Enemigos en el atril
BERLÍN, 1945 (Y II)

Aún resonaba por las calles el eco de los últimos cañonazos. Los vencedores todavía no habían tenido tiempo de asentarse en caserones y palacios para establecer sus cuarteles generales. Los soldados deambulaban de unas ruinas a otras, sin lugar fijo donde ubicarse. Escaseaban los barrios con luz, el agua estaba cortada en toda la ciudad. Los edificios derruidos mostraban la postal de una ciudad fantasmagórica. Los habitantes no se atrevían a salir de las pocas casas que quedaban en pie. Los más osados intentaban rebuscar entre los escombros por si encontraban algo que llevarse a la boca, algún enser que sirviera para facilitar la vida de penuria que Berlín llevaba padeciendo desde hacía… Ya ni se acordaban.
Pero no todo estaba completamente perdido. Si había algo que los aliados no habían podido destruir y los rusos no habían sido capaces de arrasar era el emblema que mantenía vivo el espíritu de la ciudad desolada: su Orquesta Filarmónica. Y las nuevas autoridades que habían tomado el control de la ciudad eran conscientes del tesoro que suponía para los berlineses sentir revitalizada su orquesta. Así pues, una de las prioridades del nuevo Berlín fue disponer lo más rápido posible de todos los elementos que facilitaran el funcionamiento de la orquesta, antes que, incluso, los servicios básicos.

Leo Borchard era un músico ruso, de padres alemanes, que había crecido en el San Petersburgo culto. Recibió una sólida formación musical, además de ser un visitante asiduo del teatro Stanislavsky. Tres años después de la revolución rusa, en 1920, la familia emigró a Alemania, huyendo del régimen soviético. Otto Klemperer, discípulo de Gustav Malher, se había granjeado un nombre y un prestigio entre los más importantes directores de orquesta alemanes. Cuando conoció las dotes del joven Borchard le contrató como su asistente en teatro de la ópera de Kroll, el templo de la música culta del Berlín de entreguerras, muy próximo a la puerta de Brandeburgo. Luego Borchard voló solo. Dirigió la Filarmónica de Berlín en 1933. Sus anhelos se frustraron muy pronto. En 1935 el régimen nazi le prohibió realizar actividades públicas, pues consideraba que era poco fiable desde el punto de vista político. No obstante, el músico ruso siguió impartiendo clases de forma semiclandestina en su apartamento berlinés. Durante la guerra permaneció en la capital alemana, formando parte de la resistencia, bajo la falsa identidad de Andrik Krassnow. Se especializó en la falsificación de documentos.
Cuando los vencedores adquirieron el compromiso de poner en marcha la ciudad, una de las prioridades fue recomponer la Orquesta Filarmónica. Y los rusos se acordaron de su compatriota: anti nazi, represaliado por el régimen de Hitler, eficaz colaborador con la resistencia y gran músico, cuyas dotes había podido demostrar antes de la llegada al poder del régimen del terror. Reunía todas las cualidades para dirigir la orquesta, puesto del que había sido desposeído diez años antes.

Y Borchard aceptó el reto. El 30 de mayo de 1945 se celebró el primer concierto con el director ruso en el atril. En el programa, la obertura del Sueño de una noche de verano, de Felix Mendelssohn, compositor prohibido por el régimen nazi por sus ancestros judíos. El concierto para violín en la mayor de Mozart y la Sinfonía número 4 de Thaikovsky completaban la velada que se celebró en el Titania Palast. Tal fue el éxito del primer concierto, que una semana después Leo Borchard fue nombrado director titular de la Filarmónica. El nombramiento llevaba la firma del funcionario soviético Nikolai Berzarín.
¿Un director ruso al frente de la Filarmónica? ¿Los invasores, los destructores de nuestra ciudad, los violadores de nuestras mujeres, los que no han tenido misericordia para con los ciudadanos más débiles, ponen al frente de nuestra orquesta a un bolchevique? No se digirió bien el nombramiento entre los berlineses que adoraban a su orquesta como a un tótem. Pero Borchard hizo oídos sordos y siguió al frente de la orquesta: en tres meses dirigió 22 conciertos. El último, el 23 de agosto.
Ese día, después de la representación, el coche que le llevaba a su domicilio, acompañado por su esposa, llegó a un control que los aliados habían establecido en el centro de la ciudad. El soldado norteamericano que se encontraba de guardia hizo una señal con la mano para que se detuviera. El chofer de Borchard, de nacionalidad británica, interpretó mal la orden del soldado del control y no detuvo el vehículo. Una ráfaga de fusil se escuchó en la noche veraniega berlinesa. El director murió en el acto. Su esposa y el chofer salvaron la vida. Y, naturalmente, comenzaron las conjeturas. Tal vez el accidente no podía calificarse como tal y una mano oculta había apretado el gatillo del fusil del soldado yanqui en el chek point para acabar con la vida del usurpador. Nunca se investigó ni se pudo demostrar intencionalidad en la muerte del director ruso.

Había que buscar un sustituto. Y se pensó en un joven director, desconocido en aquella época: Sergiu Celibidache, rumano por más señas.
¿Qué? ¿Un rumano ahora al frente de la Filarmónica? ¿Un traidor, oriundo de un país que cambió de bando al final de la guerra, cuando ya todo se veía perdido? Nuestra orquesta no merece estos desaires ni estas humillaciones. Es una auténtica vejación. Éste era el sentir del todo Berlín musical cuando conocieron el devenir de la orquesta en busca de un director que fuera capaz de hacerla brillar como lo había hecho Furtwängler antes de que pusiera tierra de por medio.
Seis días después, el 29 de agosto, Celibidache debutaba al frente de la Filarmónica con un concierto en el que había incluido obras de Rossini, Weber y la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvoräk. Fue todo un éxito y, poco a poco, se reconcilió con su público. Aún así, los berlineses seguían negando con la cabeza. Aquí hace falta un director alemán, pensaban. Hubo que esperar hasta 1947, cuando Furtwängler, ya desnazificado, volvió a subir al atril, batuta en ristre.
GABRIEL SÁNCHEZ
Sueño de una noche de verano, de Mendelssohn, interpretado por la Orquesta Filarmónica de Berlín. Una obra que dirigió Borchard en 1945.