Fumar mata
Hacía frío aquella noche despejada del 15 de septiembre de 1945 en el jardín de aquella casita de una sola planta de la calle Am Markt, cerca del mercado del pequeño pueblecito alpino de Mittersill, en el estado federal de Salzburgo. Aunque el otoño no había entrado de lleno, los retazos veraniegos eran ya muy débiles y convenía abrigarse si se quería contemplar la luna, blanca y redonda, posarse sobre las cimas más estilizadas de los Alpes, aunque las luces de la ciudad entorpecían una visión idílica del macizo en traje de noche.
Austria se despedía, por fin, de las secuelas de la invasión alemana, la guerra, la miseria, el hambre, los bombardeos a los que había estado sometida durante toda la contienda, con especial contundencia durante el mes de marzo de 1945 en Viena, la capital. Esas bombas tan mortíferas y devastadoras habían obligado a la población vienesa a abandonar la ciudad y buscar refugio en zonas menos castigadas por la aviación aliada. Anton Webern y su esposa Minna siguieron las instrucciones de las autoridades austriacas y abandonaron su domicilio, trasladándose a la casa familiar que poseían en el Tirol. Atrás quedaban años y años de sufrimiento, pero también de abnegación y éxito. Webern estaba considerado un verdadero patriota, capaz de revolucionar la música del siglo XX, compartiendo gloria con maestros como Arnold Schomberg, creadores de la música dodecafónica, un nuevo estilo de composición que se había extendido por toda Europa y comenzaba a ser entendido hasta por los más ortodoxos. Webern era sinónimo de originalidad, revolución y vanguardia en el mundo de la música, como el de Adolf Lous lo era en la arquitectura o Egon Schiele en la pintura. La Viena de principios del siglo XX como escaparate del nuevo arte que rompía esquemas del post romanticismo germánico y abría nuevos caminos a la creación. Desde su primera obra, Passacaglia para gran orquesta, compuesta en 1908, Webern empezaba a ser escuchado al mismo tiempo que Malher o Puccini. Era un estilo diferente, discorde en el que las notas caían como gotas de agua en el pentagrama. Los críticos decían que eran notas anárquicas, libres. Y claro, esa definición no gustó a las autoridades alemanas cuando en 1938 ocuparon Austria. Webern pasó a engrosar la lista negra de compositores malditos y su obra fue prohibida, tanto para ser editada en partitura como para ser interpretada. “Arte degenerado”, así se definió en los despachos de las esvásticas la obra del músico austriaco. A partir de ese momento su vida cambió. Dejó de recibir ingresos y malvivió vendiendo el poco patrimonio familiar que le quedaba. El mazazo final le llegó en 1944: su hijo Peter murió en el frente ruso cuando el ejército nazi estaba de retirada.
Pero ahora estaba contento: la guerra había terminado, se le habían vuelto a aparecer las musas y, tras una época de obligada sequía, sentía la necesidad de volver a componer. Recuperó, incluso, un viejo piano familiar que llevaba años durmiendo en Mittersill. Lo había descubierto cuando llegaron a la casa alpina huyendo de las bombas que hacían añicos la tan añorada Viena.
Y en aquella casa reunió a toda la familia: sus tres hijas, sus maridos y sus nietos. La vida, después de más de un lustro, volvía a sonreírle. Y con esa felicidad aceptó la invitación de su hija Christine para cenar la noche del 15 de septiembre. Vivía al lado, a un par de manzanas, concretamente en el 101 de Ann Markt. Ella y su marido, Benno Mattel habían sido especialmente generosos con la cena, máxime en tiempos en los que no todos los productos estaban a mano del consumidor. El estraperlo y el contrabando estaban a la orden del día. En muchas ocasiones eran los propios soldados norteamericanos, encargados del control y la vigilancia de aquel estado federal, los que provocaban la piratería, pues eran ellos mismos los que ofrecían los productos de primera necesidad al mejor postor austriaco. Y claro, los habitantes no se resistían a provocaciones apetitosas. Benno, el yerno de Webern, era uno de ellos. Conocido contrabandista de la zona estaba en la lista del ejército norteamericano que había decidido capturarle para evitar que sus fraudes tuvieran consecuencias que salpicaran a los soldados salvadores.
Aquella noche se había organizado un dispositivo para capturarle. Al frente de la patrulla, el sargento Murray; formando parte de la misma, el soldado Raymond Norwood Bell, un cocinero de Wayne, en Carolina del Norte, que se alistó en el ejército con 34 años y que había pasado toda la contienda entre fogones. Afortunadamente nunca conoció los horrores del frente ni había disparado un solo tiro. Suerte que tenía.
En el interior de la casita de la calle Ann Markt, los anfitriones ofrecieron a sus invitados dulces de postre y, al final, una caja de puros habanos, naturalmente de contrabando, para el abuelo Anton. Los niños dormían y el músico aceptó el regalo con gusto. Cuando los soldados entraron, el músico decidió apartarse del alboroto y salió al jardín a fumar. Encendió su mechero de plata, lo poco que aún conservaba de valor, y se dispuso a encender el habano. El impacto sonó como un trueno débil en la noche alpina. La bala certera le había dado en el abdomen. Cayó al suelo fulminado y el soldado Raymond Norwood Bell, el cocinero inexperto, a quien habían colocado en la patrulla para que hiciera guardia mientras los demás registraban la casa escuchó sus últimas palabras: es ist vorbey, que quiere decir, “se acabó”.
El inexperto Norwood Bell declaró que el brillo del mechero y la llamarada le despistaron; confundió el encendedor con una pistola que pretendía hacer fuego y no se lo pensó dos veces. Pero muchas más veces tuvo que pensarlo durante los 10 años de vida que siguieron al incidente. Su esposa confesó en su Carolina del Norte natal que el cocinero nunca volvió a ser el mismo desde que volvió de la guerra, y que el alcohol fue su mejor compañero y confidente. Cada vez que entraba en estado de embriaguez recordaba el trágico incidente de Mittersill, el disparo, las últimas palabras… Murió en 1955 de peritonitis aguda, provocada por el alcohol y quién sabe si también por el recuerdo del músico inventor de la dodecafonía.
GABRIEL SÁNCHEZ
La «Passacaglia» de Anton Webern fue interpretada por la Orquesta Sinfónica de la WDR bajo la batuta de su entonces director principal Jukka-Pekka Saraste en junio de 2015 en la Sala Filarmónica de Colonia.