Navegar entre la ficción y la realidad
Navegar puede ser un sueño literario o una realidad húmeda; una experiencia mental y a la vez un desasosiego físico. Sol, agua, viento y luces, al anochecer, te acompañan. El mar no se queda quieto, “tiene el temperamento falto de escrúpulos de un autócrata salvaje malcriado por la mucha adulación”, decía Joseph Conrad. El mar no ha dejado de ser enemigo de barcos y hombres desde que los barcos y los hombres tuvieron la inaudita osadía de echarse a navegar juntos pese a su ceño.
Recordaba yo estas palabras del escritor polaco, que antes fue cocinero que fraile, o sea marino antes que escritor, mientras navegaba hace unos días en un velero por las aguas calmadas de la costa mediterránea hasta que un suceso interrumpió la ensoñación. Mi presencia allí se explica por la invitación de una íntima amiga que conoce a la patrona de un barco velero que nos animó a “salir a navegar”. No era la primera vez que me incluían en la invitación, y espero que no sea la última.
Antes de que ocurriera el suceso, al que me referiré luego, y mientras debatíamos sobre si regresar ya a puerto o demorarnos un poco más, pues el tiempo era apacible y aún no había anochecido, uno de los navegantes, de larga experiencia según pude apreciar, comentó que septiembre es el mes en que muchos veleros ponen rumbo a las Canarias para, en octubre, emprender la travesía hacia el Caribe, un tiempo muy propicio para este viaje por razón de los vientos. Y es que no hay parte de este mundo de costas, continentes, océanos, mares, estrechos, cabos e islas que nos esté bajo el dominio de un viento imperante, dejó escrito Conrad en El espejo del mar. Efectivamente, el navegante ocasional que nos acompañaba y que sueña con ir al Caribe se estaba refiriendo a los Vientos Alisios que, en la franja central del globo, reinan soberanos, incontestados, como monarcas de reinos establecidos desde antiguo. Estuve por decirle, citando a Conrad, que ya sabía yo que las regiones gobernadas por los Vientos Alisios del noreste y sudeste son tranquilas y que para un barco con rumbo sur, comprometido en tan largo viaje, la travesía se caracteriza por un relajamiento de la tensión y de la vigilancia por parte de los marinos.
Estaba yo en trance de recordar nuevas citas literarias sobre la navegación, pero me las guardaba para mÍ no fuera a ser que me tiraran al mar por pesado. Decliné, al menos por un año, la invitación del avezado navegante a buscarnos la vida para ir al Caribe cuando la radio del barco emitió unos sonidos extraños, de interferencias, antes de que escucháramos con alguna nitidez un primer mensaje que nos alertó.
Dedujimos que procedía de un barco de Salvamento Marítimo y pedía información a los servicios del puerto al que nosotros nos dirigíamos. Los mensajes se fueron sucediendo y pudimos sacar en conclusión que se había puesto en marcha una operación de salvamento por la zona cuyo objetivo no sabíamos, pero al que los interlocutores aludían una y otra vez con frases como “se le ha avistado una vez, pero luego ya no”. Y se fueron sumando interlocutores, también desde el aire. Un helicóptero anunciaba por la misma frecuencia que estaban sobrevolando la zona. Desde otro punto, que se identificaron como bomberos, informaron que estaban volando un dron para intentar detectar “el objetivo”. Desde el helicóptero tomó la palabra una tripulante para pedir información sobre “ese dron, pues es una información imprescindible para nosotros”, dijo, imagino que con miedo a una potencial colisión. “El objetivo” que se buscaba en el mar, con la tarde ya cayendo y las primeras sombras nocturnas al acecho, no estaba localizado y la búsqueda se alargaba. Su naturaleza seguía siendo para nosotros desconocida, ninguno de los interlocutores que trabajaban en el rescate lo citaba pues sabían lo que estaban buscando, pero no nosotros, que habíamos conectado tarde con la conversación por radio. Esto despertó nuestras especulaciones. Mi amiga periodista pensó inicialmente que podía ser una patera, pero lo descartó por no ser zona habitual de estos desembarcos de inmigrantes clandestinos. La patrona del barco dijo que podía ser que fuera alguien que se hubiera caído de una moto de agua, pues no sería la primera vez que una de estas motos deja atrás al que va de “paquete” sin enterarse. También se especuló con que fuera alguna pequeña embarcación de las que salen a pescar, pero el mar no ofrecía esa tarde rasgos de amenaza. O algún traficante…
Por la radio se sucedían los mensajes, sin resultados aparentes, y hasta pudimos escuchar que un barco salinero se dirigía a la zona a sumarse a las labores de búsqueda. Empecé a sentir cómo todos los que participaban en la operación se animaban mutuamente a seguir buscando, a no mostrar pesimismo alguno a pesar de que el tiempo se alargaba. Y pensé en cómo un relato se iba hilvanando, donde con un objetivo impreciso, un hecho desconocido para el lector, se concita a su alrededor una camaradería entre los personajes que trabajan en el mar y sus necesidades, con sus miedos y sus esperanzas. El mar, entonces, se iba haciendo reflejo del mundo, el espejo donde nos podemos ver, pues nos recuerda el tiempo que pasa a través de sus olas incansables y nos acerca a nuestro yo profundo por la profundidad que intuimos en sus aguas.
Ya había oscurecido cuando de pronto se dio la alerta, sin aviso previo, de que se suspendía la búsqueda porque el objetivo estaba localizado, y en buen estado. Aunque no sé si esto último lo deduje por el tono de voz de quien daba la orden. No hubo más información que esa, pero sí a continuación muchos saludos, agradecimientos, enhorabuenas y demás. “¡Para eso estamos, compañeros!”, resumió uno de los interlocutores radiofónicos y aunque no se escuchó más, sí podía sentirse una satisfacción compartida. Recordaban a esos viejos marinos de la literatura, que cuando viven una experiencia en el mar salen fortalecidos y sienten que entran a formar parte de un grupo de elegidos alrededor de los que se reúnen los demás a escuchar las historias que tienen que contar. Pensé que quizá esos hombres y mujeres contarán también sus aventuras mientras son escuchados por otros que soñarán luego con ellas.
Mis reflexiones no apaciguaron a mi querida amiga periodista que, ya en tierra, trató de buscar a través del móvil alguna información sobre qué o a quién se había estado buscando. No conseguiría saber nada hasta el día siguiente, lo que calmaría su frustración del día anterior. La noticia, recogida en el periódico local, llevaba el siguiente titular: “Una mujer nada dos horas para llegar al puerto de la Albufereta tras caer de un barco”. La información daba cuenta del número de efectivos desplegados: una treintena por tierra, mar y aire; de la causa (estúpida) de la caída del barco: intentar agarrar un móvil que se deslizó de su mano; y del buen estado físico de la nadadora.
A mí me hubiera gustado no saber el objetivo de la operación de salvamento porque al conocer los hechos sentí que se apagaba una historia que el día anterior me había fascinado, contada por aquellos marinos afanados en hurtarle al mar una pieza. Esa noche en la que tras desembarcar recordé de nuevo unas palabras que Conrad dejó escritas en El espejo del mar: “los puertos no son buena cosa… ¡se pudren los barcos y los hombres se van al diablo!”. Y al pensar en ello, fantaseé con la idea del viaje al Caribe, bajo el reino de los Vientos Alisios, y que mi inseparable amiga periodista aceptaba la invitación a acompañarme.
Caigo ahora en la cuenta de que el barco en que navegamos esa tarde noche tiene el mismo nombre que una de las novelas de Conrad, Victoria. No olvidaré nunca ese barco del mismo modo que estaré de por vida agradecido a su patrona.
ALFONSO SÁNCHEZ
Me ha gustado mucho este artículo sobre el mar, la aventura y la necesidad de la solidaridad entre los hombres para defenderse de la fuerza incontrolable de la naturaleza.
Toda la emoción del objetivo cumplido, condensada en unas palabras,»Para eso estamos compañeros!».