Lecturas

Ese hombre mayor que camina por ahí

La escena se suele repetir los días laborables: mi perro y yo paseando temprano por la mañana, por lo que es habitual cruzarnos con jóvenes madres (y padres) que llevan a sus hijos más pequeños a una guardería cercana. También con otros perros y sus amos, con los que intercambiamos saludos o simples miradas. Nuestro perro es de cara simpática y afable con los humanos. Los niños le miran con simpatía, aunque con distanciamiento prudente por lo general. Muchos le sonríen. De cuando en cuando, algún pequeño valiente se acerca con intención de acariciarlo. Llama más la atención por la simpatía que expresa ante cualquier extraño, batiendo su rabo blanco a modo de plumero, que por su porte de callejero mestizo. Hace un par de días, cuando la escena parecía que se repetiría una vez más, mientras atravesábamos un largo paso de cebra, una niña, de no más de tres años, que venía parloteando con su madre, se fijó en nosotros, calló de repente y, parándose en seco, nos señaló con su dedito mientras gritaba: mira, mamá… ¡un abuelo!

Al principio no lo entendí bien, no procesé la expresión, me sentí confuso. “Un abuelo”, había dicho la pequeña. La primera reacción fue hacer como si no lo hubiera oído, y seguí el camino, sin volverme, sin mirarlas, tirando del perro por si hacía algún amago encima de acercarse a ellas. Hui, literalmente, como si nada hubiera escuchado, pero invadido por una desagradable sensación, entre vergüenza y enfado. Sí, la mocosa había dicho “un abuelo”. Qué absurdo, pensé, no había sido el perro el motivo de su atención, había sido yo. ¡Un abuelo! Yo, que NO tengo nietos ni los espero, al menos por ahora. ¿A qué venía aquello? Si quien te llama abuelo no es tu nieto te está diciendo viejo, es obvio. No hay más. Caí entonces en que me había olvidado la gorra que suelo llevar para evitar el sol. Esa había sido la causa. La calva me había delatado a ojos de la mocosa deductiva. ¿Sería calvo su abuelo? Para la niña éramos un perro y un abuelo. O mejor, un abuelo con perro. 

El sofoco me provocó que no parara de darle vueltas a si estamos preparados para envejecer. Nos vamos preparando para la muerte, se dice, pero ¿alguien se prepara para envejecer? ¿Es posible hacerlo? 

El paso del tiempo nos va cincelando el aspecto sin que seamos muy conscientes de ello, o simplemente miramos hacia otro lado. Pero los demás, cuando nos miran, ven a ese que nos devuelve el espejo fugazmente, ese del que nosotros nos olvidamos una vez que salimos del baño. No nos miramos detenidamente. Diría que más bien nos sentimos. Nos gusta más pensarnos desde dentro, desde nuestro espíritu, desde nuestro ánimo. Es la edad psicológica que se sobrepone a la biológica. Y yo, desde ese lugar interior, la mayor parte de los días me veo muy alejado de la edad que exige la condición de abuelo. 

Coincidió la anécdota con la lectura que tengo entre manos estos días, Desde dentro, la última novela de Martin Amis, en la que, entre ficción y autobiografía, el autor también reflexiona sobre el envejecimiento y la muerte a partir del final de la vida de los escritores Philip Larkin, Saul Bellow y el periodista Christopher Hitchens. Sus ascendentes literarios y, Hitchens, su mejor amigo. En un momento del relato, Amis escribe lo siguiente: “Los ánimos predestinados sí existen. En determinado momento, por lo general hacia el final de la madurez, algo coagula, se solidifica y se enquista: y esa es tu suerte, tu destino. Te sentirás así para lo que te queda de vida. Has encontrado tu ánimo predestinado, y él te ha encontrado a ti”. Dudo de si he comprendido bien lo que Amis argumenta. Si le quitamos cualquier significado religioso a la predestinación, que no es otra cosa que determinar algo con antelación, ¿significa que somos cada uno de nosotros responsables de forjarnos ese “ánimo” con el que encarar la última etapa de nuestra vida, de ese algo que coagula, se solidifica y se enquista?

Ante tal eventualidad indagué por algunos libros y autores, por ver si encontraba alguna guía para moldear mi propio envejecimiento procurándome un buen ánimo que me acompañe hasta el final. Pero no resultó fácil. Ya la expresión “hasta el final” animaba poco a seguir. Cicerón, un referente clásico de “autoayuda” para la vejez, escribió su tratado, De Senectute, a los sesenta y dos años. No había, pues, que demorarse.

Cicerón refuta cuatro características de la vejez consideradas negativas: nos aparta de la actividad, perdemos fuerza física, se pierden placeres y está cerca de la muerte. A la primera contesta que las cosas importantes se hacen no con la agilidad del cuerpo sino con la autoridad de la experiencia, la opinión y el buen consejo, características que en la vejez abundan. De la fuerza física dice que, si bien se pierde, el cuerpo se puede cuidar para compensarlo y hasta ofrece consejos que no han perdido vigencia: “…hay que practicar ejercicios moderados, hay que tomar la comida y bebida conveniente para reponer fuerzas, no para ahogarlas. Y no solo hay que ayudar al cuerpo, sino mucho más a la mente y al espíritu. Pues también estos se extinguen con la vejez, a menos que se le vaya echando aceite como una lamparilla”. Sobre los placeres, y entre ellos el sexo, viene a decir que “cuando el deseo es demasiado grande y prolongado extingue la luz del espíritu”, por lo que concluye que, “si no conseguimos despreciar el placer mediante la razón y la sabiduría, debemos estar muy agradecidos a la vejez, que ha conseguido que no nos apetezca lo que no nos conviene”. Nótese que su reflexión no le impidió a Cicerón divorciarse de su esposa, Terencia, después de tres décadas de matrimonio para casarse con una alumna de 15 años. Debía referirse más a los placeres de la buena mesa. Por último, sobre la muerte, considera deseable, al no ser inmortales, dejar de existir a su debido tiempo. Si nada hay después de la muerte, no hay nada que temer; si nos espera la vida eterna, pues mejor cuanto antes. 

No había empezado mal mi investigación. Pero enseguida comprobé que esta visión satisfactoria de la vejez no está muy extendida. Con el mismo título, De senectute, el filósofo Norberto Bobbio recopiló algunos textos sobre el particular donde expresa una visión más pesimista. No se cree demasiado al viejo satisfecho de sí de la tradición retórica, y cree que este, por un lado, y, por otro, el viejo desesperado, son dos actitudes extremas. Enumera Bobbio los distintos modos de vivir la vejez que ha observado: “la aceptación pasiva, la resignación, la indiferencia, el camuflaje de quien se empeña en no ver sus arrugas y su debilidad y se impone la máscara de la eterna juventud, la rebelión consciente a través del continuo esfuerzo, a menudo destinado al fracaso, de proseguir inflexiblemente el trabajo de siempre, o, por el contrario, el desapego de los afanes cotidianos y el recogimiento en la reflexión o la plegaria, el vivir esta vida como si fuese ya la otra, rotos todos los vínculos mundanos”. 

Me pregunté cuál sería el modelo que seguiré, pero no obtuve una respuesta satisfactoria, salvo descartar algunas opciones como la del camuflaje con la máscara de la eterna juventud y la de destinar los últimos años de vida a apartarme del mundo para rezar. Ahí no me veo.

Estaba dispuesto a seguir buscando autoayuda literaria, pero terminó disuadiéndome de hacerlo la lectura de otro pasaje de la novela de Amis, ese en el que relata el momento en que le informan de que la enfermedad que padece su “padre literario” y amigo, Saul Bellow, es alzhéimer. Escribe Amis: “… todo el mundo puede despertarse con alzhéimer incluido el escritor que está escribiendo esto, incluido el lector que lo está leyendo (y, de manera indiscutible, un tercio de quienes vivan más de sesenta y cinco años) (…) documentarme sobre el alzhéimer me llevó al borde de un ataque de pánico clínico… La muerte de la mente: inmunda disolución, inmunda traición interna como todas, pero esta harto inmunda, inusitada y monstruosa”.

Decididamente, abandoné la indagación no fuera yo a sufrir un ataque clínico. Tomaría otra decisión: cambiar el horario del paseo, retrasarlo, y modificar la ruta para no volver a cruzarme con la mocosa deductiva. ¡Ah, y no olvidarme nunca más de la gorra!

                                                                                                             ALFONSO SÁNCHEZ

2 comentarios en «Ese hombre mayor que camina por ahí»

  • Todas las cosas suceden a su debido tiempo. Todo en la vida sucede en el tiempo asignado para ello. No pierda la energía preocupándose por los resultados finales. ¡La preocupación sólo lo distrae de vivir el día a día y de disfrutar la vida! (James Van Praagh)
    Yo comparto lo que dice este hombre, espero que ayude al «más joven de mis tíos».

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  • Opino que Cicerón está muy acertado, el que disfrutó de la vida en la juventud y en la madurez, seguirá haciéndolo en la vejez. Siempre encontrará los placeres que necesita, igual que lo hizo antes.

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