la percepción y volvió nuevo lo viejo”, y añade : “A mí en literatura sólo lo que me sorprende me interesa, diría que sólo me atrae lo que no acabo de entender de entrada”.
Había encontrado la explicación que buscaba. O quizás no la buscaba, sino que más bien intuía que podía estar ahí. Escribe Vila-Matas: “Yo creo que vamos perdiendo el gusto por aventurarnos en lo incomprensible, por aventurarnos en todo aquello que nos resulta desconcertante, diferente, disidente, extraño, extranjero, excéntrico”. Refuerza la argumentación citando a César Aira, para quien «todo escritor va hacia la claridad perfecta, pero el camino es un rodeo por lo incomprensible. Si va a lo claro por el camino de lo claro, suele quedarse en lo obvio, que es la forma más derrotista de la melancolía en literatura. El escritor hace un largo paseo por las sombras antes de llegar a la luz».
Estas reflexiones aliviaron mi inicial ignorancia y me animaron a seguir mirando el arte incomprensible. Es un camino, el de tratar de comprender, que nos convierte, a su modo, en artistas: “no entender obliga al lector a crear, es decir, le abre la puerta de la tolerancia, en definitiva, de la comprensión, que es lo más civilizado y espiritual que existe en la lectura, en el arte”. Con ese espíritu es con el que sigo acudiendo a exposiciones, museos y monasterios; con el que me siento a leer poemas oscuros y novelas raras; con el que voy a ver a Angélica Liddell o las películas de Lars von Trier. Les animo a hacer lo propio, aunque no entendamos nada.
ALFONSO SÁNCHEZ
Vídeo de la escalera que no es una obra, vista en la Saatchi Gallery de Londres:
Sin embargo, aunque no entendamos mucho o más bien, entendamos prácticamente nada, nos acercamos al arte como a un imán: acudimos en masa a los museos, contemplamos absortos lienzos que no comprendemos, vamos a conciertos sin distinguir música ni instrumentos, llenamos los teatros donde escenifican las obras más vanguardistas… Quiero decir que las expresiones artísticas, al igual que la medicina que te receta el médico, curan y alivian aunque no se conozca sus principios activos.
Entenderlo todo no puede ser. Si entendemos algo es maravilloso. Por suerte el deseo de saber, de conocer mejor un cuadro, un libro, una obra musical, una persona, o a nosotros mismos, no se agota. Tenemos esa fortuna, el deseo es el combustible que no se agota y además no sube de precio.