Una sinfonía inacabada, pero completa
Franz está sentado frente al piano. Acaba de empezar a componer el segundo movimiento de la que será su nueva sinfonía. Ha alcanzado el éxito con la anterior y ese reconocimiento le hace pensar, de inmediato, en la obra siguiente. Tiene que ser espléndida, majestuosa, única. El verdadero Schubert sin influencias foráneas. Si hasta ese momento Haydn, Mozart, Beethoven habían sido su referencia principal, eso sí, con el toque personal del compositor, esta nueva sinfonía tenía que ser auténtica, sin ningún ascendente que la pudiera identificar con los maestros a los que había seguido hasta entonces con devoción. Ordenó sus ideas: primero, componer la base, después, la orquestación.
La carta llegó unos días después de que hubiera terminado de orquestar el segundo movimiento. Trabajaba de forma lenta y concienzuda, corrigiendo, añadiendo o eliminando notas imprecisas, compases innecesarios y algún que otro elemento que estaba en la partitura y que le parecía que ya había escuchado o bien en sus obras anteriores o que llevaba la firma de sus referentes en la historia de la música romántica. La carta esperaba ser abierta, descansando triste sobre un aparador del salón, en el que, junto a unas flores frescas, se enmarcaba un retrato de María Teresa Grob, la soprano a la que había intentado cortejar años atrás y que había recibido su rechazo como única respuesta.
Antes de sentarse a la mesa para la cena, Franz cogió la carta, volteó el sobre y un escalofrío le sacudió todo el cuerpo. En el remite leyó la dirección vienesa de la consulta del médico al que había acudido semanas atrás, aquejado de fiebre, cansancio y falta de apetito.
Sobrecogido por lo que pudiera contener el interior del sobre, desgarró el papel. Sus manos nerviosas no acertaban a desdoblar la cuartilla, escrita con trazo fino y delicado. El médico le transmitía el resultado de los análisis a los que se había sometido el compositor: tenía sífilis, una enfermedad, en la Europa del siglo XIX, incurable.
Hundido en la más profunda depresión, Franz Schubert nunca volvió a ser el mismo desde ese día. Si bien fue siempre un hombre sombrío, la inminencia de la muerte le hizo todavía más amargo y melancólico. Se apartó de sus amigos, la depresión era su autentico signo de personalidad, la dejación de sus costumbres, la ira, el desencanto se apoderaron de él. Sólo trataba con algún íntimo y con su hermano Ferdinand.
Aquella sinfonía que había acometido con tanta ilusión, la que le catapultaría como el verdadero compositor que siempre quiso ser, la que le alzaría al Olimpo de los grandes maestros de la música austriaca, la que le situaría en las antologías musicales junto a los grandes compositores románticos que siempre había admirado, quedó arrinconada en un cajón. Corría el mes de octubre de 1822.
Bajo los efectos de la fuerte depresión y en el convencimiento de que ya casi nada importaba, la partitura se la regaló a su amigo Josef Hüttenbrenner, casi, casi para quitársela de encima. No quería saber nada de aquella obra que había comenzado con tanta ilusión y que había sido testigo mudo de la peor noticia que había recibido. Josef se la regaló a su hermano Anselm. Cuando éste la recibió, se fijó en un detalle: detrás de la última página de la partitura estaba esbozado lo que sería el tercer movimiento, el scherzo. Su forma, algunas frases musicales daban a entender que Schubert tenía intención de seguir con la obra que había quedado inacabada.
Franz Schubert murió en casa de su hermano Ferninand, en Viena, el 19 de noviembre de 1828, a los 31 años de edad. A petición propia, fue enterrado en el cementerio de Wáhring, cerca de la tumba de Beethoven. Un año antes, el propio Schubert había llevado la antorcha en el entierro del músico de Bonn.
Franz Schubert compuso a lo largo de su vida un total de 10 sinfonías. De ellas, una se ha perdido y otra es tan sólo un boceto que no puede ser calificada como obra completa. Así pues, sólo 8 sinfonías están catalogadas. La última, la inacabada.
Debieron de transcurrir la friolera de treinta y cinco años para que la Sinfonía número 8 de Schubert fuera estrenada.
Habíamos dejado la partitura en manos de Anselm Hüttenbrenner. Años después, el receptor se la entregó a Johann Herbeck, un cazatalentos vienes, compositor autodidacta que gozaba de una especial sensibilidad para identificar obras y autores sobresalientes. Fue, por ejemplo, el que descubrió las aptitudes del compositor Anton Bruckner y lo presentó en Viena. Cuando leyó la partitura de la Sinfonía número 8 de Schubert se apresuró a organizar su estreno en Viena, sabedor de la magnitud de la obra. El mismo Herbeck dirigió la orquesta que interpretó por primera vez la Sinfonía inacabada de Schubert el día 7 de diciembre de 1865. A partir de ese momento, la obra está incluida en los repertorios tradicionales de todas las orquestas que se precien.
Se ha intentado terminar la obra póstuma de Schubert. El compositor Brian Newbould realizó una versión, a raíz del boceto que el músico austriaco dejó escrito en la parte trasera de la última página de la partitura inacabada. Recientemente la multinacional china Huawei desarrolló una aplicación para completar la obra inacabada mediante un algoritmo que generaba melodías usando como referencia el timbre y el tono del resto de la partitura. ¡Pobres chips! Quieren sustituir el ingenio de uno de los mejores compositores románticos por unos pocos circuitos integrados de silicio. En el diario de Schubert puede leerse: “El hombre soporta la desgracia sin quejarse, pero por eso mismo le es tanto más dolorosa”. Sabemos cuándo lo escribió y por qué. Pero estas mismas palabras podrían ser asumidas perfectamente por el compositor si hubiera conocido, desde el más allá, que alguien anda pendoneando con su música y los algoritmos para intentar acabar algo que, de por sí, es ya definitivo.
GABRIEL SÁNCHEZ
La Sinfonía No 8 inacabada de Franz Schubert, con la Sinfónica de Viena dirigida por Philippe Jordan. París, 2014