Relatos con música

El vals no entiende de letras

Vals vienés, obra de Vladimir Pervunensky

Anochecía en Viena aquel día de marzo de 1897 en el que se había programado el estreno de la última obra de Johann Strauss hijo, una opereta titulada Die Göttin der Vernunft. El éxito, casi asegurado antes de que músicos y cantantes subieran al escenario, se confirmó al final de la representación. La clase más distinguida de la capital del imperio, a merced del autor de moda. Entre los asistentes al estreno de la opereta, el más grande de los compositores austriacos de la época, nada menos que Johannes Brahms, inconfundible con la larguísima barba blanca, sus andares achacosos, su bastón y su levita de corte muy elegante.

-Maestro, ¿podría pedirle un autógrafo…? Aquí, aquí, en mi abanico. 

Era Adele, la tercera esposa judía de Johan Strauss quien se había atrevido a solicitar del gran compositor su firma y le entregaba nada menos que su abanico de plumas para que plasmara su nombre en tan personal complemento femenino. 

El maestro sacó de su bolsillo interior un lápiz de punta gruesa y escribió en la cinta de seda color hueso que festoneaba el abanico las primeras notas del vals El Danubio azul. Debajo una frase contundente: “Desafortunadamente NO es de Johannes Brahms”. 

Y seguramente hubiera escrito lo mismo veinte años antes, cuando el mayor de los hermanos Strauss entregó la partitura de un vals de encargo. El maestro de canto Johan von Herbeck, director del coro masculino de Viena le pidió a Strauss un vals para el repertorio del coro Viener Mannergesangverein. Estaba harto de las piezas que llevaba en cartera, aburridas, tristes, grises y que los espectadores que acudían a los conciertos se sabían casi de memoria. La letra correría a cargo del letrista oficial del coro, el miembro de la policía austriaca Josef Weyl

Johann Strauss hijo

Austria no andaba ese año de 1866 para muchas alegrías ni musicales, ni sociales. Había sido derrotada por el ejército prusiano en la batalla de Sadowa y se habían esfumado los deseos imperiales de dominar Europa desde Viena. El letrista, aludiendo a la amarga derrota, compuso un texto entre la sátira, la melancolía, ridiculizando incluso al ejército austriaco por el resultado de la batalla. Los miembros del coro protestaron: no querían ser cómplices de tal afrenta. Calmados los ánimos, aceptaron de mala gana formar parte de tamaña bellaquería.

El 15 de febrero de 1867, El Danubio azul, con coro, se estrenó en la sala Diana de Viena. Frío, frío. El público salió indiferente del teatro. Para Strauss la acogida de su obra representaba un verdadero fracaso, lo que le llevó a decir de forma airada a su hermano Josef: “Que el diablo se lleve el dichoso vals”.

Ese mismo año se celebraba en París la Exposición Universal. Johann Strauss decidió cambiar la partitura, eliminar el coro que tantos quebraderos de cabeza le había producido y, tal vez, el culpable de la mala acogida del estreno, y viajó a la capital francesa para intentar resarcirse del fracaso vivido hacía sólo unos meses en su Viena del alma. En el Campo de Marte, la orquesta, dirigida por el compositor, interpretó El Danubio azul, naturalmente sin coro ni letra. Y grandísimo éxito. Tanto, que el Príncipe de Gales invitó al compositor a Londres para que mostrara la belleza de su partitura a los británicos. Y verdaderamente lo mostró, pues tuvo que dirigir el vals en seis ocasiones en el Convent Garden londinense.

Acreditada la fama del vals, avalada por los éxitos de París y Londres, inmediatamente se imprimieron un millón de copias de la partitura. Las planchas de la época no admitían más que 10.000 copias. Hubo que multiplicar las planchas porque la demanda no cesaba. Todas las orquestas querían incluir en su repertorio El Danubio azul.

En el año 1872, Johann Strauss realizó una gira por los Estados Unidos. Allí dirigió el vals interpretado por una orquesta compuesta por 2.000 músicos.

Como tantas y tantas piezas que calan de manera muy honda en determinadas sociedades con espíritus nacionalistas, El Danubio azul se ha convertido en el segundo himno de Austria. Segundo, porque la república austriaca tiene ahora uno oficial. Pero en 1945, derrotado el ejército alemán y liberada Austria de la invasión nazi, los vieneses se reunieron frente al parlamento austriaco y, a falta de un himno para la nueva república, decidieron manifestar su alegría por la liberación con la interpretación del Danubio azul.

Tanta es la pasión que los austriacos sienten por su Danubio –que, por cierto, a su paso por Viena es gris verdoso y no azul-, que la compañía Austrian Airlines lo emite por la megafonía interna de los aviones en los despegues y aterrizajes de las aeronaves. En uno de sus aviones debió viajar, tal vez, el director de cine Stanley Kubrick a finales de la década de los 60 y se le encendió la bombilla: utilizaría el vals como banda sonora para recrear el viaje a Júpiter de la nave que a todos nos cautivó y nos sigue cautivando más allá del año 2001 para vivir aquella Odisea en el Espacio.

GABRIEL SÁNCHEZ

El Danubio Azul, con la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigido por Daniel Barenboim (2014)

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