Relatos con música

Concierto para un oboísta yanqui

Richard Strauss

Richard Strauss, el caballero de la rosa, el que oyó hablar a Zaratustra, el que subió al escenario y dio vida a la Salomé bíblica, estaba acabado aquel 30 de abril de 1945. Cuestionado por las autoridades alemanas por sus reminiscencias judías, ahora estaba en el punto de mira de los vencedores por sus devaneos con el régimen nazi. El compositor muniqués había sido director de la Cámara de Música del Reich, una institución creada por el ministro Goebbels y había colaborado junto con Wilhem Furtwangler en la organización de todos los eventos musicales del régimen nazi, aunque ninguno de los dos se afilió nunca al partido. Strauss había sido el compositor del Himno Olímpico para los Juegos de Berlín de 1936 y había sustituido a Arturo Toscanini –quien había jurado no volver a dirigir en Alemania mientras Hitler estuviera en el poder- en la dirección del Parsifal de Wagner en el festival de Bayreuth.  A sus 81 años era consciente de que su vida como compositor había terminado. Uno de los pilares básicos que le habían sustentado durante gran parte de su existencia, la música, se le derrumbaba. El otro, la familia, aún le mantenía en pie. Pero los achaques, las privaciones, la tensión que el cuerpo y la mente de Strauss habían acumulado durante los cuatro años largos de guerra dejaron sus secuelas. Estaba viejo, parecía viejo, se movía como un viejo. Asomado a la ventana de su casa de la localidad de Garmisch, en Baviera, cerca de la frontera austriaca, vio llegar una compañía de soldados norteamericanos pertenecientes a la 103 división de infantería. Al frente de ella, el teniente Milton Weiss.  A la altura del 42 de la calle Zoeppritzstrase el oficial se bajó del jeep y señaló a un sargento la casa: “Dígale a los habitantes que tienen quince minutos para desalojar. Vamos a instalar aquí nuestro puesto de mando”. En ese momento, Strauss abrió la puerta y salió al jardín llevando unos papeles en la mano. De forma resuelta, aunque lenta, apoyado en un bastón, fue al encuentro del militar:

-Soy Richard Strauss, el compositor de El Caballero de la Rosa, de la ópera Salomé… Aquí tienes las partituras…- Hizo ademán de entregárselas con mano temblorosa.

-Maestro. 

Weiss era pianista profesional y tocaba por las noches en night clubs y hoteles de la costa Oeste norteamericana. Conocía la obra de Strauss, aunque no le había identificado en aquel momento. Suspendió la orden y el convoy militar se alejó.

Casa de Richard Strauss en Garmisch (JosefLehmkuhl)

Una hora más tarde, el mayor John Kramers, de la décima División Acorazada del ejército de los Estados Unidos se presentó en casa de Strauss. Le pidió disculpas por el incidente que había acaecido y le manifestó su admiración. Conocía toda su obra y era un honor coincidir con el gran compositor alemán, aunque las circunstancias no eran las más agradables. Fuera preocupaciones. Su casa permanecería intacta.

A partir de ese momento, Richard Strauss tuvo que soportar un reguero de soldados que se acercaban a saludar al compositor. Ninguno de ellos sabía quién era. Pero había corrido la voz de que en aquella casa habitaba un músico muy importante y, ya se sabe cómo son los americanos, una foto para el recuerdo, un autógrafo para la posteridad, una dedicatoria para mi novia de Ohio… 

En agradecimiento por las atenciones que recibía de los soldados yanquis, que le suministraban café, tabaco, gasolina y otros productos que escaseaban, a veces se sentaba al piano e interpretaba algún vals que los invasores agradecían con aplausos de compromiso. Uno le preguntó quién era ese personaje cuyo busto presidía el salón donde estaba instalado el piano. Era Beethoven. Aquella demostración de desconocimiento e incultura por parte de los soldados aliados sacó de quicio al viejo Strauss quien respondió:

-Es el padre de Hitler.

Un día acudió a aquellas esporádicas veladas un oficial de la contrainteligencia norteamericana, llamado John De Lancie. Era oboísta en la orquesta de Pittsburg. Conocedor a fondo de la obra de Strauss le preguntó al maestro alemán si había pensado alguna vez componer un concierto para oboe, pues los solos de este instrumento en alguna de sus obras más importantes, como Don Quijote o Don Juan demostraban que conocía muy bien los recursos del instrumento. La respuesta de Strauss fue lacónica y contundente:

-No.

Unos meses más tarde de aquella conversación, un hermano de De Lancie, también oficial del ejército, destinado en el Pacífico Sur, envió al oboísta un recorte del periódico que editaban los soldados norteamericanos en Okinawa. En él se informaba que Strauss estaba trabajando en un concierto para oboe, porque así se lo había pedido un soldado norteamericano. La obra se estrenó en Zurich en 1946, a cargo del oboísta Marcel Saillet. Los Strauss se habían trasladado a Suiza a finales de 1945, dadas las penurias con las que tenían que vivir en Alemania. Además, según una orden dictada por los aliados, los compositores que se encontraran en el país derrotado no podrían percibir derechos de autor si sus obras se interpretaban en el extranjero.

En la partitura original del Concierto para oboe y pequeña orquesta op. 164, TRV 292 puede leerse: “Concierto para oboe sugerido por un soldado americano, oboísta de la orquesta de Chicago”. El viejo Strauss había olvidado el nombre de su peticionario y confundió Pittsburg con Chicago. Pero eso era lo de menos. Nunca una contradicción en la vida de Strauss dio tan buen resultado.

GABRIEL SÁNCHEZ

Concierto para oboe y pequeña orquesta en re mayor, de Strauss con la Filarmónica Nacional de Lituania (Vilnius, diciembre de 2020), dirigido pot Vilmantas Kaliünas. Solista, Pijus Paskevicius (18 años)

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