Lo que nos enseña Tomás Nevinson, el espía de Oxford
La última novela de Javier Marías, Tomás Nevinson, va camino de convertirse, a la vista de la unanimidad de la crítica, en la novela del año en español, salvo que se produjera alguna -siempre deseable- sorpresa, que no hay que descartar, pero sí difícil de que ocurra, pues el autor ha vuelto a pisar otra cumbre en su ya dilatada carrera, esa cumbre que, a juicio de quien esto escribe, fue Tu rostro mañana. Javier Marías, con su apuesta narrativa alejada del realismo patrio, representa un fenómeno singular. Después de varias décadas mostrando una inusual potencia creativa, que le ha llevado a ocupar un puesto bien destacado en el panorama de la novela europea, sus retos nos siguen pareciendo asombrosos, alejados del conformismo, tanto por la reflexión e indagación moral en la que se embarca en cada nueva narración, obligando al lector a resetear su pensamiento sobre esta o aquella idea arraigada, como por el compromiso con ese estilo tan personal y reconocible, esa voz original con la que escudriña nuestro presente y que en esta novela lleva a casi la perfección.
Nevinson, ese peculiar espía mitad inglés, mitad español, tiene en esta historia una extraña misión que acepta a regañadientes: descubrir entre tres mujeres señaladas por los servicios secretos cuál de ellas es la culpable de graves delitos de terrorismo, no se sabe bien si por colaboración directa, financiación, ocultación u otra manera, entre las muchas y variadas que puede haber. Los actos terroristas a los que se alude no son de pequeña magnitud pues se citan los cometidos por ETA en Zaragoza e Hipercor, de los más sangrientos perpetrados si es que se puede jerarquizar el terror. No desvelaré aquí más de la historia, salvo para poner de nuevo en valor un desarrollo magistral del argumento consiguiendo como lo hace que el lector se mantenga pendiente de una trama con no poco suspense, en la que se ve envuelto como investigador, mientras se le impele a reflexionar sobre cómo actuaría si llega a verse en tal tesitura.
Se trata, en definitiva, de dar respuesta a la pregunta de si es lícito matar como acto preventivo para evitar crímenes peores; o como castigo al margen de la ley cuando esta no puede pronunciarse por falta de pruebas o prescripción del delito; sobre si es reprobable matar en todas las ocasiones o hay excepciones que lo pueden justificar. Valga el ejemplo que trae a colación de aquel hombre que pudo matar a Hitler antes de que este desencadenara todo su poder mortífero y no lo hizo, y de cómo de haberlo hecho todo habría sido diferente.
Aunque son ETA y el IRA las organizaciones terroristas que aparecen en la novela, con citas a algunas de sus acciones más sangrientas, no es Tomás Nevinson una historia que entre a relatar las interioridades de dichas organizaciones o las razones de quienes formaron parte de ellas; tampoco de cómo fue el cese de su actividad o de cómo la ciudadanía se posiciona ante su existencia, dando su apoyo unos, o cierta comprensión, o el rechazo de la gran mayoría. Lo que la novela propone, y esa parece ser la intención del autor, es una reflexión “atemporal” sobre la utilización de la violencia, si seríamos capaces de matar por razones “altruistas”, sobre la moralidad de ciertas acciones que no son lícitas, pero pueden prevenir daños mayores, y de cómo cada uno de nosotros juzgamos esa violencia que en muchos casos se ejerce desde los márgenes opacos del Estado.
No obstante, me temo que en la recepción de la novela, en este momento y en España, el lector difícilmente se sustrae a la evocación de una actualidad política en la que se sigue debatiendo sobre “los años de plomo” a que sometió ETA a la democracia española con el fin de ganar lo que se ha venido en llamar la apropiación del relato. Un debate que teniendo en el País Vasco su punto neurálgico no es ajeno en el resto de España. Debate entre quienes, de un lado, buscan justificar la actividad de ETA en el pasado mientras ponen en valor su renuncia a la violencia para legitimar la acción política actual de sus presuntos herederos; y, de otro, aquellos que niegan cualquier legitimidad democrática, y por tanto a participar en los acuerdos con otras fuerzas políticas, a los que considera herederos comprobados de la organización terrorista a la que se niegan a repudiar. Marías nos recuerda que esos crímenes atroces existieron, pero, a la vez, su protagonista se pregunta si en algún momento prescriben esos delitos o no lo hacen nunca. Preguntas que solo cabe responder el lector que se adentre en la lectura pausada, y larga, de esta excelente novela con la que Marías ha vuelto a recordarnos por qué es candidato firme a recibir el Nobel de literatura. Que se lo concedan o no es, a estas alturas, una cuestión menor si me apuran para los seguidores de su obra.
ALFONSO SÁNCHEZ
Muy interesantes reflexiones sobre la última novela de Javier Marías. Como fiel admiradora de sus novelas, afición heredada de mi padre, el artículo urge a su lectura ¡YA! Agradecida por la reco.
Siempre es saludable y fecundo leer a Marías porque toda su obra está cargada de mensajes subliminales que nos hacen reflexionar sobre muchas cuestiones, no sólo sobre las que forman parte del argumento. Y en las que tienen como protagonista directo o indirecto al espía de Oxford (me refiero a Berta Isla también), subyace una idea que Marías nos quiere trasladar con toda su fuerza: la miseria humana de quienes manejan los hilos de esa marioneta que parece ser el espía. Esos dandis sin escrúpulos, agazapados en extraños y secretos edificios londinenses, que son capaces de todo con tal de salvar «a la Corona» de sus hipotéticos y potenciales enemigos. Destrozan vidas, físicas y psíquicas, no se sabe muy bien a cambio de qué. Y nadie tiene derecho a rechistar so pena de ser destrozada la suya por los mismos métodos.
En cuanto a la calidad de la obra, Alfonso da en el clavo. También es saludable y fecundo leerle a él.
Las novelas de Javier Marías casi siempre me producen la misma impresión. Tardo en entrar en ellas, a veces incluso me parece que todo se desarrolla con una desesperante lentitud, pero cuando consigo entrar, me dejan una profunda huella.