El foso de Bayreuth
Seguramente hubiera preferido nacer en Múnich, en Frankfurt o, por qué no, en Berlín. Pero se consolaba. A fin de cuentas, Salzburgo era la patria del inmortal Mozart, el músico austriaco más universal de todos los tiempos. Las recogidas plazoletas, cuajadas de flores durante todo el año, las calles, pulcras, anchas, vivas, siempre iluminadas por ese sol de mañana, que saluda a la ciudad antes de perderse por cumbres y valles alpinos, la música que emana de cada rincón, un cuarteto aquí, un solo de violín allá, una obertura potente que sale por la ventana de esa casa blanca con tejado bermellón, son toda una referencia para un músico de su categoría. Pero hubiera preferido Múnich, Frankfurt o, por qué no, Berlín como cuna. Eso no lo podía negar.
Alto, esbelto, siempre cariacontecido, la frente despejada y el pelo –gris desde muy joven— abundante, le daban un aire marcial, sólo quebrado por su extrema delgadez, que provocaba que se le filtraran los huesos a través de la piel blanca de manos y pómulos. Vestía siempre con prendas oscuras, sobre todo cuando usaba el tracht, algo que hacía con frecuencia para marcar distancias en una época en la que la nación estaba dividida ideológicamente. La prenda tradicional austriaca, esa chaqueta de grueso tejido, sin cuello y con botones de metal, era símbolo de conservadurismo recalcitrante. No en vano, con su exhibición, los portadores de esta prenda reivindicaban el origen campesino de un país que había formado parte de uno de los imperios más poderosos de la historia.
Por eso, el joven Karajan no esperó a la anexión de Austria por parte de Alemania en 1938. Cuatro años antes, en 1935, había obtenido su carnet como miembro del Partido Nazi austriaco. Y saludó la llegada de la wehrmacht a las calles de Viena, Salzburgo o Innsbruck, como sólo él sabía hacer: dirigiendo conciertos para regocijo de invasores e invadidos.
Su fama había traspasado fronteras, no sólo la alemana, que estaba a un tiro de piedra, sino que su capacidad como director era reconocida en París, Londres, Estocolmo, Roma. Pero Berlín, ¡ay Berlín! era su meta. El carnet del partido que intentaba reconstruir el imperio seguramente le acercaría más y más a la capital más poderosa de Europa. Pero antes había que hacer una parada en una ciudad a mitad de camino entre su Austria natal y la meca política del momento. Y esa parada estaba en Bayreuth, donde año tras año, desde 1876, se rendía homenaje a uno de los compositores más reconocidos de Alemania: Richard Wagner. El músico sajón encarnaba todo el espíritu germano que el régimen nazi quería exportar al mundo entero.
Bayreuth es una ciudad pequeña que acogió a Wagner durante los diez últimos años de su vida. El compositor decidió inmortalizar su obra –sobre todo las óperas—a través de un festival que, año tras año, recordara sus partituras para mantener vivo ese espíritu que daba a sus personajes a través de la música. Pensó primero ubicar el festival en Múnich o tal vez en Nuremberg, ciudad a la que había dado fama internacional a través de sus Maestros Cantores. Pero Bayreuth tenía condiciones especiales. En primer lugar su ubicación, próxima a Leipzig, la ciudad natal de Wagner. Además, disponía de un teatro magnífico, amplio, bien ubicado, con una extraordinaria sonoridad, construido por Federico de Branderburgo, el esposo de Guillermina de Prusia, hermana de Federico el Grande. Todo un homenaje al emperador déspota e ilustrado, que acercó el arte, la cultura, la tiranía y la guerra a todo el extenso territorio bajo su mandato. Bayreuth, pues, como primera parada antes de dar el salto definitivo a Berlín.
Hitler conocía bien la fama y la trayectoria de este joven director de orquesta que paseaba, carnet del partido en el bolsillo del frac, el auténtico espíritu de la cultura alemana por todas las salas de concierto que requerían su presencia. El otro gran embajador de la música culta, Furtwangler, también próximo al régimen, parecía menos apasionado con los nuevos aires que circulaban por Europa. Además, se había atrevido a desafiar al régimen al dirigir a Meldenson, cuando este compositor había sido prohibido por las autoridades de la Alemania nazi. Mantenía un extraño equilibrio que le desdibujaba a ojos del Führer y, para más provocaciones, no se había afiliado al partido, como su joven discípulo. El maestro Karajan sería el elegido.
En el mes de junio de 1939, los Reyes de Yugoslavia, Pablo I y Olga de Grecia y Dinamarca visitaron Alemania. Conocidas las ansias expansionistas de Hitler hacia la Europa del Este, convenía conocer de primera mano sus intenciones y, en caso de coincidencia ideológica, estrechar lazos, con el fin de preservar el país balcánico de posibles tentaciones invasoras por parte del Führer. Por su parte, Hitler quería agasajar a sus invitados con uno de los acontecimientos más notables de cuantos estaban programados en aquellas fechas; un acontecimiento que concentraba en sí mismo toda la esencia de la Alemania que pretendía dominar el mundo, ese “Deutschland über alles», tal y como rezaba el himno nacional. Y no se le ocurrió mejor idea que invitar a Pablo y Olga de Yugoslavia a una representación de Los maestros cantores de Nuremberg, la ópera cumbre de Wagner, nada menos que dirigida por Herbert Von Karajan. Los ilustres visitantes conocían el ”milagro Karajan”, sobrenombre con el que la prensa especializada había bautizado al joven director austriaco. Además, sus discos, distribuidos por el prestigioso sello Deutsche Grammophon ocupaban un lugar preferente en las discotecas de los más selectos palacios y castillos europeos. El acontecimiento tenía todas las garantías de éxito.
Y comenzó la velada. Karajan estaba exultante al frente de una orquesta de casi cien músicos que tuvieron que hacinarse para que cupieran todos en el foso. El escenario, incluso echado el telón, era majestuoso. Por él desfilarían, a partir del primer acto, más de doscientos cantantes entre tenores, barítonos, bajos, sopranos, mezzos y coro. La obertura resultó francamente sublime: solemne, sobria, acompasada, potente. Y se abrió el telón. ¡Oh, qué decorado! No faltaba detalle: el agua, el puente, árboles en flor… El vestuario, perfecto, lleno de color y de alegría. Y todo magistralmente iluminado. Las luces, las luces. Las luces le delataron. Los músicos se dieron cuenta, entonces, de que el maestro estaba dirigiendo sin partitura, el atril vacío, la mano derecha, con la batuta, ahora se dirigía a la orquesta, ahora al escenario. Luego dejaba la guía en el atril y dirigía con las dos manos. Unas veces señalaba al intérprete que cantaba sobre el escenario, otras miraba a los músicos y les obligaba a entrar o salir, sólo con un gesto que, en muchos casos, no eran capaces de comprender. Y comenzaron a perderse flautas por aquí, trompas por allá, violines vaya usted a saber. Los cantantes dudaron sobre a quién seguir, si al maestro, cuya mano asomaba sin batuta debajo de la tarima, o a los instrumentos que debían acompañar sus trinos. El coro, ausente, no sabía si salir ya o esperar a la fanfarria que anunciaba su presencia. Pero ya habían pasado los compases y la fanfarria no había sonado. En un ir y venir de dudas, uno de los barítonos, rechoncho como un tonel de cerveza, intentó no salir a escena antes de tiempo y se agarró a la cortina del decorado, con tan mala fortuna que la tela se rasgó y dejó a la vista del selecto público –Hitler y los Reyes de Yugoslavia incluidos—los entresijos que se acumulan detrás de las bambalinas. Todo un poema.
Sorprendido por el desastre, Karajan ordenó parar a la orquesta y el escenario enmudeció. La representación quedó interrumpida durante treinta minutos. Cuando se reanudó, la partitura completa –cinco horas de representación- estaba sobre el atril, la batuta en la mano derecha, y la cortina remendada.
El Führer se contuvo como pudo ante sus invitados a los que colmó de disculpas, algo muy poco habitual en él. Al final de la representación, mandó llamar a un reservado a Winifred Wagner, viuda de Siegfried, uno de los hijos del compositor, ya fallecido, y directora del certamen. Le transmitió su sentencia inapelable:
-Karajan no volverá a dirigir en Bayreuth mientras yo viva.
Y la sentencia, naturalmente, se cumplió.
GABRIEL SÁNCHEZ
Dirigida por Karajan, la ópera de Wagner Los maestros cantores de Nuremberg.
Extraordinario. Me gusta la historia de Karajan y Hitler, y la música.