El hombre del saco
– ¿El doctor Artur Neumayer?
La pregunta la hacía un joven barbilampiño, embutido en un raído sayón pardo y que portaba un saco de lona en la mano. Su aspecto de vagabundo astroso le situaba más cerca del atrio de la Stephansdom, pidiendo limosna a los asistentes a la misa de domingo, que en el despacho de un catedrático de Medicina de la Universidad Clínica de Viena. Se quedó en el umbral de la puerta hasta que el doctor Neumayer le hizo pasar, no sin reticencia, al tiempo que hacía sonar una campanilla en demanda de su asistente, un alumno de último año que realizaba prácticas en su departamento de Medicina Forense.
Un poco abrumado por la situación y el escenario, el joven se quitó los mitones y su relato echó a andar.
Se llamaba Christian Leisser y era el tataranieto del enterrador que depositó en una fosa del cementerio San Marx de Viena el cadáver de Amadeus Mozart, una fría mañana del 7 de diciembre de 1791. Y en ese momento sacó del bolsillo de su ajado gabán una cédula arrugada, el color del papel comido por el paso del tiempo, la tinta corrida e ilegible, que depositó con parsimonia sobre la mesa del catedrático, repleta de libros y papelotes. En la hoja, se suponía que se identificaba y aportaba pruebas de lo que relataba.
El enterrador, conocedor de a quién estaba dando sepultura, se cuidó mucho de memorizar el lugar exacto donde depositaba el cuerpo. Desmintió que fuera enterrado en una fosa común y que se esparciera cal vida sobre los cadáveres para reducirlos a la mínima expresión corporal. Nada de eso, a pesar de las directrices decretadas por el emperador Leopoldo II, quien había ordenado la quema de cadáveres para evitar epidemias que se propagaran por toda la ciudad.
Mozart había muerto dos días antes de una infección de riñón, y Constanza, su esposa, le amortajó con el único traje que tenía en el armario: uno de raso, color lila, que había llevado los últimos días de su vida. Todos estos detalles quedaron grabados en la retina del tatarabuelo Leisser que, dos días después, desenterró el cadáver, lo trasladó de lugar y esperó a su completa descomposición. Cuando de Mozart sólo quedaron los huesos, su hijo Hanss, bisabuelo de quien narraba la historia, se hizo con el cráneo, sabedor de que aquella calavera había dado cobijo al cerebro más extraordinario y mejor dotado para la música de todos los tiempos. La reliquia fue pasando de generación en generación, adquiriendo la condición de un valioso tesoro, oculto y secreto. Y aquí está.
El joven abrió el saco y de su interior extrajo un cráneo amarillento, con motas de barro, que había perdido la brillantez que, sin duda, tuvo en vida. Hizo ademán de entregárselo a Neumeyer, pero el médico rehusó el ofrecimiento y ordenó al asistente que lo llevara al laboratorio. En una bandeja de metal rojizo, el cráneo desapareció al instante, y el médico le siguió con paso contundente.
No hizo falta un análisis minucioso ni exhaustivo. El hueso tenía tan sólo cincuenta o sesenta años; por los datos que poseía la facultad de Medicina vienesa, además de cuadros, retratos, dibujos, esculturas, Mozart era de complexión más bien delgada, cabeza pequeña y redondeada y frente estrecha. Esa cabeza perteneció a un hombretón corpulento, de facciones pronunciadas, occipitales extremadamente anchos y frente amplia.
– Joven, le dijo Neumayer al visitante inoportuno. Su historia es fascinante, verdaderamente fascinante y he quedado asombrado al oírla, no por su verosimilitud, que no existe, sino por la capacidad de inventiva que le ha supuesto. ¿De dónde ha sacado esta reliquia?
Y del bolsillo de su chaleco sacó un chelín que puso en la mano de aquel estrafalario embaucador con cara de hambre.
GABRIEL SÁNCHEZ
Una buena manera de ilustrar este relato es el Requiem de Mozart. Aquí lo interpreta la Orquesta Nacional de Francia y el Coro de Radio de Francia en un concierto grabado en directo desde la basílica de Saint-Denis en 2017. Dirige James Gaffigan. Con la soprano Marita Solberg, la mezzosoprano Karine Deshayes, el tenor Joseph Kaiser y el bajo Alexander Vinogradov.
Increible relato, me ha encantado. La primera página de un libro que me gustaría seguir leyendo. En tan pocas líneas una gran historia…
Gracias!